El sol del mediodía filtraba su luz a través de las densas copas del bosque. Caelard caminaba en silencio, sus botas apenas haciendo crujir las hojas secas bajo sus pasos. El peso de su gabardina blanca y su capa oscura ondeaba levemente al ritmo de la brisa, y sus ojos —verdes, con pupilas afiladas como cuchillas— vigilaban cada movimiento entre los árboles.
Fue entonces cuando los escuchó: gritos desesperados y el sonido de alas batiendo con furia. Un grupo de viajeros, desarmados y vulnerables, estaba siendo atacado por una bandada de arpías que descendía en picado, rasgando y chillando como demonios del viento.
Caelard no dudó.
Su látigo surgió de su cinturón como una extensión viva de su voluntad, emitiendo destellos de energía radiante con cada latigazo. Cada golpe era preciso: alas partidas, garras destrozadas, cuerpos de arpías cayendo al suelo en espirales sangrientas. En medio del caos, Caelard se movía con una danza sombría y elegante, el sol tiñendo su figura de un resplandor casi irreal.
Una de las arpías más grandes descendió en un último intento de cazarlo. Caelard alzó su mano, su espada flotante respondió al llamado, cruzando el aire como una flecha brillante para atravesarla en pleno vuelo.
Los viajeros miraban, atónitos, sin entender si era su salvador o un espectro del bosque.
Sin decir palabra, Caelard recogió su espada, la limpió con un movimiento elegante, y se volteó hacia el cielo. Murmuró unas palabras antiguas en un idioma olvidado, y de las sombras surgió una parvada de murciélagos que lo envolvió. En un parpadeo, su figura desapareció entre los animales nocturnos, dejando solo un susurro en el viento...
**"No todo lo oscuro desea devorarlos."**
Y el bosque volvió a ser silencio.
Fue entonces cuando los escuchó: gritos desesperados y el sonido de alas batiendo con furia. Un grupo de viajeros, desarmados y vulnerables, estaba siendo atacado por una bandada de arpías que descendía en picado, rasgando y chillando como demonios del viento.
Caelard no dudó.
Su látigo surgió de su cinturón como una extensión viva de su voluntad, emitiendo destellos de energía radiante con cada latigazo. Cada golpe era preciso: alas partidas, garras destrozadas, cuerpos de arpías cayendo al suelo en espirales sangrientas. En medio del caos, Caelard se movía con una danza sombría y elegante, el sol tiñendo su figura de un resplandor casi irreal.
Una de las arpías más grandes descendió en un último intento de cazarlo. Caelard alzó su mano, su espada flotante respondió al llamado, cruzando el aire como una flecha brillante para atravesarla en pleno vuelo.
Los viajeros miraban, atónitos, sin entender si era su salvador o un espectro del bosque.
Sin decir palabra, Caelard recogió su espada, la limpió con un movimiento elegante, y se volteó hacia el cielo. Murmuró unas palabras antiguas en un idioma olvidado, y de las sombras surgió una parvada de murciélagos que lo envolvió. En un parpadeo, su figura desapareció entre los animales nocturnos, dejando solo un susurro en el viento...
**"No todo lo oscuro desea devorarlos."**
Y el bosque volvió a ser silencio.
El sol del mediodía filtraba su luz a través de las densas copas del bosque. Caelard caminaba en silencio, sus botas apenas haciendo crujir las hojas secas bajo sus pasos. El peso de su gabardina blanca y su capa oscura ondeaba levemente al ritmo de la brisa, y sus ojos —verdes, con pupilas afiladas como cuchillas— vigilaban cada movimiento entre los árboles.
Fue entonces cuando los escuchó: gritos desesperados y el sonido de alas batiendo con furia. Un grupo de viajeros, desarmados y vulnerables, estaba siendo atacado por una bandada de arpías que descendía en picado, rasgando y chillando como demonios del viento.
Caelard no dudó.
Su látigo surgió de su cinturón como una extensión viva de su voluntad, emitiendo destellos de energía radiante con cada latigazo. Cada golpe era preciso: alas partidas, garras destrozadas, cuerpos de arpías cayendo al suelo en espirales sangrientas. En medio del caos, Caelard se movía con una danza sombría y elegante, el sol tiñendo su figura de un resplandor casi irreal.
Una de las arpías más grandes descendió en un último intento de cazarlo. Caelard alzó su mano, su espada flotante respondió al llamado, cruzando el aire como una flecha brillante para atravesarla en pleno vuelo.
Los viajeros miraban, atónitos, sin entender si era su salvador o un espectro del bosque.
Sin decir palabra, Caelard recogió su espada, la limpió con un movimiento elegante, y se volteó hacia el cielo. Murmuró unas palabras antiguas en un idioma olvidado, y de las sombras surgió una parvada de murciélagos que lo envolvió. En un parpadeo, su figura desapareció entre los animales nocturnos, dejando solo un susurro en el viento...
**"No todo lo oscuro desea devorarlos."**
Y el bosque volvió a ser silencio.

