En un rincón donde el tiempo ya no canta, donde el eco no responde y la sombra no teme a la luz, existe un lugar sin nombre. No pertenece al mundo, ni al inframundo, ni al recuerdo. Está suspendido entre el todo y la nada, donde dos fuerzas contrarias se miraron sin miedo… y en vez de destruirse, crearon.

Allí, la oscuridad no devora; se pliega suavemente sobre la luz. Y la luz no hiere; apenas roza los bordes del abismo con ternura. La frialdad de ese lugar no congela; reconforta. Hay en ella una calidez extraña, como la mano de alguien que conoce el final pero aún decide quedarse.

Fue construido lejos de lo humano, lejos del murmullo de las almas que buscan consuelo. Pero no está aislado. Desde su umbral, se contempla la vida con una cercanía que no es presencia, pero tampoco ausencia. Como si cada nacimiento y cada último suspiro pasaran rozando sus paredes, dejando detrás un aroma invisible.

Ella camina por ese espacio sin peso, sin nombre, con la calma de quien ha soltado la urgencia. Allí no cose destinos, no corta hilos, no juzga. Solo observa. Escucha. Y cuando el silencio le habla, ella responde con el silencio también.

Ese lugar es su refugio. Nacido del choque de opuestos, tejido con lo que el mundo no entiende: la armonía imposible entre el principio y el fin.
En un rincón donde el tiempo ya no canta, donde el eco no responde y la sombra no teme a la luz, existe un lugar sin nombre. No pertenece al mundo, ni al inframundo, ni al recuerdo. Está suspendido entre el todo y la nada, donde dos fuerzas contrarias se miraron sin miedo… y en vez de destruirse, crearon. Allí, la oscuridad no devora; se pliega suavemente sobre la luz. Y la luz no hiere; apenas roza los bordes del abismo con ternura. La frialdad de ese lugar no congela; reconforta. Hay en ella una calidez extraña, como la mano de alguien que conoce el final pero aún decide quedarse. Fue construido lejos de lo humano, lejos del murmullo de las almas que buscan consuelo. Pero no está aislado. Desde su umbral, se contempla la vida con una cercanía que no es presencia, pero tampoco ausencia. Como si cada nacimiento y cada último suspiro pasaran rozando sus paredes, dejando detrás un aroma invisible. Ella camina por ese espacio sin peso, sin nombre, con la calma de quien ha soltado la urgencia. Allí no cose destinos, no corta hilos, no juzga. Solo observa. Escucha. Y cuando el silencio le habla, ella responde con el silencio también. Ese lugar es su refugio. Nacido del choque de opuestos, tejido con lo que el mundo no entiende: la armonía imposible entre el principio y el fin.
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