Atropos estaba sentada en su taburete habitual, el cuerpo inclinado hacia adelante, concentrada en el lienzo. El retrato a medias era poco más que un boceto, trazos duros y líneas precisas que delineaban el rostro de Asclepius. No era ternura lo que guiaba su mano, sino la costumbre de recordar aquello que, de algún modo, le había alterado el curso.

Dejó el pincel a un lado. Se limpió las manos en el borde de su túnica sin pensar, los ojos fijos en la figura incompleta frente a ella.

Suspiró, casi con fastidio, y alzó la voz, apenas un murmullo en la sala vacía.

—Asclepius... En tu nombre te invoco... como lo hacen los hombres... —susurró, dejando que el anhelo impregnara cada sílaba—. Ven aquí.... Ven a este lugar donde la frialdad congela mi corazón sin tu presencia..

No era súplica, ni anhelo. Era una invocación práctica, como quien llama a una herramienta necesaria, una fuerza útil.

El silencio que siguió no le molestó. Atropos simplemente esperó, paciente, el vago tirón en el tejido del mundo que anunciaría su llegada. Si algo se agitó en su pecho, un eco remoto de otra vida, lo enterró sin darle importancia.

Ella no era de las que se permitían sentir más de lo necesario. Pero sabía que con él las cosas eran diferentes, aunque temía admitirlo a ella misma.
Atropos estaba sentada en su taburete habitual, el cuerpo inclinado hacia adelante, concentrada en el lienzo. El retrato a medias era poco más que un boceto, trazos duros y líneas precisas que delineaban el rostro de Asclepius. No era ternura lo que guiaba su mano, sino la costumbre de recordar aquello que, de algún modo, le había alterado el curso. Dejó el pincel a un lado. Se limpió las manos en el borde de su túnica sin pensar, los ojos fijos en la figura incompleta frente a ella. Suspiró, casi con fastidio, y alzó la voz, apenas un murmullo en la sala vacía. —Asclepius... En tu nombre te invoco... como lo hacen los hombres... —susurró, dejando que el anhelo impregnara cada sílaba—. Ven aquí.... Ven a este lugar donde la frialdad congela mi corazón sin tu presencia.. No era súplica, ni anhelo. Era una invocación práctica, como quien llama a una herramienta necesaria, una fuerza útil. El silencio que siguió no le molestó. Atropos simplemente esperó, paciente, el vago tirón en el tejido del mundo que anunciaría su llegada. Si algo se agitó en su pecho, un eco remoto de otra vida, lo enterró sin darle importancia. Ella no era de las que se permitían sentir más de lo necesario. Pero sabía que con él las cosas eran diferentes, aunque temía admitirlo a ella misma.
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