El claro guardaba un silencio pesado, roto solo por el sonido tenue de garras escarbando la tierra húmeda. Bajo capas de musgo, raíces entrelazadas y siglos de olvido, Lysandra yacía sellada en una prisión de cristal natural, su cuerpo preservado por un hechizo antiguo que había resistido el paso del tiempo.

Un pequeño zorro, herido y exhausto, cavaba con desesperación. Su pelaje, manchado de sangre, temblaba con cada movimiento débil. No guiado por razón, sino por un instinto primitivo, algo en su interior lo arrastraba hacia ese punto olvidado del bosque, donde la magia antigua aún susurraba en la tierra.

Era 1950. El mundo había cambiado de formas que la vieja magia jamás pudo prever. Las guerras, el dolor humano, y la indiferencia hacia lo natural habían debilitado las barreras que protegían el sello. La vida titilante del pequeño zorro, su lucha por sobrevivir, fue la chispa que el destino eligió para romper el equilibrio.

Con un crujido sordo, la cúpula de cristal comenzó a resquebrajarse. Grietas finas se extendieron como telarañas, dejando escapar un primer soplo de aire antiguo. Lysandra, atrapada en un letargo profundo, sintió cómo el frío real se apoderaba de sus pulmones olvidados. Su pecho se alzó en un movimiento torpe, buscando un aliento que no sabía que necesitaba.

Sus párpados temblaron antes de abrirse lentamente. La luz del claro, distinta y ajena, inundó sus ojos. Instintivamente, su mano emergió de la tierra removida, temblorosa, como la de un recién nacido.

El zorro, exhausto por su esfuerzo, se desplomó junto a ella, jadeando débilmente.

Con lentitud, Lysandra giró su rostro hacia la pequeña criatura, comprendiendo, en un nivel más profundo que las palabras, el sacrificio que había hecho por ella.
El la había liberado.
Y ahora, ella no permitiría que su historia terminara así.
El claro guardaba un silencio pesado, roto solo por el sonido tenue de garras escarbando la tierra húmeda. Bajo capas de musgo, raíces entrelazadas y siglos de olvido, Lysandra yacía sellada en una prisión de cristal natural, su cuerpo preservado por un hechizo antiguo que había resistido el paso del tiempo. Un pequeño zorro, herido y exhausto, cavaba con desesperación. Su pelaje, manchado de sangre, temblaba con cada movimiento débil. No guiado por razón, sino por un instinto primitivo, algo en su interior lo arrastraba hacia ese punto olvidado del bosque, donde la magia antigua aún susurraba en la tierra. Era 1950. El mundo había cambiado de formas que la vieja magia jamás pudo prever. Las guerras, el dolor humano, y la indiferencia hacia lo natural habían debilitado las barreras que protegían el sello. La vida titilante del pequeño zorro, su lucha por sobrevivir, fue la chispa que el destino eligió para romper el equilibrio. Con un crujido sordo, la cúpula de cristal comenzó a resquebrajarse. Grietas finas se extendieron como telarañas, dejando escapar un primer soplo de aire antiguo. Lysandra, atrapada en un letargo profundo, sintió cómo el frío real se apoderaba de sus pulmones olvidados. Su pecho se alzó en un movimiento torpe, buscando un aliento que no sabía que necesitaba. Sus párpados temblaron antes de abrirse lentamente. La luz del claro, distinta y ajena, inundó sus ojos. Instintivamente, su mano emergió de la tierra removida, temblorosa, como la de un recién nacido. El zorro, exhausto por su esfuerzo, se desplomó junto a ella, jadeando débilmente. Con lentitud, Lysandra giró su rostro hacia la pequeña criatura, comprendiendo, en un nivel más profundo que las palabras, el sacrificio que había hecho por ella. El la había liberado. Y ahora, ella no permitiría que su historia terminara así.
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