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De alguna forma, de algún lugar, soy capaz de escucharlo: el rebote de los dados, la emoción de los dioses, complementados por el ritmo vigorizante de tambores ancestrales, anunciando el inicio de un juego donde la suerte hacía la gran diferencia. O tal vez era mi cansancio, jugando con mis sentidos y retorciendo el sonido de la lluvia que me acompaña en mi cacería actual.
El agua escurre por todo mi equipamiento, arrastrando los restos de la sangre y la mugre que complementan mi camuflaje olfativo, hasta llegar al suelo para convertirlo en barro. ¿Importa? No realmente. Aunque no sabría decir si disfruto la lluvia o no; el aroma a tierra mojada se mezcla con el penetrante olor a tripas de duende; la humedad genera barro, mismo que amenaza con robar el equilibrio de mi postura al jugar con la firmeza de mis pisadas.
No importa, cambiarlo es imposible, y mi prioridad sigue siendo liquidar a esos engendros. El agua apagó la antorcha. La desventaja numérica se ve complementada por la falta de visión. La tormenta me brindó un relámpago, fueron segundos suficientes para contarlos: tres duendes; una lanza, un garrote y una daga; creo que hay tres metros entre nosotros.
Podría volver a la aldea, tomar una lámpara y volver... No, ellos me podrían seguir. Puedo intentar pelear a oscuras, pero ellos son capaces de ver sin tener que recurrir a una luz. Otro relámpago, otra oportunidad para ver sus repugnantes rostros que se regocijan por la soberbia.
¿Qué debería hacer? Matarlos. La verdadera cuestión es el cómo. La lluvia, aunque fuerte, no logra esconder sus pasos; el chapoteo del barro bajo sus pies descalzos, puedo oírlo. Puedo hacerme una idea de por dónde vienen. Con eso basta. Ahora no pienses, actúa.
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Que giren los dados. Yo mataré duendes.
(1/???)
De alguna forma, de algún lugar, soy capaz de escucharlo: el rebote de los dados, la emoción de los dioses, complementados por el ritmo vigorizante de tambores ancestrales, anunciando el inicio de un juego donde la suerte hacía la gran diferencia. O tal vez era mi cansancio, jugando con mis sentidos y retorciendo el sonido de la lluvia que me acompaña en mi cacería actual.
El agua escurre por todo mi equipamiento, arrastrando los restos de la sangre y la mugre que complementan mi camuflaje olfativo, hasta llegar al suelo para convertirlo en barro. ¿Importa? No realmente. Aunque no sabría decir si disfruto la lluvia o no; el aroma a tierra mojada se mezcla con el penetrante olor a tripas de duende; la humedad genera barro, mismo que amenaza con robar el equilibrio de mi postura al jugar con la firmeza de mis pisadas.
No importa, cambiarlo es imposible, y mi prioridad sigue siendo liquidar a esos engendros. El agua apagó la antorcha. La desventaja numérica se ve complementada por la falta de visión. La tormenta me brindó un relámpago, fueron segundos suficientes para contarlos: tres duendes; una lanza, un garrote y una daga; creo que hay tres metros entre nosotros.
Podría volver a la aldea, tomar una lámpara y volver... No, ellos me podrían seguir. Puedo intentar pelear a oscuras, pero ellos son capaces de ver sin tener que recurrir a una luz. Otro relámpago, otra oportunidad para ver sus repugnantes rostros que se regocijan por la soberbia.
¿Qué debería hacer? Matarlos. La verdadera cuestión es el cómo. La lluvia, aunque fuerte, no logra esconder sus pasos; el chapoteo del barro bajo sus pies descalzos, puedo oírlo. Puedo hacerme una idea de por dónde vienen. Con eso basta. Ahora no pienses, actúa.
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Que giren los dados. Yo mataré duendes.
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De alguna forma, de algún lugar, soy capaz de escucharlo: el rebote de los dados, la emoción de los dioses, complementados por el ritmo vigorizante de tambores ancestrales, anunciando el inicio de un juego donde la suerte hacía la gran diferencia. O tal vez era mi cansancio, jugando con mis sentidos y retorciendo el sonido de la lluvia que me acompaña en mi cacería actual.
El agua escurre por todo mi equipamiento, arrastrando los restos de la sangre y la mugre que complementan mi camuflaje olfativo, hasta llegar al suelo para convertirlo en barro. ¿Importa? No realmente. Aunque no sabría decir si disfruto la lluvia o no; el aroma a tierra mojada se mezcla con el penetrante olor a tripas de duende; la humedad genera barro, mismo que amenaza con robar el equilibrio de mi postura al jugar con la firmeza de mis pisadas.
No importa, cambiarlo es imposible, y mi prioridad sigue siendo liquidar a esos engendros. El agua apagó la antorcha. La desventaja numérica se ve complementada por la falta de visión. La tormenta me brindó un relámpago, fueron segundos suficientes para contarlos: tres duendes; una lanza, un garrote y una daga; creo que hay tres metros entre nosotros.
Podría volver a la aldea, tomar una lámpara y volver... No, ellos me podrían seguir. Puedo intentar pelear a oscuras, pero ellos son capaces de ver sin tener que recurrir a una luz. Otro relámpago, otra oportunidad para ver sus repugnantes rostros que se regocijan por la soberbia.
¿Qué debería hacer? Matarlos. La verdadera cuestión es el cómo. La lluvia, aunque fuerte, no logra esconder sus pasos; el chapoteo del barro bajo sus pies descalzos, puedo oírlo. Puedo hacerme una idea de por dónde vienen. Con eso basta. Ahora no pienses, actúa.
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Que giren los dados. Yo mataré duendes.
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