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Había llegado un nuevo pastor a la iglesia. Su presencia no pasó desapercibida: voz cálida, rostro amable, una figura que inspiraba confianza incluso en los más escépticos. Pero algo en él, algo oculto bajo la sotana impecablemente planchada, inquietaba.

¿Cuando la última vez que pisó una iglesia? Quizá más de un año atrás… y no por fe. Estaba allí por una razón: deshacerse de alguien, un contratista principal de la familia Di Conti, su familia.

— Fratelli e sorelle, siamo qui oggi riuniti per rendere omaggio e commemorare con devozione la Santa Domenica, giorno del Signore, fonte di luce e di grazia per tutti noi.

Sabía cómo interpretar su papel. Le gustaba. Jugar al santo, al pastor entregado. Con su mirada ámbar suave, casi melosa, y una sonrisa que coqueteaba con la inocencia, observaba el ritual como un espectáculo privado.

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Era Domingo de Resurrección. La iglesia desbordaba de fieles, cientos de cuerpos apretujados bajo la cúpula dorada, expectantes por recibir la hostia y el vino.

El cuerpo y la sangre de Cristo.

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El caos no tardó en llegar.
Un grito desgarró el aire. Un hombre cayó al suelo, convulsionando violentamente frente al altar. El pánico se esparció como pólvora entre los bancos. Voces, llantos, carreras desesperadas.

Ryan sin embargo se mantuvo quieto. Observando con interés como aquel cuerpo se movía frenéticamente hasta que después de un corto tiempo, dejo de hacerlo.

Si lo hubiera matado hace tres días... ¿Ese hombre hubiera revivido?

Fue la única cosa que se cuestionó antes de abandonar aquella iglesia. Había recibido un mensaje nuevo, nada bueno.

Cierta alemana había desaparecido dejando todo a cargo a él. Era hora de volver al trabajo.
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