Bajo el cielo claro del mediodía, Caelard caminaba solo hacia el corazón del bosque, donde las sombras más viejas y putrefactas del mundo se reunían: el nido vampírico de la región. Durante meses, había tolerado su existencia, eligiendo no provocar una guerra abierta... pero ya era suficiente.

Sus pasos resonaban firmes mientras el viento agitaba su capa negra y la luz del sol acariciaba su gabardina blanca. No había intención de sigilo; no esta vez. Con un gesto fluido, desenrolló su látigo imbuido de energía radiante, el cual chisporroteó como una serpiente viva en su mano.

Cuando los primeros sirvientes —vampiros rasos, humanos corrompidos, y bestias deformes— se arrojaron sobre él, Caelard no se detuvo. Con movimientos elegantes y brutales, su látigo destrozó filas enteras, arrancando carne, quemando hueso, reduciendo a polvo todo aquello que osara acercarse. Cada golpe era preciso, cada grieta de energía iluminaba el campo de batalla como relámpagos en plena tormenta.

Sangre negra y roja empapaba el terreno cuando Caelard llegó a las puertas principales del nido. Sus ojos, ahora completamente teñidos de rojo intenso, reflejaban la furia contenida y la resolución de siglos de tragedia heredada.

Los líderes aguardaban adentro: antiguos vampiros, poderosos y astutos. Pero Caelard no dudó. De un tirón, su espada mágica flotante se colocó en su mano libre, vibrando con un zumbido sediento. Con movimientos fluidos y mortales, combinó su látigo y su espada en una danza de destrucción absoluta. Cada líder caía, uno tras otro, sin misericordia, sin palabras, sólo con la fría justicia de quien ha visto demasiado dolor.

Cuando el último líder cayó de rodillas, derrotado, Caelard limpió la sangre de su espada y caminó hasta la sala del consejo, donde un antiguo espejo mágico transmitía reuniones entre los nidos vampíricos de la región.

Se plantó frente al espejo, observando cómo múltiples rostros pálidos y sorprendidos se reunían al otro lado, mirándolo con horror.

Con voz firme, serena pero cargada de una promesa de venganza, Caelard habló:

—Escuchad bien... No hay más advertencias. No hay más treguas. —Sus ojos rojos brillaron como carbones encendidos—. Yo soy **Caelard Blad Teppesh**, y uno por uno, vendré por ustedes. No habrá escondite. No habrá redención. Solo el fin.

Y con un movimiento seco de su capa, rompió el espejo en mil fragmentos, declarando la guerra final a todos los horrores de la noche.
La cacería había comenzado.
Bajo el cielo claro del mediodía, Caelard caminaba solo hacia el corazón del bosque, donde las sombras más viejas y putrefactas del mundo se reunían: el nido vampírico de la región. Durante meses, había tolerado su existencia, eligiendo no provocar una guerra abierta... pero ya era suficiente. Sus pasos resonaban firmes mientras el viento agitaba su capa negra y la luz del sol acariciaba su gabardina blanca. No había intención de sigilo; no esta vez. Con un gesto fluido, desenrolló su látigo imbuido de energía radiante, el cual chisporroteó como una serpiente viva en su mano. Cuando los primeros sirvientes —vampiros rasos, humanos corrompidos, y bestias deformes— se arrojaron sobre él, Caelard no se detuvo. Con movimientos elegantes y brutales, su látigo destrozó filas enteras, arrancando carne, quemando hueso, reduciendo a polvo todo aquello que osara acercarse. Cada golpe era preciso, cada grieta de energía iluminaba el campo de batalla como relámpagos en plena tormenta. Sangre negra y roja empapaba el terreno cuando Caelard llegó a las puertas principales del nido. Sus ojos, ahora completamente teñidos de rojo intenso, reflejaban la furia contenida y la resolución de siglos de tragedia heredada. Los líderes aguardaban adentro: antiguos vampiros, poderosos y astutos. Pero Caelard no dudó. De un tirón, su espada mágica flotante se colocó en su mano libre, vibrando con un zumbido sediento. Con movimientos fluidos y mortales, combinó su látigo y su espada en una danza de destrucción absoluta. Cada líder caía, uno tras otro, sin misericordia, sin palabras, sólo con la fría justicia de quien ha visto demasiado dolor. Cuando el último líder cayó de rodillas, derrotado, Caelard limpió la sangre de su espada y caminó hasta la sala del consejo, donde un antiguo espejo mágico transmitía reuniones entre los nidos vampíricos de la región. Se plantó frente al espejo, observando cómo múltiples rostros pálidos y sorprendidos se reunían al otro lado, mirándolo con horror. Con voz firme, serena pero cargada de una promesa de venganza, Caelard habló: —Escuchad bien... No hay más advertencias. No hay más treguas. —Sus ojos rojos brillaron como carbones encendidos—. Yo soy **Caelard Blad Teppesh**, y uno por uno, vendré por ustedes. No habrá escondite. No habrá redención. Solo el fin. Y con un movimiento seco de su capa, rompió el espejo en mil fragmentos, declarando la guerra final a todos los horrores de la noche. La cacería había comenzado.
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