La ciudad abajo rugía como una bestia insomne. Desde la azotea cubierta de niebla y plantas secas, Atropos observaba en silencio. Las luces de los autos parpadeaban como luciérnagas modernas, sin saber que algunas de esas llamas estaban por apagarse.
Su invernadero nocturno crujía con el viento. No era un jardín vivo, sino una colección de plantas que se negaban a morir, flores marchitas que aún sostenían sus colores por capricho o por respeto. Entre ellas, un pequeño altar improvisado: una taza rota, un reloj sin manecillas y un carrete de hilo dorado.
Atropos tomó el hilo con delicadeza, como si fuera de cristal. Sus dedos avanzaron sin prisa. Sintió un tirón… alguien, en algún rincón del mundo, estaba al borde. Un niño enfermo. Un viejo asesino. Una mujer cansada. Las posibilidades eran infinitas, pero el hilo sólo conducía a uno.
Cerró los ojos.
Escuchó el susurro del viento y, por un instante, el tic-tac inexistente del reloj muerto pareció reactivarse. Dudó.
Eso era nuevo.
Entonces, una mariposa negra aterrizó en su hombro. No traía mensaje, solo presencia. Ella entendió. El momento había llegado.
Abrió los ojos. El hilo brilló tenuemente bajo la luz de una farola lejana. Las tijeras doradas aparecieron en su mano, como si hubieran estado allí desde siempre.
"Ahora," murmuró.
Corte limpio. Silencio.
La ciudad no notó nada. Un suspiro menos. Un corazón que ya no lucha.
Atropos volvió a sentarse entre las sombras y las plantas que no morían. Afuera, el viento aullaba. Dentro, el tiempo se enredaba otra vez.
Y ella esperaba. Siempre espera.
Su invernadero nocturno crujía con el viento. No era un jardín vivo, sino una colección de plantas que se negaban a morir, flores marchitas que aún sostenían sus colores por capricho o por respeto. Entre ellas, un pequeño altar improvisado: una taza rota, un reloj sin manecillas y un carrete de hilo dorado.
Atropos tomó el hilo con delicadeza, como si fuera de cristal. Sus dedos avanzaron sin prisa. Sintió un tirón… alguien, en algún rincón del mundo, estaba al borde. Un niño enfermo. Un viejo asesino. Una mujer cansada. Las posibilidades eran infinitas, pero el hilo sólo conducía a uno.
Cerró los ojos.
Escuchó el susurro del viento y, por un instante, el tic-tac inexistente del reloj muerto pareció reactivarse. Dudó.
Eso era nuevo.
Entonces, una mariposa negra aterrizó en su hombro. No traía mensaje, solo presencia. Ella entendió. El momento había llegado.
Abrió los ojos. El hilo brilló tenuemente bajo la luz de una farola lejana. Las tijeras doradas aparecieron en su mano, como si hubieran estado allí desde siempre.
"Ahora," murmuró.
Corte limpio. Silencio.
La ciudad no notó nada. Un suspiro menos. Un corazón que ya no lucha.
Atropos volvió a sentarse entre las sombras y las plantas que no morían. Afuera, el viento aullaba. Dentro, el tiempo se enredaba otra vez.
Y ella esperaba. Siempre espera.
La ciudad abajo rugía como una bestia insomne. Desde la azotea cubierta de niebla y plantas secas, Atropos observaba en silencio. Las luces de los autos parpadeaban como luciérnagas modernas, sin saber que algunas de esas llamas estaban por apagarse.
Su invernadero nocturno crujía con el viento. No era un jardín vivo, sino una colección de plantas que se negaban a morir, flores marchitas que aún sostenían sus colores por capricho o por respeto. Entre ellas, un pequeño altar improvisado: una taza rota, un reloj sin manecillas y un carrete de hilo dorado.
Atropos tomó el hilo con delicadeza, como si fuera de cristal. Sus dedos avanzaron sin prisa. Sintió un tirón… alguien, en algún rincón del mundo, estaba al borde. Un niño enfermo. Un viejo asesino. Una mujer cansada. Las posibilidades eran infinitas, pero el hilo sólo conducía a uno.
Cerró los ojos.
Escuchó el susurro del viento y, por un instante, el tic-tac inexistente del reloj muerto pareció reactivarse. Dudó.
Eso era nuevo.
Entonces, una mariposa negra aterrizó en su hombro. No traía mensaje, solo presencia. Ella entendió. El momento había llegado.
Abrió los ojos. El hilo brilló tenuemente bajo la luz de una farola lejana. Las tijeras doradas aparecieron en su mano, como si hubieran estado allí desde siempre.
"Ahora," murmuró.
Corte limpio. Silencio.
La ciudad no notó nada. Un suspiro menos. Un corazón que ya no lucha.
Atropos volvió a sentarse entre las sombras y las plantas que no morían. Afuera, el viento aullaba. Dentro, el tiempo se enredaba otra vez.
Y ella esperaba. Siempre espera.


