Todo es rojo.

No por la sangre, aún, sino por la lámpara encendida del estudio, filtrando su luz sobre las paredes como si el infierno respirara desde ahí dentro. Matthew está de pie, con los zapatos empapados. ¿Agua? ¿Sangre? No lo sabe. La alfombra está húmeda y el silencio es tan espeso que casi ahoga.

Ve a su padre al fondo del cuarto. Lo mismo de siempre: copa en mano, cigarro encendido, sombra alargada. Pero en esta pesadilla, su figura es más grande, más oscura, como si ocupara todo el espacio. Su voz no suena normal. Resuena dentro de su cráneo.

—Sigues teniendo la cara de ella...

Matthew tiembla. Tiene 16 años otra vez. Más flaco. Más callado. Más asustado.

—Esa cara mestiza, sucia —gruñe su padre, girándose para enfrentarlo—. Esa maldita mirada rasgada que me recuerda que cometí el peor error de mi vida.

Las palabras se clavan como cuchillas. Matthew retrocede, pero sus pies no se mueven. El suelo lo traga.

—¿Sabes lo que eras para mí? —escupe su padre, acercándose paso a paso—. Un trato. Una alianza. Una carga con ojos oscuros que siempre lloraba en las noches. Ni siquiera sabes pelear como un verdadero británico. Llevas la debilidad de tu madre en cada maldito gesto.

El estudio cambia. Las paredes gotean. Las botellas se rompen solas.

Matthew intenta hablar. No puede.

Su padre sonríe. Esa sonrisa.

—¿Te conté cómo la maté? Cómo me rogó por ti, incluso sabiendo que eras una decepción. Me miró como si aún creyera que podías salvarte. Patética hasta el último segundo.

Y entonces Matthew ve el rostro de su madre, borroso, como en una fotografía que se moja con la lluvia. Ve su cabello oscuro, su voz suave que apenas susurra: "Corre, Matthew..."

Bang.

Un disparo. De la nada.

Pero el arma está en su mano. Pesada. Cálida.

Su padre cae. Pero no muere. Lo mira desde el suelo, sangrando y sonriendo.

—Eres igual a mí.

Matthew grita.

Se despierta de golpe.
Todo es rojo. No por la sangre, aún, sino por la lámpara encendida del estudio, filtrando su luz sobre las paredes como si el infierno respirara desde ahí dentro. Matthew está de pie, con los zapatos empapados. ¿Agua? ¿Sangre? No lo sabe. La alfombra está húmeda y el silencio es tan espeso que casi ahoga. Ve a su padre al fondo del cuarto. Lo mismo de siempre: copa en mano, cigarro encendido, sombra alargada. Pero en esta pesadilla, su figura es más grande, más oscura, como si ocupara todo el espacio. Su voz no suena normal. Resuena dentro de su cráneo. —Sigues teniendo la cara de ella... Matthew tiembla. Tiene 16 años otra vez. Más flaco. Más callado. Más asustado. —Esa cara mestiza, sucia —gruñe su padre, girándose para enfrentarlo—. Esa maldita mirada rasgada que me recuerda que cometí el peor error de mi vida. Las palabras se clavan como cuchillas. Matthew retrocede, pero sus pies no se mueven. El suelo lo traga. —¿Sabes lo que eras para mí? —escupe su padre, acercándose paso a paso—. Un trato. Una alianza. Una carga con ojos oscuros que siempre lloraba en las noches. Ni siquiera sabes pelear como un verdadero británico. Llevas la debilidad de tu madre en cada maldito gesto. El estudio cambia. Las paredes gotean. Las botellas se rompen solas. Matthew intenta hablar. No puede. Su padre sonríe. Esa sonrisa. —¿Te conté cómo la maté? Cómo me rogó por ti, incluso sabiendo que eras una decepción. Me miró como si aún creyera que podías salvarte. Patética hasta el último segundo. Y entonces Matthew ve el rostro de su madre, borroso, como en una fotografía que se moja con la lluvia. Ve su cabello oscuro, su voz suave que apenas susurra: "Corre, Matthew..." Bang. Un disparo. De la nada. Pero el arma está en su mano. Pesada. Cálida. Su padre cae. Pero no muere. Lo mira desde el suelo, sangrando y sonriendo. —Eres igual a mí. Matthew grita. Se despierta de golpe.
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