**En una bodega abandonada en las afueras de la ciudad...**

Los rusos estaban reunidos, fumando y bebiendo, seguros de que el trabajo ya estaba hecho. Se reían entre ellos, recordando cómo habían dejado a ese viejo inválido en el suelo, sin posibilidad de devolver el golpe.

Pero entonces, la puerta de la bodega se abrió con un chirrido metálico.

Takeru entró.

No llevaba su usual saco. Solo una camisa negra arremangada y sus pantalones de vestir. Sus pasos resonaron en el suelo de concreto. En su rostro, ninguna emoción. No rabia, no odio… solo una certeza fría e inquebrantable.

—¿Qué carajo…? —Uno de los rusos se puso de pie, sorprendido.

Takeru no respondió. No necesitaba hacerlo.

Antes de que pudieran reaccionar, él ya estaba encima del primero. Un derechazo a la mandíbula lo mandó al suelo de inmediato, sin darle tiempo de levantarse.

El segundo intentó desenfundar un arma, pero la mano de Takeru la atrapó antes de que pudiera apuntar. Un giro rápido, y el crujido del hueso resonó en la bodega. El ruso gritó, cayendo de rodillas.

—¡Mierda, dispárenle! —gritó otro, pero fue demasiado tarde.

Takeru ya estaba sobre él. Lo desarmó con un movimiento brutal, hundiendo su puño en su estómago. El hombre se desplomó, vomitando bilis.

El último, el líder, intentó correr. Pero Takeru lo alcanzó con calma. Lo tomó por el cuello de la chaqueta y lo estrelló contra la pared.

—¿Pensaste que me iba a quedar quieto después de lo que hicieron? —susurró, su voz baja y cortante como una cuchilla.

El ruso intentó balbucear algo, pero Takeru no lo dejó. Su puño impactó contra su rostro, una, dos, tres veces. Cada golpe tenía el peso de su humillación, de su dolor, de la advertencia de que nadie lo volvería a tratar como un hombre acabado.

Cuando lo soltó, el ruso cayó al suelo, jadeando, su cara irreconocible.

Takeru miró a los hombres en el suelo, retorciéndose en dolor. No los mató. No lo necesitaba. Su mensaje estaba claro.

Se acomodó la camisa y salió de la bodega sin mirar atrás.
**En una bodega abandonada en las afueras de la ciudad...** Los rusos estaban reunidos, fumando y bebiendo, seguros de que el trabajo ya estaba hecho. Se reían entre ellos, recordando cómo habían dejado a ese viejo inválido en el suelo, sin posibilidad de devolver el golpe. Pero entonces, la puerta de la bodega se abrió con un chirrido metálico. Takeru entró. No llevaba su usual saco. Solo una camisa negra arremangada y sus pantalones de vestir. Sus pasos resonaron en el suelo de concreto. En su rostro, ninguna emoción. No rabia, no odio… solo una certeza fría e inquebrantable. —¿Qué carajo…? —Uno de los rusos se puso de pie, sorprendido. Takeru no respondió. No necesitaba hacerlo. Antes de que pudieran reaccionar, él ya estaba encima del primero. Un derechazo a la mandíbula lo mandó al suelo de inmediato, sin darle tiempo de levantarse. El segundo intentó desenfundar un arma, pero la mano de Takeru la atrapó antes de que pudiera apuntar. Un giro rápido, y el crujido del hueso resonó en la bodega. El ruso gritó, cayendo de rodillas. —¡Mierda, dispárenle! —gritó otro, pero fue demasiado tarde. Takeru ya estaba sobre él. Lo desarmó con un movimiento brutal, hundiendo su puño en su estómago. El hombre se desplomó, vomitando bilis. El último, el líder, intentó correr. Pero Takeru lo alcanzó con calma. Lo tomó por el cuello de la chaqueta y lo estrelló contra la pared. —¿Pensaste que me iba a quedar quieto después de lo que hicieron? —susurró, su voz baja y cortante como una cuchilla. El ruso intentó balbucear algo, pero Takeru no lo dejó. Su puño impactó contra su rostro, una, dos, tres veces. Cada golpe tenía el peso de su humillación, de su dolor, de la advertencia de que nadie lo volvería a tratar como un hombre acabado. Cuando lo soltó, el ruso cayó al suelo, jadeando, su cara irreconocible. Takeru miró a los hombres en el suelo, retorciéndose en dolor. No los mató. No lo necesitaba. Su mensaje estaba claro. Se acomodó la camisa y salió de la bodega sin mirar atrás.
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