Apolo caminaba descalzo sobre la arena dorada, dejando que las olas besaran sus pies con la reverencia que solo el mar podía ofrecerle. La brisa salada jugaba con sus cabellos dorados, y el reflejo del sol sobre el agua hacía que su propia luz se fundiera con el horizonte. Podría haberse sentido en casa, en perfecta armonía con la tierra y el cielo, pero su espíritu cargaba un peso que ni la inmensidad del océano podía aliviar.

Desde allí, observaba a la humanidad con el mismo asombro con el que un poeta contempla un pergamino aún en blanco. Eran su más bella contradicción: capaces de componer himnos que harían llorar a los dioses y, al mismo tiempo, de destruirse entre sí con una crueldad que ni Ares comprendería. Les había dado la música, la curación, la luz que disipaba las sombras… pero a veces se preguntaba si realmente lo valoraban.

El sol descendía lentamente, tiñendo el cielo de tonos ámbar y carmesí, como si la misma bóveda celeste se tiñera con la nostalgia de su corazón. Se preguntaba si su deber era iluminar sin cuestionar, si debía seguir otorgando el amanecer incluso a quienes solo conocían la noche.

Pero entonces, en la lejanía, vio a un niño jugando en la orilla, riendo con la inocencia que solo un mortal sin miedo puede tener. Vio a una mujer con un cuaderno en las manos, escribiendo versos que algún día alguien leería con el alma en las manos. Vio a un anciano cerrando los ojos con gratitud, disfrutando del calor del sol sobre su piel como si fuese un último regalo.

Apolo suspiró. No, la humanidad no era perfecta. Pero mientras aún hubiera quienes miraran al sol con esperanza, él seguiría brillando. Porque la luz no abandona, ni siquiera a aquellos que no saben que la necesitan.
Apolo caminaba descalzo sobre la arena dorada, dejando que las olas besaran sus pies con la reverencia que solo el mar podía ofrecerle. La brisa salada jugaba con sus cabellos dorados, y el reflejo del sol sobre el agua hacía que su propia luz se fundiera con el horizonte. Podría haberse sentido en casa, en perfecta armonía con la tierra y el cielo, pero su espíritu cargaba un peso que ni la inmensidad del océano podía aliviar. Desde allí, observaba a la humanidad con el mismo asombro con el que un poeta contempla un pergamino aún en blanco. Eran su más bella contradicción: capaces de componer himnos que harían llorar a los dioses y, al mismo tiempo, de destruirse entre sí con una crueldad que ni Ares comprendería. Les había dado la música, la curación, la luz que disipaba las sombras… pero a veces se preguntaba si realmente lo valoraban. El sol descendía lentamente, tiñendo el cielo de tonos ámbar y carmesí, como si la misma bóveda celeste se tiñera con la nostalgia de su corazón. Se preguntaba si su deber era iluminar sin cuestionar, si debía seguir otorgando el amanecer incluso a quienes solo conocían la noche. Pero entonces, en la lejanía, vio a un niño jugando en la orilla, riendo con la inocencia que solo un mortal sin miedo puede tener. Vio a una mujer con un cuaderno en las manos, escribiendo versos que algún día alguien leería con el alma en las manos. Vio a un anciano cerrando los ojos con gratitud, disfrutando del calor del sol sobre su piel como si fuese un último regalo. Apolo suspiró. No, la humanidad no era perfecta. Pero mientras aún hubiera quienes miraran al sol con esperanza, él seguiría brillando. Porque la luz no abandona, ni siquiera a aquellos que no saben que la necesitan.
Me encocora
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