### **La Noche de los Titanes**
El **Gran Hotel Imperial de Tokio** resplandecía bajo la luz de cientos de candelabros de cristal. En el salón principal, techos dorados reflejaban el resplandor de las lámparas de araña, mientras alfombras de terciopelo rojo amortiguaban los pasos de los magnates y combatientes que llenaban la estancia. Era una noche de lujo, pero también de tensión.
Los empresarios más poderosos de Japón se paseaban con sus mejores trajes, acompañados de guardaespaldas y asistentes. Algunos intercambiaban sonrisas y brindaban con copas de champán, otros se observaban con miradas afiladas, midiendo a sus futuros rivales. Esta gala no era solo una celebración, era la antesala de la guerra.
En el centro del salón, una enorme mesa de caoba estaba decorada con centros de flores exóticas y bandejas de los platillos más exclusivos. Wagyu de la más alta calidad, mariscos traídos del otro lado del mundo, caviar servido en pequeñas cucharas de oro. El vino fluía sin cesar, mientras los meseros, vestidos impecablemente de negro, se deslizaban entre los asistentes con la precisión de una coreografía bien ensayada.
Takeru, vestido con un traje negro a la medida, ajustó su corbata con incomodidad. No estaba acostumbrado a este tipo de eventos. Se sentía fuera de lugar rodeado de multimillonarios y jefes de la yakuza, pero sabía que debía estar ahí.
—Te ves como un maldito pingüino—murmuró Christopher, su entrenador, apoyado contra una columna con un cigarro entre los labios.
Takeru resopló. —Y tú como si hubieras salido de un callejón.
Christopher sonrió con sorna. A diferencia de los demás, él solo llevaba una camisa blanca abierta en el cuello y una chaqueta oscura algo arrugada.
La conversación se interrumpió cuando un repique de copas llamó la atención de todos. En el estrado, un hombre mayor con un porte imponente alzó su copa de vino. Su cabello plateado estaba peinado con precisión y su mirada fría evaluaba a cada persona en la sala.
—Bienvenidos—su voz resonó con autoridad—. Hoy damos inicio al **Torneo Kengan**, la batalla definitiva para decidir quién realmente controla la economía de Japón.
Las conversaciones se apagaron.
—Las reglas son simples—continuó—. Para ganar, el oponente debe **rendirse, quedar inconsciente o morir**. No hay límites de tiempo ni árbitros que detengan la pelea. Solo hay una restricción: **las armas están prohibidas**. Todo lo demás… es válido.
Hubo un murmullo en la multitud. Algunos sonrieron con ambición, otros mantuvieron sus expresiones impasibles.
—Así que disfruten esta velada—concluyó el hombre—. Bañémonos en el lujo antes de que comience el verdadero infierno.
Con un leve movimiento de la muñeca, brindó y bebió un sorbo.
El ambiente cambió de inmediato. Las apuestas comenzaron a hacerse entre murmullos, empresarios estrechaban manos sellando acuerdos en la sombra, y los combatientes se miraban unos a otros, evaluando a sus futuros oponentes.
Takeru tomó una copa de vino, pero no bebió. En su interior, una sensación de adrenalina comenzaba a burbujear.
La caza había comenzado.
El **Gran Hotel Imperial de Tokio** resplandecía bajo la luz de cientos de candelabros de cristal. En el salón principal, techos dorados reflejaban el resplandor de las lámparas de araña, mientras alfombras de terciopelo rojo amortiguaban los pasos de los magnates y combatientes que llenaban la estancia. Era una noche de lujo, pero también de tensión.
Los empresarios más poderosos de Japón se paseaban con sus mejores trajes, acompañados de guardaespaldas y asistentes. Algunos intercambiaban sonrisas y brindaban con copas de champán, otros se observaban con miradas afiladas, midiendo a sus futuros rivales. Esta gala no era solo una celebración, era la antesala de la guerra.
En el centro del salón, una enorme mesa de caoba estaba decorada con centros de flores exóticas y bandejas de los platillos más exclusivos. Wagyu de la más alta calidad, mariscos traídos del otro lado del mundo, caviar servido en pequeñas cucharas de oro. El vino fluía sin cesar, mientras los meseros, vestidos impecablemente de negro, se deslizaban entre los asistentes con la precisión de una coreografía bien ensayada.
Takeru, vestido con un traje negro a la medida, ajustó su corbata con incomodidad. No estaba acostumbrado a este tipo de eventos. Se sentía fuera de lugar rodeado de multimillonarios y jefes de la yakuza, pero sabía que debía estar ahí.
—Te ves como un maldito pingüino—murmuró Christopher, su entrenador, apoyado contra una columna con un cigarro entre los labios.
Takeru resopló. —Y tú como si hubieras salido de un callejón.
Christopher sonrió con sorna. A diferencia de los demás, él solo llevaba una camisa blanca abierta en el cuello y una chaqueta oscura algo arrugada.
La conversación se interrumpió cuando un repique de copas llamó la atención de todos. En el estrado, un hombre mayor con un porte imponente alzó su copa de vino. Su cabello plateado estaba peinado con precisión y su mirada fría evaluaba a cada persona en la sala.
—Bienvenidos—su voz resonó con autoridad—. Hoy damos inicio al **Torneo Kengan**, la batalla definitiva para decidir quién realmente controla la economía de Japón.
Las conversaciones se apagaron.
—Las reglas son simples—continuó—. Para ganar, el oponente debe **rendirse, quedar inconsciente o morir**. No hay límites de tiempo ni árbitros que detengan la pelea. Solo hay una restricción: **las armas están prohibidas**. Todo lo demás… es válido.
Hubo un murmullo en la multitud. Algunos sonrieron con ambición, otros mantuvieron sus expresiones impasibles.
—Así que disfruten esta velada—concluyó el hombre—. Bañémonos en el lujo antes de que comience el verdadero infierno.
Con un leve movimiento de la muñeca, brindó y bebió un sorbo.
El ambiente cambió de inmediato. Las apuestas comenzaron a hacerse entre murmullos, empresarios estrechaban manos sellando acuerdos en la sombra, y los combatientes se miraban unos a otros, evaluando a sus futuros oponentes.
Takeru tomó una copa de vino, pero no bebió. En su interior, una sensación de adrenalina comenzaba a burbujear.
La caza había comenzado.
### **La Noche de los Titanes**
El **Gran Hotel Imperial de Tokio** resplandecía bajo la luz de cientos de candelabros de cristal. En el salón principal, techos dorados reflejaban el resplandor de las lámparas de araña, mientras alfombras de terciopelo rojo amortiguaban los pasos de los magnates y combatientes que llenaban la estancia. Era una noche de lujo, pero también de tensión.
Los empresarios más poderosos de Japón se paseaban con sus mejores trajes, acompañados de guardaespaldas y asistentes. Algunos intercambiaban sonrisas y brindaban con copas de champán, otros se observaban con miradas afiladas, midiendo a sus futuros rivales. Esta gala no era solo una celebración, era la antesala de la guerra.
En el centro del salón, una enorme mesa de caoba estaba decorada con centros de flores exóticas y bandejas de los platillos más exclusivos. Wagyu de la más alta calidad, mariscos traídos del otro lado del mundo, caviar servido en pequeñas cucharas de oro. El vino fluía sin cesar, mientras los meseros, vestidos impecablemente de negro, se deslizaban entre los asistentes con la precisión de una coreografía bien ensayada.
Takeru, vestido con un traje negro a la medida, ajustó su corbata con incomodidad. No estaba acostumbrado a este tipo de eventos. Se sentía fuera de lugar rodeado de multimillonarios y jefes de la yakuza, pero sabía que debía estar ahí.
—Te ves como un maldito pingüino—murmuró Christopher, su entrenador, apoyado contra una columna con un cigarro entre los labios.
Takeru resopló. —Y tú como si hubieras salido de un callejón.
Christopher sonrió con sorna. A diferencia de los demás, él solo llevaba una camisa blanca abierta en el cuello y una chaqueta oscura algo arrugada.
La conversación se interrumpió cuando un repique de copas llamó la atención de todos. En el estrado, un hombre mayor con un porte imponente alzó su copa de vino. Su cabello plateado estaba peinado con precisión y su mirada fría evaluaba a cada persona en la sala.
—Bienvenidos—su voz resonó con autoridad—. Hoy damos inicio al **Torneo Kengan**, la batalla definitiva para decidir quién realmente controla la economía de Japón.
Las conversaciones se apagaron.
—Las reglas son simples—continuó—. Para ganar, el oponente debe **rendirse, quedar inconsciente o morir**. No hay límites de tiempo ni árbitros que detengan la pelea. Solo hay una restricción: **las armas están prohibidas**. Todo lo demás… es válido.
Hubo un murmullo en la multitud. Algunos sonrieron con ambición, otros mantuvieron sus expresiones impasibles.
—Así que disfruten esta velada—concluyó el hombre—. Bañémonos en el lujo antes de que comience el verdadero infierno.
Con un leve movimiento de la muñeca, brindó y bebió un sorbo.
El ambiente cambió de inmediato. Las apuestas comenzaron a hacerse entre murmullos, empresarios estrechaban manos sellando acuerdos en la sombra, y los combatientes se miraban unos a otros, evaluando a sus futuros oponentes.
Takeru tomó una copa de vino, pero no bebió. En su interior, una sensación de adrenalina comenzaba a burbujear.
La caza había comenzado.
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