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π‘ƒπ‘œπ‘Ÿπ‘žπ‘’π‘’ π‘Žπ‘ π‘– π‘“π‘’π‘’π‘Ÿπ‘œπ‘› π‘™π‘œπ‘  π‘π‘œπ‘¦π‘œπ‘‘π‘’π‘ : π‘π‘Žπ‘π‘–π‘‘π‘œπ‘  𝑑𝑒𝑙 β„Žπ‘Žπ‘šπ‘π‘Ÿπ‘’, π‘π‘Ÿπ‘–π‘Žπ‘‘π‘œπ‘  𝑒𝑛 𝑒𝑙 π‘£π‘–π‘π‘–π‘œ 𝑦 π‘π‘œπ‘›π‘‘π‘’π‘›π‘Žπ‘‘π‘œπ‘  π‘π‘œπ‘Ÿ π‘™π‘Ž π‘Žπ‘šπ‘π‘–π‘π‘–π‘œπ‘›.
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Bandidos. Así les decían entre las grandes ciudades, que solo eran canallas y pobres diablos muertos de hambre. Pero las personas, esas que sufrieron sus ataques y que apenas sobrevivían, los llamaban monstruos, heraldos de la desgracia.

A simple vista no eran muy distintos a otros grupos de bandidos; llegaban, saqueaban, mataban a alguien y luego huían. Lo que los hizo diferentes fue la malicia con la que actuaban; torturar y matar, solamente para conseguir dinero y gastarlo en apuestas, y para satisfacer una desagradable morbosidad.

Comerciantes asaltados a mitad de camino, trenes abordados e inocentes secuestrados. Rehenes, víctimas de sus burlas violentas. Pero toda esa malicia debía de tener un porqué, una razón debía haber para justificar un actuar tan desagradable. Sin embargo la verdad era cruda. Tal vez honor, tal vez orgullo, un deseo inmenso de respeto o el anhelo de reconocimiento.

-No tiene caso atribuirles valores a los coyotes... Al final del día siguen siendo unos animales; nacen con hambre, crecen para satisfacerse y morirán con tal de nunca sentir hambre de nuevo.

El sheriff Mccarthy, viejo pero astuto, cuelga el último de los carteles de búsqueda en su pared. Siete hombres, distintos en apariencia pero igual de aberrantes, cuya recompensa era lo suficientemente gorda para llamar la atención de los cazarrecompensas y adecuada para unos "bandalos cualquiera". Pero no eran bandalos cualquiera, no eran niños armados y mucho menos ebrios violentos. Se hacían llamar la banda de los coyotes carmesí.

Los odia. Mientras ellos vivan, incluso si solo quedan uno o dos, él vivirá en una eterna cacería de coyotes.
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