Este semestre pintaba diferente. Tendrían muchas más clases prácticas, pues había pasado ya la mitad de la carrera y era hora de que los estudiantes comenzaran a volar, que descubrieran qué parte de las Bellas Artes marcaría su vida.

Y eso, para alguien como Irene, era demasiado precipitado.

Siempre había sabido que dibujar era su forma de expresarse —lo de incendiar coches y hacer explotar árboles no eran más que una distracción por un bien mayor—, pues ahí podía crear mundos donde nadie podía molestarla. Tal vez un hobby demasiado típico para una chica un poquito solitaria que vivía en una mansión demasiado grande para la familia tan pequeña que tenía, pero Irene disfrutaba con el silencio. Le permitía concentrarse. Y ahora tenía demasiado ruido a su alrededor. Demasiadas voces.

Demasiadas posibilidades.

Y así pasaron varios días, que para Irene fueron como un abrir y cerrar de ojos. Sólo podía recordar los constantes chasquidos de Tahara para que atendiera la barra, o las manos de Mallory buscando una atención que rápidamente volvía a perder. Se sentía… desconectada de la realidad. ¿Era eso lo que llamaban disociación? Porque no era una sensación bonita.

Y así pasaban los días, y el tiempo corría en contra.

Hasta que vio a una chica tocar el piano en la estación de tren. Nunca se había pensado que esos vídeos que veía en redes sociales fueran ciertos. ¿Un músico en medio de un centro comercial tocando un piano de cola? ¿Y de repente se acerca alguien con un violín y tocan algo a la par? ¡Eso era matemáticamente imposible!

Pues no. Frente a sus ojos llegó la excepción que confirmaba la regla. Y se quedó pasmada escuchando cada canción que tocaba la chica; a veces sola, a veces en compañía. Era algo magnético. Tan, tan magnético, que llegó a perder el asiento en el tren y se vio forzada a pillarse otro billete para volver a casa. Algo sumamente minúsculo para la fortuna que tendría algún día en sus manos, pero todo un universo de sensaciones al saber qué hacer con su vida a partir de ese semestre.
Este semestre pintaba diferente. Tendrían muchas más clases prácticas, pues había pasado ya la mitad de la carrera y era hora de que los estudiantes comenzaran a volar, que descubrieran qué parte de las Bellas Artes marcaría su vida. Y eso, para alguien como Irene, era demasiado precipitado. Siempre había sabido que dibujar era su forma de expresarse —lo de incendiar coches y hacer explotar árboles no eran más que una distracción por un bien mayor—, pues ahí podía crear mundos donde nadie podía molestarla. Tal vez un hobby demasiado típico para una chica un poquito solitaria que vivía en una mansión demasiado grande para la familia tan pequeña que tenía, pero Irene disfrutaba con el silencio. Le permitía concentrarse. Y ahora tenía demasiado ruido a su alrededor. Demasiadas voces. Demasiadas posibilidades. Y así pasaron varios días, que para Irene fueron como un abrir y cerrar de ojos. Sólo podía recordar los constantes chasquidos de Tahara para que atendiera la barra, o las manos de Mallory buscando una atención que rápidamente volvía a perder. Se sentía… desconectada de la realidad. ¿Era eso lo que llamaban disociación? Porque no era una sensación bonita. Y así pasaban los días, y el tiempo corría en contra. Hasta que vio a una chica tocar el piano en la estación de tren. Nunca se había pensado que esos vídeos que veía en redes sociales fueran ciertos. ¿Un músico en medio de un centro comercial tocando un piano de cola? ¿Y de repente se acerca alguien con un violín y tocan algo a la par? ¡Eso era matemáticamente imposible! Pues no. Frente a sus ojos llegó la excepción que confirmaba la regla. Y se quedó pasmada escuchando cada canción que tocaba la chica; a veces sola, a veces en compañía. Era algo magnético. Tan, tan magnético, que llegó a perder el asiento en el tren y se vio forzada a pillarse otro billete para volver a casa. Algo sumamente minúsculo para la fortuna que tendría algún día en sus manos, pero todo un universo de sensaciones al saber qué hacer con su vida a partir de ese semestre.
Me encocora
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