Las calles estaban envueltas en bruma. El aire era espeso, como si la ciudad contuviera el aliento. Nadie salía después del anochecer, no desde que los vampiros habían reclamado los callejones.
Y entonces, un grito.
Agudo. Pequeño. Humano.
Una niña de no más de ocho años corría entre las sombras, sus pasos resonaban desesperados. Cuatro figuras la perseguían, ojos rojos brillando, lenguas relamiendo colmillos.
—Vamos, pequeña —susurró uno con voz rasposa—. No dolerá mucho… al principio.
Ella tropezó. Cayó de rodillas. Ellos rieron.
Pero el sonido que vino después no fue risa. Fue un **latido metálico**, profundo como un tambor de guerra, y el eco de un **acero desenvainado sin que nadie lo tocara**.
Una figura apareció entre la niebla.
**Pelo largo, medio rojizo, ojos verdes con pupilas felinas**. Gabardina blanca ondeando al viento, capa negra como la muerte. Su espada flotaba en el aire, temblando de furia contenida.
—Ya basta —dijo. Su voz era baja, pero detenía el tiempo.
Uno de los vampiros se lanzó. La espada voló en espiral y lo atravesó en el pecho. El cuerpo estalló en cenizas con un destello de luz negra. Los otros tres retrocedieron, gruñendo.
Caelard avanzó. Cada paso suyo resonaba como una promesa.
—¿Tú también eres uno de nosotros? —le escupió otro vampiro.
Caelard no respondió. Solo desenrolló su látigo, **cargado de energía radiante**, y lo hizo chasquear. La luz bañó las paredes como si el sol hubiera despertado un instante.
—Soy lo que no deberían haber dejado vivir —susurró, y se lanzó como una sombra viva.
Lo siguiente fue un torbellino de acero encantado y gritos silenciados por la purificación. Cuando el último vampiro cayó, la niebla comenzó a disiparse.
La niña temblaba. Caelard se arrodilló frente a ella, envainando su espada por el aire. No dijo una palabra. Solo le tendió la mano.
—¿Estás… bien? —preguntó la niña, sin saber si temerle o abrazarlo.
Caelard asintió con una leve sonrisa.
—La noche no es de ellos, pequeña… no mientras yo camine en ella.
Y entonces, un grito.
Agudo. Pequeño. Humano.
Una niña de no más de ocho años corría entre las sombras, sus pasos resonaban desesperados. Cuatro figuras la perseguían, ojos rojos brillando, lenguas relamiendo colmillos.
—Vamos, pequeña —susurró uno con voz rasposa—. No dolerá mucho… al principio.
Ella tropezó. Cayó de rodillas. Ellos rieron.
Pero el sonido que vino después no fue risa. Fue un **latido metálico**, profundo como un tambor de guerra, y el eco de un **acero desenvainado sin que nadie lo tocara**.
Una figura apareció entre la niebla.
**Pelo largo, medio rojizo, ojos verdes con pupilas felinas**. Gabardina blanca ondeando al viento, capa negra como la muerte. Su espada flotaba en el aire, temblando de furia contenida.
—Ya basta —dijo. Su voz era baja, pero detenía el tiempo.
Uno de los vampiros se lanzó. La espada voló en espiral y lo atravesó en el pecho. El cuerpo estalló en cenizas con un destello de luz negra. Los otros tres retrocedieron, gruñendo.
Caelard avanzó. Cada paso suyo resonaba como una promesa.
—¿Tú también eres uno de nosotros? —le escupió otro vampiro.
Caelard no respondió. Solo desenrolló su látigo, **cargado de energía radiante**, y lo hizo chasquear. La luz bañó las paredes como si el sol hubiera despertado un instante.
—Soy lo que no deberían haber dejado vivir —susurró, y se lanzó como una sombra viva.
Lo siguiente fue un torbellino de acero encantado y gritos silenciados por la purificación. Cuando el último vampiro cayó, la niebla comenzó a disiparse.
La niña temblaba. Caelard se arrodilló frente a ella, envainando su espada por el aire. No dijo una palabra. Solo le tendió la mano.
—¿Estás… bien? —preguntó la niña, sin saber si temerle o abrazarlo.
Caelard asintió con una leve sonrisa.
—La noche no es de ellos, pequeña… no mientras yo camine en ella.
Las calles estaban envueltas en bruma. El aire era espeso, como si la ciudad contuviera el aliento. Nadie salía después del anochecer, no desde que los vampiros habían reclamado los callejones.
Y entonces, un grito.
Agudo. Pequeño. Humano.
Una niña de no más de ocho años corría entre las sombras, sus pasos resonaban desesperados. Cuatro figuras la perseguían, ojos rojos brillando, lenguas relamiendo colmillos.
—Vamos, pequeña —susurró uno con voz rasposa—. No dolerá mucho… al principio.
Ella tropezó. Cayó de rodillas. Ellos rieron.
Pero el sonido que vino después no fue risa. Fue un **latido metálico**, profundo como un tambor de guerra, y el eco de un **acero desenvainado sin que nadie lo tocara**.
Una figura apareció entre la niebla.
**Pelo largo, medio rojizo, ojos verdes con pupilas felinas**. Gabardina blanca ondeando al viento, capa negra como la muerte. Su espada flotaba en el aire, temblando de furia contenida.
—Ya basta —dijo. Su voz era baja, pero detenía el tiempo.
Uno de los vampiros se lanzó. La espada voló en espiral y lo atravesó en el pecho. El cuerpo estalló en cenizas con un destello de luz negra. Los otros tres retrocedieron, gruñendo.
Caelard avanzó. Cada paso suyo resonaba como una promesa.
—¿Tú también eres uno de nosotros? —le escupió otro vampiro.
Caelard no respondió. Solo desenrolló su látigo, **cargado de energía radiante**, y lo hizo chasquear. La luz bañó las paredes como si el sol hubiera despertado un instante.
—Soy lo que no deberían haber dejado vivir —susurró, y se lanzó como una sombra viva.
Lo siguiente fue un torbellino de acero encantado y gritos silenciados por la purificación. Cuando el último vampiro cayó, la niebla comenzó a disiparse.
La niña temblaba. Caelard se arrodilló frente a ella, envainando su espada por el aire. No dijo una palabra. Solo le tendió la mano.
—¿Estás… bien? —preguntó la niña, sin saber si temerle o abrazarlo.
Caelard asintió con una leve sonrisa.
—La noche no es de ellos, pequeña… no mientras yo camine en ella.
