饾棓饾椊饾椏饾椉饾槂饾棽饾棸饾椀饾棶饾椏 饾棽饾椆 饾棻饾椂饾棶.
Así dijo, con voz apenas audible, como quien repite una oración que ya no cree.
Sin embargo, no sintió que lo estuviera haciendo. El día no la llenaba. No cuando él ya no estaba.
Entonces miró.
Miró bien la distancia entre la orilla de aquel mundo—el que compartieron—y la caída hacia el mar.
No lo pensó mucho. Las diosas también pueden actuar sin pensar, cuando el dolor las empuja.
Solo lo hizo.
Se balanceó.
Y en cada vaivén, soltó una palabra.
Un recuerdo.
Como un susurro que no era para nadie más, solo para la naturaleza que la rodeaba.
No hubo una expresión clara en su rostro, pero sus ojos hinchados hablaban de una pesadilla aún despierta.
No todas las diosas sueltan así.
Solo ella.
Ella, la de la eterna juventud, la que ama como si el corazón nunca pudiera romperse… hasta que lo hace.
Ella es quien elige soltar despierta, con memoria y voz.
Por eso, con los ojos cerrados y el alma expuesta, empezó a contar:
—Uno... dos... ¡Tres!—
Y al alcanzar el punto más alto del balanceo, como si rozara el borde entre el ayer y el quizás, se arrojó.
No como quien huye. Sino como quien empieza a liberar.
El agua la recibió con un golpe frío.
Su grito fue mezcla de euforia y quebranto.
Y en medio del temblor, la primera confesión salió de su boca como un pétalo desgarrado:
—Lo encontré por casualidad... Ese día estaba buscando cualquier animal doméstico para adoptar... ¡Quería un amigo fiel! Saber que había un tigre tan hermoso, pues... pequé de impulsiva... ¡Lo acepto, vaaale!
Y el mar guardó ese recuerdo.
No lo arrojó todo.
Solo la primera pieza.
Las demás vendrán, día a día, hasta que ya no duela.
Hasta que, en lugar de lágrimas, quede solo una sonrisa nueva. Una de verdad.
Una que ya no lo necesite.
Así dijo, con voz apenas audible, como quien repite una oración que ya no cree.
Sin embargo, no sintió que lo estuviera haciendo. El día no la llenaba. No cuando él ya no estaba.
Entonces miró.
Miró bien la distancia entre la orilla de aquel mundo—el que compartieron—y la caída hacia el mar.
No lo pensó mucho. Las diosas también pueden actuar sin pensar, cuando el dolor las empuja.
Solo lo hizo.
Se balanceó.
Y en cada vaivén, soltó una palabra.
Un recuerdo.
Como un susurro que no era para nadie más, solo para la naturaleza que la rodeaba.
No hubo una expresión clara en su rostro, pero sus ojos hinchados hablaban de una pesadilla aún despierta.
No todas las diosas sueltan así.
Solo ella.
Ella, la de la eterna juventud, la que ama como si el corazón nunca pudiera romperse… hasta que lo hace.
Ella es quien elige soltar despierta, con memoria y voz.
Por eso, con los ojos cerrados y el alma expuesta, empezó a contar:
—Uno... dos... ¡Tres!—
Y al alcanzar el punto más alto del balanceo, como si rozara el borde entre el ayer y el quizás, se arrojó.
No como quien huye. Sino como quien empieza a liberar.
El agua la recibió con un golpe frío.
Su grito fue mezcla de euforia y quebranto.
Y en medio del temblor, la primera confesión salió de su boca como un pétalo desgarrado:
—Lo encontré por casualidad... Ese día estaba buscando cualquier animal doméstico para adoptar... ¡Quería un amigo fiel! Saber que había un tigre tan hermoso, pues... pequé de impulsiva... ¡Lo acepto, vaaale!
Y el mar guardó ese recuerdo.
No lo arrojó todo.
Solo la primera pieza.
Las demás vendrán, día a día, hasta que ya no duela.
Hasta que, en lugar de lágrimas, quede solo una sonrisa nueva. Una de verdad.
Una que ya no lo necesite.
饾棓饾椊饾椏饾椉饾槂饾棽饾棸饾椀饾棶饾椏 饾棽饾椆 饾棻饾椂饾棶.
Así dijo, con voz apenas audible, como quien repite una oración que ya no cree.
Sin embargo, no sintió que lo estuviera haciendo. El día no la llenaba. No cuando él ya no estaba.
Entonces miró.
Miró bien la distancia entre la orilla de aquel mundo—el que compartieron—y la caída hacia el mar.
No lo pensó mucho. Las diosas también pueden actuar sin pensar, cuando el dolor las empuja.
Solo lo hizo.
Se balanceó.
Y en cada vaivén, soltó una palabra.
Un recuerdo.
Como un susurro que no era para nadie más, solo para la naturaleza que la rodeaba.
No hubo una expresión clara en su rostro, pero sus ojos hinchados hablaban de una pesadilla aún despierta.
No todas las diosas sueltan así.
Solo ella.
Ella, la de la eterna juventud, la que ama como si el corazón nunca pudiera romperse… hasta que lo hace.
Ella es quien elige soltar despierta, con memoria y voz.
Por eso, con los ojos cerrados y el alma expuesta, empezó a contar:
—Uno... dos... ¡Tres!—
Y al alcanzar el punto más alto del balanceo, como si rozara el borde entre el ayer y el quizás, se arrojó.
No como quien huye. Sino como quien empieza a liberar.
El agua la recibió con un golpe frío.
Su grito fue mezcla de euforia y quebranto.
Y en medio del temblor, la primera confesión salió de su boca como un pétalo desgarrado:
—Lo encontré por casualidad... Ese día estaba buscando cualquier animal doméstico para adoptar... ¡Quería un amigo fiel! Saber que había un tigre tan hermoso, pues... pequé de impulsiva... ¡Lo acepto, vaaale!
Y el mar guardó ese recuerdo.
No lo arrojó todo.
Solo la primera pieza.
Las demás vendrán, día a día, hasta que ya no duela.
Hasta que, en lugar de lágrimas, quede solo una sonrisa nueva. Una de verdad.
Una que ya no lo necesite.
