El viento salado acariciaba su rostro, pero Nerina no lo sentía como otras veces. Esa tarde, el mar no le ofrecía consuelo, sino un llamado. Con los labios apretados y el corazón palpitando de frustración, se despojó de su vestido floral y lo dejó caer sobre la roca. No era habitual verla así… con los ojos encendidos y los hombros tensos.

Sin mirar atrás, se lanzó al agua.

La transformación fue casi inmediata. Su piel brilló bajo el reflejo azul, sus piernas se fundieron en una larga cola perlada y su respiración se volvió fluida, natural. En el agua, era otra. Más fuerte. Más libre.

Nadó con rapidez, ignorando las voces mentales que intentaban calmarla. No quería pensar. No quería recordar lo que la había hecho salir así, sin aviso, sin palabras. Sólo sabía que tenía que moverse. Tenía que liberar esa presión que le ardía en el pecho.

Al llegar al umbral del reino de Aelira, los corales luminosos se abrieron a su paso como si reconocieran su esencia. Los centinelas acuáticos le hicieron una reverencia, pero ella apenas los miró.

—¿Nerina? —La voz de Thalira, suave como la corriente, la alcanzó desde lo alto del arrecife.

Su madre descendió con elegancia, la cola ondulando como una sombra brillante entre las aguas. Al ver el rostro de su hija, supo que algo no iba bien.

—Necesito entrenar —dijo Nerina sin preámbulo, con la mandíbula apretada—. No quiero hablar... sólo entrenar.

Thalira no insistió. Asintió con seriedad y se colocó a su lado. Madre e hija nadaron juntas hacia la caverna de batalla, un espacio sagrado dentro del reino, oculto entre columnas de piedra marina.

—Como desees —murmuró su madre mientras sus ojos se oscurecían con concentración—. Pero recuerda, hija mía… el agua no solo limpia heridas, también revela las que aún no quieres ver.

Y entonces comenzó. El entrenamiento fue intenso, casi feroz. Nerina luchaba contra las corrientes que Thalira manipulaba, esquivaba embestidas, contraatacaba con movimientos llenos de rabia contenida. Su magia estallaba en ráfagas de agua afilada, brillando como cuchillas líquidas bajo la luz de los corales.

No era solo una práctica. Era una liberación.

Y aunque no dijera nada, Thalira sabía que algo o alguien en tierra había herido a su hija. Así que la dejaba soltarlo… en golpes, giros y estallidos de energía.

Quizás, cuando terminara, el agua se lo llevaría. O quizás no.

Pero al menos, en lo profundo del mar, Nerina podía ser ella misma sin esconder el huracán que a veces habitaba en su pecho.
El viento salado acariciaba su rostro, pero Nerina no lo sentía como otras veces. Esa tarde, el mar no le ofrecía consuelo, sino un llamado. Con los labios apretados y el corazón palpitando de frustración, se despojó de su vestido floral y lo dejó caer sobre la roca. No era habitual verla así… con los ojos encendidos y los hombros tensos. Sin mirar atrás, se lanzó al agua. La transformación fue casi inmediata. Su piel brilló bajo el reflejo azul, sus piernas se fundieron en una larga cola perlada y su respiración se volvió fluida, natural. En el agua, era otra. Más fuerte. Más libre. Nadó con rapidez, ignorando las voces mentales que intentaban calmarla. No quería pensar. No quería recordar lo que la había hecho salir así, sin aviso, sin palabras. Sólo sabía que tenía que moverse. Tenía que liberar esa presión que le ardía en el pecho. Al llegar al umbral del reino de Aelira, los corales luminosos se abrieron a su paso como si reconocieran su esencia. Los centinelas acuáticos le hicieron una reverencia, pero ella apenas los miró. —¿Nerina? —La voz de Thalira, suave como la corriente, la alcanzó desde lo alto del arrecife. Su madre descendió con elegancia, la cola ondulando como una sombra brillante entre las aguas. Al ver el rostro de su hija, supo que algo no iba bien. —Necesito entrenar —dijo Nerina sin preámbulo, con la mandíbula apretada—. No quiero hablar... sólo entrenar. Thalira no insistió. Asintió con seriedad y se colocó a su lado. Madre e hija nadaron juntas hacia la caverna de batalla, un espacio sagrado dentro del reino, oculto entre columnas de piedra marina. —Como desees —murmuró su madre mientras sus ojos se oscurecían con concentración—. Pero recuerda, hija mía… el agua no solo limpia heridas, también revela las que aún no quieres ver. Y entonces comenzó. El entrenamiento fue intenso, casi feroz. Nerina luchaba contra las corrientes que Thalira manipulaba, esquivaba embestidas, contraatacaba con movimientos llenos de rabia contenida. Su magia estallaba en ráfagas de agua afilada, brillando como cuchillas líquidas bajo la luz de los corales. No era solo una práctica. Era una liberación. Y aunque no dijera nada, Thalira sabía que algo o alguien en tierra había herido a su hija. Así que la dejaba soltarlo… en golpes, giros y estallidos de energía. Quizás, cuando terminara, el agua se lo llevaría. O quizás no. Pero al menos, en lo profundo del mar, Nerina podía ser ella misma sin esconder el huracán que a veces habitaba en su pecho.
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