[Pastelería "Dulce Encanto", 9:37 a.m.]
El sol se colaba entre las cortinas a rayas de la habitación de Elizabeth, dibujando líneas doradas sobre su cama desordenada. En el suelo, un par de medias desparejadas, un cuaderno con garabatos de nuevos postres, y un sombrero de chef a medio caer de una silla.
Un bip bip insistente rompió la paz de la mañana. Elizabeth, enredada en las sábanas como una croissant mal enrollada, soltó un quejido ahogado. Estiró el brazo torpemente hasta encontrar el reloj... y al ver la hora, abrió los ojos de golpe.
—¡¿Las nueve y media?! —chilló, saliendo disparada de la cama como si hubiera visto un fantasma con hambre de macarons.
Tropezó con su propio pie, maldijo en voz baja, y corrió hacia la cocina todavía en pijama, recogiendo el cabello en un moño desordenado mientras lanzaba órdenes al aire, como si los utensilios pudieran obedecerla.
—¡Horno encendido, vitrina limpia, masa de hojaldre fuera del refrigerador...! Ay, por Merlín, olvidé hacer los éclairs.
Mientras encendía la cafetera con una mano y sacaba bandejas con la otra, un gato blanco con manchas grises —su fiel y perezoso compañero, Mousse— la observaba desde el mostrador con la dignidad de un crítico culinario.
—No me mires así, Mousse, tú tampoco hiciste nada para despertarme.
Al cabo de unos minutos, los primeros aromas de vainilla, canela y café comenzaron a llenar la pastelería, y Elizabeth, ya más tranquila, abrió la puerta principal con un suspiro y una sonrisa algo culpable.
—Vale... abrimos tarde, pero abrimos con sabor.
Un par de clientas habituales ya esperaban fuera. Una le guiñó el ojo.
—¿Soñando con macarons otra vez?
—Algo así —respondió Elizabeth, riendo mientras sonaba la campanita de entrada.
El sol se colaba entre las cortinas a rayas de la habitación de Elizabeth, dibujando líneas doradas sobre su cama desordenada. En el suelo, un par de medias desparejadas, un cuaderno con garabatos de nuevos postres, y un sombrero de chef a medio caer de una silla.
Un bip bip insistente rompió la paz de la mañana. Elizabeth, enredada en las sábanas como una croissant mal enrollada, soltó un quejido ahogado. Estiró el brazo torpemente hasta encontrar el reloj... y al ver la hora, abrió los ojos de golpe.
—¡¿Las nueve y media?! —chilló, saliendo disparada de la cama como si hubiera visto un fantasma con hambre de macarons.
Tropezó con su propio pie, maldijo en voz baja, y corrió hacia la cocina todavía en pijama, recogiendo el cabello en un moño desordenado mientras lanzaba órdenes al aire, como si los utensilios pudieran obedecerla.
—¡Horno encendido, vitrina limpia, masa de hojaldre fuera del refrigerador...! Ay, por Merlín, olvidé hacer los éclairs.
Mientras encendía la cafetera con una mano y sacaba bandejas con la otra, un gato blanco con manchas grises —su fiel y perezoso compañero, Mousse— la observaba desde el mostrador con la dignidad de un crítico culinario.
—No me mires así, Mousse, tú tampoco hiciste nada para despertarme.
Al cabo de unos minutos, los primeros aromas de vainilla, canela y café comenzaron a llenar la pastelería, y Elizabeth, ya más tranquila, abrió la puerta principal con un suspiro y una sonrisa algo culpable.
—Vale... abrimos tarde, pero abrimos con sabor.
Un par de clientas habituales ya esperaban fuera. Una le guiñó el ojo.
—¿Soñando con macarons otra vez?
—Algo así —respondió Elizabeth, riendo mientras sonaba la campanita de entrada.
[Pastelería "Dulce Encanto", 9:37 a.m.]
El sol se colaba entre las cortinas a rayas de la habitación de Elizabeth, dibujando líneas doradas sobre su cama desordenada. En el suelo, un par de medias desparejadas, un cuaderno con garabatos de nuevos postres, y un sombrero de chef a medio caer de una silla.
Un bip bip insistente rompió la paz de la mañana. Elizabeth, enredada en las sábanas como una croissant mal enrollada, soltó un quejido ahogado. Estiró el brazo torpemente hasta encontrar el reloj... y al ver la hora, abrió los ojos de golpe.
—¡¿Las nueve y media?! —chilló, saliendo disparada de la cama como si hubiera visto un fantasma con hambre de macarons.
Tropezó con su propio pie, maldijo en voz baja, y corrió hacia la cocina todavía en pijama, recogiendo el cabello en un moño desordenado mientras lanzaba órdenes al aire, como si los utensilios pudieran obedecerla.
—¡Horno encendido, vitrina limpia, masa de hojaldre fuera del refrigerador...! Ay, por Merlín, olvidé hacer los éclairs.
Mientras encendía la cafetera con una mano y sacaba bandejas con la otra, un gato blanco con manchas grises —su fiel y perezoso compañero, Mousse— la observaba desde el mostrador con la dignidad de un crítico culinario.
—No me mires así, Mousse, tú tampoco hiciste nada para despertarme.
Al cabo de unos minutos, los primeros aromas de vainilla, canela y café comenzaron a llenar la pastelería, y Elizabeth, ya más tranquila, abrió la puerta principal con un suspiro y una sonrisa algo culpable.
—Vale... abrimos tarde, pero abrimos con sabor.
Un par de clientas habituales ya esperaban fuera. Una le guiñó el ojo.
—¿Soñando con macarons otra vez?
—Algo así —respondió Elizabeth, riendo mientras sonaba la campanita de entrada.
