El silencio del búnker era sofocante. Dean Winchester se apoyó en la mesa de madera, la mirada fija en el whisky de su vaso, pero su mente estaba muy lejos de allí. La lámpara sobre él parpadeó levemente, proyectando sombras alargadas en las paredes cubiertas de libros, pero ni siquiera el ambiente lúgubre podía compararse con la tormenta que se arremolinaba en su cabeza.

No encontraba la respuesta.

Había repasado cada caso parecido, cada criatura que se ajustara al problema, cada solución que alguna vez había funcionado… pero esta vez nada encajaba. Y eso le carcomía por dentro.

—Piensa, maldita sea… —susurró, pasándose las manos por la cara.

Pero su mente no cooperaba. En lugar de lógica, lo asaltaban los fantasmas de sus fracasos. El eco de las veces que no llegó a tiempo. De las promesas que rompió. De las miradas de aquellos a quienes no pudo salvar.

El whisky bajó ardiendo por su garganta, pero no ayudó a apagar el fuego de la culpa.

Se puso de pie de golpe y comenzó a caminar en círculos por la habitación, las botas resonando contra el suelo de concreto. Tenía que haber algo. Tenía que haber una forma. Porque si la respuesta no estaba en los libros, ni en los contactos que le quedaban, significaba que estaba dentro de él.

Respiró hondo y cerró los ojos. Dejó que la ansiedad lo atravesara como una bala, que la desesperación le mostrara su peor cara… y entonces, en medio de todo el caos mental, una idea se filtró. Un detalle que había pasado por alto.

Abrió los ojos.

Por primera vez en horas, su respiración se calmó.

Sí. Había una salida. Y si había aprendido algo en su vida, era que nunca debía subestimar su instinto.
El silencio del búnker era sofocante. Dean Winchester se apoyó en la mesa de madera, la mirada fija en el whisky de su vaso, pero su mente estaba muy lejos de allí. La lámpara sobre él parpadeó levemente, proyectando sombras alargadas en las paredes cubiertas de libros, pero ni siquiera el ambiente lúgubre podía compararse con la tormenta que se arremolinaba en su cabeza. No encontraba la respuesta. Había repasado cada caso parecido, cada criatura que se ajustara al problema, cada solución que alguna vez había funcionado… pero esta vez nada encajaba. Y eso le carcomía por dentro. —Piensa, maldita sea… —susurró, pasándose las manos por la cara. Pero su mente no cooperaba. En lugar de lógica, lo asaltaban los fantasmas de sus fracasos. El eco de las veces que no llegó a tiempo. De las promesas que rompió. De las miradas de aquellos a quienes no pudo salvar. El whisky bajó ardiendo por su garganta, pero no ayudó a apagar el fuego de la culpa. Se puso de pie de golpe y comenzó a caminar en círculos por la habitación, las botas resonando contra el suelo de concreto. Tenía que haber algo. Tenía que haber una forma. Porque si la respuesta no estaba en los libros, ni en los contactos que le quedaban, significaba que estaba dentro de él. Respiró hondo y cerró los ojos. Dejó que la ansiedad lo atravesara como una bala, que la desesperación le mostrara su peor cara… y entonces, en medio de todo el caos mental, una idea se filtró. Un detalle que había pasado por alto. Abrió los ojos. Por primera vez en horas, su respiración se calmó. Sí. Había una salida. Y si había aprendido algo en su vida, era que nunca debía subestimar su instinto.
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