Apolo no era ajeno a la belleza. Él, quien había inspirado a poetas y escultores, quien había visto nacer la perfección en cada amanecer, no podía negar lo que tenía frente a sus ojos. Ellie era tentación hecha carne, un susurro de deseo envuelto en cada curva de su cuerpo, en la forma en que su piel atrapaba la luz, en la manera en que sus labios se entreabrían, ajenos al tormento que causaban en él.
Pero Apolo era un dios, y los dioses no sucumbían a los caprichos del deseo terrenal. Al menos, no sin consecuencias.
Cada vez que ella se acercaba con esa sonrisa distraída, él sentía la lucha dentro de sí mismo. Su esencia clamaba por la pureza de la razón, por la armonía del autocontrol. Y, sin embargo, su instinto—esa chispa primigenia que incluso los inmortales poseían—ardía con la urgencia de lo prohibido.
No podía caer. No debía.
Porque Ellie no era solo un cuerpo que llamaba al pecado, no era solo la representación perfecta de la pasión desbordada. Ella era mucho más. Era la mortal que había logrado inquietarlo, la humana que, sin darse cuenta, lo obligaba a cuestionar su propia naturaleza.
Pero los dioses no eran indulgentes con quienes desafiaban el equilibrio. Apolo lo sabía. Y, aun así, cada vez que Ellie se acercaba demasiado, cuando su perfume lo envolvía, cuando sus manos rozaban su piel con inocencia, algo dentro de él se quebraba un poco más.
Evitaba mirarla demasiado. Evitaba quedarse solo con ella por demasiado tiempo. Porque si llegaba el momento en que sus labios se encontrasen, en que su voluntad flaqueara…
Ni siquiera un dios podría salvarse del incendio que vendría después.
Entonces... Sucumbió.
El equilibrio se había roto.
Por más que lo había intentado, por más que había luchado contra el deseo, Apolo, el dios de la luz, de la razón y la armonía, había sucumbido a la más humana de las tentaciones.
Ellie era su perdición y su redención al mismo tiempo. Su piel, cálida y temblorosa bajo sus manos, era el territorio prohibido que había jurado no conquistar. Y sin embargo, allí estaba, recorriendo cada centímetro de su cuerpo con la devoción de quien encuentra la verdad en lo prohibido.
Había algo en ella que lo hacía olvidar su divinidad. No era solo la pasión que estallaba entre ellos, el fuego que se avivaba con cada caricia, con cada jadeo compartido en la penumbra. No, era más profundo que eso. En sus ojos vio algo que ninguna musa, ninguna ninfa, ninguna de sus amantes inmortales le había mostrado jamás: entrega sin adoración ciega, deseo sin temor. Ellie no lo veneraba como un dios. Lo deseaba como un hombre.
Y eso era lo que lo condenaba.
Cada susurro contra su piel, cada rastro de uñas sobre su espalda, cada estremecimiento ahogado contra sus labios lo hundía más en un pecado del que no habría retorno. Pero Apolo no se detuvo. No pudo. Porque, por primera vez en siglos, dejó de pensar en el destino, en el equilibrio, en las consecuencias.
Por primera vez, simplemente se permitió sentir, se sintió libre.
Ellie
Pero Apolo era un dios, y los dioses no sucumbían a los caprichos del deseo terrenal. Al menos, no sin consecuencias.
Cada vez que ella se acercaba con esa sonrisa distraída, él sentía la lucha dentro de sí mismo. Su esencia clamaba por la pureza de la razón, por la armonía del autocontrol. Y, sin embargo, su instinto—esa chispa primigenia que incluso los inmortales poseían—ardía con la urgencia de lo prohibido.
No podía caer. No debía.
Porque Ellie no era solo un cuerpo que llamaba al pecado, no era solo la representación perfecta de la pasión desbordada. Ella era mucho más. Era la mortal que había logrado inquietarlo, la humana que, sin darse cuenta, lo obligaba a cuestionar su propia naturaleza.
Pero los dioses no eran indulgentes con quienes desafiaban el equilibrio. Apolo lo sabía. Y, aun así, cada vez que Ellie se acercaba demasiado, cuando su perfume lo envolvía, cuando sus manos rozaban su piel con inocencia, algo dentro de él se quebraba un poco más.
Evitaba mirarla demasiado. Evitaba quedarse solo con ella por demasiado tiempo. Porque si llegaba el momento en que sus labios se encontrasen, en que su voluntad flaqueara…
Ni siquiera un dios podría salvarse del incendio que vendría después.
Entonces... Sucumbió.
El equilibrio se había roto.
Por más que lo había intentado, por más que había luchado contra el deseo, Apolo, el dios de la luz, de la razón y la armonía, había sucumbido a la más humana de las tentaciones.
Ellie era su perdición y su redención al mismo tiempo. Su piel, cálida y temblorosa bajo sus manos, era el territorio prohibido que había jurado no conquistar. Y sin embargo, allí estaba, recorriendo cada centímetro de su cuerpo con la devoción de quien encuentra la verdad en lo prohibido.
Había algo en ella que lo hacía olvidar su divinidad. No era solo la pasión que estallaba entre ellos, el fuego que se avivaba con cada caricia, con cada jadeo compartido en la penumbra. No, era más profundo que eso. En sus ojos vio algo que ninguna musa, ninguna ninfa, ninguna de sus amantes inmortales le había mostrado jamás: entrega sin adoración ciega, deseo sin temor. Ellie no lo veneraba como un dios. Lo deseaba como un hombre.
Y eso era lo que lo condenaba.
Cada susurro contra su piel, cada rastro de uñas sobre su espalda, cada estremecimiento ahogado contra sus labios lo hundía más en un pecado del que no habría retorno. Pero Apolo no se detuvo. No pudo. Porque, por primera vez en siglos, dejó de pensar en el destino, en el equilibrio, en las consecuencias.
Por primera vez, simplemente se permitió sentir, se sintió libre.
Ellie
Apolo no era ajeno a la belleza. Él, quien había inspirado a poetas y escultores, quien había visto nacer la perfección en cada amanecer, no podía negar lo que tenía frente a sus ojos. Ellie era tentación hecha carne, un susurro de deseo envuelto en cada curva de su cuerpo, en la forma en que su piel atrapaba la luz, en la manera en que sus labios se entreabrían, ajenos al tormento que causaban en él.
Pero Apolo era un dios, y los dioses no sucumbían a los caprichos del deseo terrenal. Al menos, no sin consecuencias.
Cada vez que ella se acercaba con esa sonrisa distraída, él sentía la lucha dentro de sí mismo. Su esencia clamaba por la pureza de la razón, por la armonía del autocontrol. Y, sin embargo, su instinto—esa chispa primigenia que incluso los inmortales poseían—ardía con la urgencia de lo prohibido.
No podía caer. No debía.
Porque Ellie no era solo un cuerpo que llamaba al pecado, no era solo la representación perfecta de la pasión desbordada. Ella era mucho más. Era la mortal que había logrado inquietarlo, la humana que, sin darse cuenta, lo obligaba a cuestionar su propia naturaleza.
Pero los dioses no eran indulgentes con quienes desafiaban el equilibrio. Apolo lo sabía. Y, aun así, cada vez que Ellie se acercaba demasiado, cuando su perfume lo envolvía, cuando sus manos rozaban su piel con inocencia, algo dentro de él se quebraba un poco más.
Evitaba mirarla demasiado. Evitaba quedarse solo con ella por demasiado tiempo. Porque si llegaba el momento en que sus labios se encontrasen, en que su voluntad flaqueara…
Ni siquiera un dios podría salvarse del incendio que vendría después.
Entonces... Sucumbió.
El equilibrio se había roto.
Por más que lo había intentado, por más que había luchado contra el deseo, Apolo, el dios de la luz, de la razón y la armonía, había sucumbido a la más humana de las tentaciones.
Ellie era su perdición y su redención al mismo tiempo. Su piel, cálida y temblorosa bajo sus manos, era el territorio prohibido que había jurado no conquistar. Y sin embargo, allí estaba, recorriendo cada centímetro de su cuerpo con la devoción de quien encuentra la verdad en lo prohibido.
Había algo en ella que lo hacía olvidar su divinidad. No era solo la pasión que estallaba entre ellos, el fuego que se avivaba con cada caricia, con cada jadeo compartido en la penumbra. No, era más profundo que eso. En sus ojos vio algo que ninguna musa, ninguna ninfa, ninguna de sus amantes inmortales le había mostrado jamás: entrega sin adoración ciega, deseo sin temor. Ellie no lo veneraba como un dios. Lo deseaba como un hombre.
Y eso era lo que lo condenaba.
Cada susurro contra su piel, cada rastro de uñas sobre su espalda, cada estremecimiento ahogado contra sus labios lo hundía más en un pecado del que no habría retorno. Pero Apolo no se detuvo. No pudo. Porque, por primera vez en siglos, dejó de pensar en el destino, en el equilibrio, en las consecuencias.
Por primera vez, simplemente se permitió sentir, se sintió libre.
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