Después de un día colmado de pequeños placeres —tan sencillos como respirar sin preocupaciones o reírse al ver la forma absurda en que caen los pétalos del almendro—, la diosa se recostó al fin en el mundo que más le pertenecía: los sueños. No los de los mortales, no los impuestos por los dioses... sino aquellos que brotaban de su corazón eterno, que brillaban con el mismo color dorado del néctar que solía servir en los banquetes del Olimpo.
Sus pies apenas rozaban la nada. Una nube dorada le sirvió de trono, mullida y tibia, mientras los dados de Hermes danzaban a su alrededor como luciérnagas juguetonas, lanzando destellos de buena suerte, de infancia, de travesura divina.
Con una sonrisa suave, casi traviesa, invocó a su compañera más leal: la pequeña lira, que apareció entre sus manos como si hubiera estado esperándola. Sus dedos tocaron las cuerdas con ternura, y el sonido que brotó no fue nota ni palabra. Fue una brisa de luz rozando campanillas de cristal en descenso, un saludo cálido desde el alma misma del amanecer.
Inspiró hondo, y el tamborileo de su corazón marcó el compás como golpecitos en la superficie de un estanque dormido.
«Dices que nadie te sueña~ Dices que nadie te adora~ mmm~ Entonces me pregunto: ¿Qué soy yo entonces?»
Su voz no era de este mundo. Tenía la textura del azúcar derretida bajo el sol, la resonancia de un recuerdo que siempre hace sonreír.
Las cuerdas respondieron a su canto con un juego encantado: sonaron como el tintinear de cucharas de plata chocando suavemente en una cocina celestial, curiosas, como niños que observan al dios solitario desde la distancia.
«Dices que no puedes soñar~ entonces te invito hoy, a soñar conmigo, querido Morfeo~»
Aquel nombre fue pronunciado como si fuera un regalo envuelto en cintas de luz. Y la lira se volvió puro murmullo: el suspiro de una estrella cayendo al mar, una brizna de viento que pasa entre cortinas de lino en una siesta de verano. Los sonidos se enroscaban como humo dorado, ascendiendo y envolviendo el firmamento con una dulzura tan pura que rompía.
«Gracias por tanto, yo~ quisiera darte mil oportunidades de soñar, soña-ar ar~»
Sus dedos no tocaban cuerdas: acariciaban cuencos de cristal flotando sobre agua tibia, cada vibración una ofrenda de esperanza, cada acorde un pétalo lanzado al altar invisible de un dios olvidado.
Pensó en él: en su sombra distante, en su andar sereno, en ese peso de eternidad que a veces ella podía ver en sus ojos —cuando nadie lo notaba—. Y al recordar su infancia, cuando Morfeo era un dios lejano y silencioso, las notas se volvieron más íntimas: como el crujido de una caja de música olvidada, como la risa que no se escucha pero se intuye en el eco de un sueño.
«Ahora ya no soy tan pequeña, y creo que entiendo que la eternidad que padeces no es tan divertida como la mía...»
Las cuerdas respondieron como cintas de seda que se desenrollan en el aire, girando suaves sobre columnas de luz.
«…así que~ te propongo disfrutar de mi lugar para intentar ir un poco en contra de las reglas, sé rebelde, sé libre y disfruta de mi luz...»
El ritmo cambió, y por un instante, fue el galopar lento de un unicornio sobre campos de algodón, tan suave como la risa de un ser amado al volver del olvido.
El manto de Morfeo que la había cubierto todo su sueño diurno y actual, aunque ausente aun sin el presente, se sentía cerca. Como si su presencia se moldeara entre cada acorde, cada respiro, cada palabra.
«Disfruta la canción, mi lira y la sensación, que hoy te toca soñar despierto a ti, protector de ensueño~»
Y al final, su voz se volvió plegaria:
una gota de miel cayendo sobre la herida más escondida,
un beso sin labios,
una estrella que no muere,
una caricia que no pide nada.
«Tal vez no sea un sueño físico... Tal vez~ no es lo que pensabas...
Pero... aunque sea déjame soñar contigo, y soñar que te dejas querer un poquito más~»
La última nota no se oyó. SE SINTIÓ.
Como si el universo contuviera el aliento por un instante.
Esperaba que pudiera siquiera conseguir ser un dios dormido, y que aunque, le hubiese causado motivos para sonreír, en un tiempo ya finalizando el día cotidiano.
Sus pies apenas rozaban la nada. Una nube dorada le sirvió de trono, mullida y tibia, mientras los dados de Hermes danzaban a su alrededor como luciérnagas juguetonas, lanzando destellos de buena suerte, de infancia, de travesura divina.
Con una sonrisa suave, casi traviesa, invocó a su compañera más leal: la pequeña lira, que apareció entre sus manos como si hubiera estado esperándola. Sus dedos tocaron las cuerdas con ternura, y el sonido que brotó no fue nota ni palabra. Fue una brisa de luz rozando campanillas de cristal en descenso, un saludo cálido desde el alma misma del amanecer.
Inspiró hondo, y el tamborileo de su corazón marcó el compás como golpecitos en la superficie de un estanque dormido.
«Dices que nadie te sueña~ Dices que nadie te adora~ mmm~ Entonces me pregunto: ¿Qué soy yo entonces?»
Su voz no era de este mundo. Tenía la textura del azúcar derretida bajo el sol, la resonancia de un recuerdo que siempre hace sonreír.
Las cuerdas respondieron a su canto con un juego encantado: sonaron como el tintinear de cucharas de plata chocando suavemente en una cocina celestial, curiosas, como niños que observan al dios solitario desde la distancia.
«Dices que no puedes soñar~ entonces te invito hoy, a soñar conmigo, querido Morfeo~»
Aquel nombre fue pronunciado como si fuera un regalo envuelto en cintas de luz. Y la lira se volvió puro murmullo: el suspiro de una estrella cayendo al mar, una brizna de viento que pasa entre cortinas de lino en una siesta de verano. Los sonidos se enroscaban como humo dorado, ascendiendo y envolviendo el firmamento con una dulzura tan pura que rompía.
«Gracias por tanto, yo~ quisiera darte mil oportunidades de soñar, soña-ar ar~»
Sus dedos no tocaban cuerdas: acariciaban cuencos de cristal flotando sobre agua tibia, cada vibración una ofrenda de esperanza, cada acorde un pétalo lanzado al altar invisible de un dios olvidado.
Pensó en él: en su sombra distante, en su andar sereno, en ese peso de eternidad que a veces ella podía ver en sus ojos —cuando nadie lo notaba—. Y al recordar su infancia, cuando Morfeo era un dios lejano y silencioso, las notas se volvieron más íntimas: como el crujido de una caja de música olvidada, como la risa que no se escucha pero se intuye en el eco de un sueño.
«Ahora ya no soy tan pequeña, y creo que entiendo que la eternidad que padeces no es tan divertida como la mía...»
Las cuerdas respondieron como cintas de seda que se desenrollan en el aire, girando suaves sobre columnas de luz.
«…así que~ te propongo disfrutar de mi lugar para intentar ir un poco en contra de las reglas, sé rebelde, sé libre y disfruta de mi luz...»
El ritmo cambió, y por un instante, fue el galopar lento de un unicornio sobre campos de algodón, tan suave como la risa de un ser amado al volver del olvido.
El manto de Morfeo que la había cubierto todo su sueño diurno y actual, aunque ausente aun sin el presente, se sentía cerca. Como si su presencia se moldeara entre cada acorde, cada respiro, cada palabra.
«Disfruta la canción, mi lira y la sensación, que hoy te toca soñar despierto a ti, protector de ensueño~»
Y al final, su voz se volvió plegaria:
una gota de miel cayendo sobre la herida más escondida,
un beso sin labios,
una estrella que no muere,
una caricia que no pide nada.
«Tal vez no sea un sueño físico... Tal vez~ no es lo que pensabas...
Pero... aunque sea déjame soñar contigo, y soñar que te dejas querer un poquito más~»
La última nota no se oyó. SE SINTIÓ.
Como si el universo contuviera el aliento por un instante.
Esperaba que pudiera siquiera conseguir ser un dios dormido, y que aunque, le hubiese causado motivos para sonreír, en un tiempo ya finalizando el día cotidiano.
Después de un día colmado de pequeños placeres —tan sencillos como respirar sin preocupaciones o reírse al ver la forma absurda en que caen los pétalos del almendro—, la diosa se recostó al fin en el mundo que más le pertenecía: los sueños. No los de los mortales, no los impuestos por los dioses... sino aquellos que brotaban de su corazón eterno, que brillaban con el mismo color dorado del néctar que solía servir en los banquetes del Olimpo.
Sus pies apenas rozaban la nada. Una nube dorada le sirvió de trono, mullida y tibia, mientras los dados de Hermes danzaban a su alrededor como luciérnagas juguetonas, lanzando destellos de buena suerte, de infancia, de travesura divina.
Con una sonrisa suave, casi traviesa, invocó a su compañera más leal: la pequeña lira, que apareció entre sus manos como si hubiera estado esperándola. Sus dedos tocaron las cuerdas con ternura, y el sonido que brotó no fue nota ni palabra. Fue una brisa de luz rozando campanillas de cristal en descenso, un saludo cálido desde el alma misma del amanecer.
Inspiró hondo, y el tamborileo de su corazón marcó el compás como golpecitos en la superficie de un estanque dormido.
«Dices que nadie te sueña~ Dices que nadie te adora~ mmm~ Entonces me pregunto: ¿Qué soy yo entonces?»
Su voz no era de este mundo. Tenía la textura del azúcar derretida bajo el sol, la resonancia de un recuerdo que siempre hace sonreír.
Las cuerdas respondieron a su canto con un juego encantado: sonaron como el tintinear de cucharas de plata chocando suavemente en una cocina celestial, curiosas, como niños que observan al dios solitario desde la distancia.
«Dices que no puedes soñar~ entonces te invito hoy, a soñar conmigo, querido Morfeo~»
Aquel nombre fue pronunciado como si fuera un regalo envuelto en cintas de luz. Y la lira se volvió puro murmullo: el suspiro de una estrella cayendo al mar, una brizna de viento que pasa entre cortinas de lino en una siesta de verano. Los sonidos se enroscaban como humo dorado, ascendiendo y envolviendo el firmamento con una dulzura tan pura que rompía.
«Gracias por tanto, yo~ quisiera darte mil oportunidades de soñar, soña-ar ar~»
Sus dedos no tocaban cuerdas: acariciaban cuencos de cristal flotando sobre agua tibia, cada vibración una ofrenda de esperanza, cada acorde un pétalo lanzado al altar invisible de un dios olvidado.
Pensó en él: en su sombra distante, en su andar sereno, en ese peso de eternidad que a veces ella podía ver en sus ojos —cuando nadie lo notaba—. Y al recordar su infancia, cuando Morfeo era un dios lejano y silencioso, las notas se volvieron más íntimas: como el crujido de una caja de música olvidada, como la risa que no se escucha pero se intuye en el eco de un sueño.
«Ahora ya no soy tan pequeña, y creo que entiendo que la eternidad que padeces no es tan divertida como la mía...»
Las cuerdas respondieron como cintas de seda que se desenrollan en el aire, girando suaves sobre columnas de luz.
«…así que~ te propongo disfrutar de mi lugar para intentar ir un poco en contra de las reglas, sé rebelde, sé libre y disfruta de mi luz...»
El ritmo cambió, y por un instante, fue el galopar lento de un unicornio sobre campos de algodón, tan suave como la risa de un ser amado al volver del olvido.
El manto de Morfeo que la había cubierto todo su sueño diurno y actual, aunque ausente aun sin el presente, se sentía cerca. Como si su presencia se moldeara entre cada acorde, cada respiro, cada palabra.
«Disfruta la canción, mi lira y la sensación, que hoy te toca soñar despierto a ti, protector de ensueño~»
Y al final, su voz se volvió plegaria:
una gota de miel cayendo sobre la herida más escondida,
un beso sin labios,
una estrella que no muere,
una caricia que no pide nada.
«Tal vez no sea un sueño físico... Tal vez~ no es lo que pensabas...
Pero... aunque sea déjame soñar contigo, y soñar que te dejas querer un poquito más~»
La última nota no se oyó. SE SINTIÓ.
Como si el universo contuviera el aliento por un instante.
Esperaba que pudiera siquiera conseguir ser un dios dormido, y que aunque, le hubiese causado motivos para sonreír, en un tiempo ya finalizando el día cotidiano.

