—¡Hace mucho que no veníamos aquí! Pensé que te habías olvidado que existía—.

Lillet trepó sobre el vagón abandonado, emocionada. Sin decir nada, su hermana trazó un sigil con el dedo, flotó hasta la cima y se sentó.

—¡Mira, mira! ¡Aún siguen aquí! —

La rubia señaló a los trazos tallados sobre el metal, ahora difuminados por la oxidación. Las iniciales de ambas, dibujos de animalitos, marcas cuyo significado había olvidado... en efecto, seguía todo ahí.

"¡Lo mejor que saben hacer es ponerse en riesgo!" Lillet juraba que podía escuchar las (bien merecidas) reprimendas de su padre, el día que se enteró de su parque de juegos secreto.

"Riesgo", qué curiosa palabra. Así describió la gente a la construcción de ese tren. Era un riesgo que conectara a la gran ciudad con aquel pequeño pueblito olvidado.

Un pueblo extraño donde no nacían hombres. Un pueblo tétrico, lúgubre, infestado de brujas. A los niños se les amenazaba con abandonarlos ahí si eran demasiado traviesos.

"¡Si dejan que se construya ese tren, esas brujas del demonio van a pensar que son bienvenidas aquí!" Reclamaron algunos. ¿Cómo se atrevía el gobierno a considerarlas personas? Eran sólo brujas.

Al final, las protestas y quejas cumplieron su cometido. El tren nunca se terminó y, al igual que el pueblo, quedó en el olvido.

Las cosas no cambian.

—Oye, Hilde, ¿te acuerdas cuando jugamos a las escondidas y encontraste ese dragón? —

—Era una salamandra, Lillet —la castaña habló por fin.

—¡Era enorme, parecía un dragón! ¿Y si era un bebé? Tal vez debimos... —

—Lillet... —la más alta interrumpió. Parecía que tenía algo importante qué decir.

—¿Eh? ¿Qué pasa? —

—Hay cosas que necesito aprender en el extranjero. El consejo quiere mandarme a un internado en Inglaterra, y... tengo que ir—.

—Oh... —

—Sí—.

—Uhm... ¿cuánto tiempo?—

—Dos, quizás tres años—.

—Eso es... mucho tiempo—.

—Mucho—.

—P-Pero... ahaha... conociéndote, vas a terminar rápido, ¿verdad? Eres tan genial, que en un año, ¡no, incluso menos...! —La vocecita de la rubia empezaba a quebrarse.

Hilde suspiró. Sentada en contra de la espalda de su hermana, sin mirarle, volteó hacia el cielo. ¿Siempre hubo tantas estrellas?

—¿Sabes? Lo he estado pensando mejor, y creo que sí es buena idea lo de la tienda —tras minutos de silencio, Hilde dijo.

—¿La tienda? Pero tú dijiste que... —

—Sé lo que dije, pero me equivoqué. Es lo que tú quieres, ¿no? Ayudar a la gente—.

—No sé... no sé si pueda si no estás...—

—Claro que puedes. Porque... —

—¿Porque soy la hermana de Hilde Blan? —

—...porque eres Lillet—.

Silencio.

Los deditos de Lillet recorrieron los trazos tallados sobre el metal, la "L" y la "H" cubiertas de polvillo férreo. Nada había cambiado.
—¡Hace mucho que no veníamos aquí! Pensé que te habías olvidado que existía—. Lillet trepó sobre el vagón abandonado, emocionada. Sin decir nada, su hermana trazó un sigil con el dedo, flotó hasta la cima y se sentó. —¡Mira, mira! ¡Aún siguen aquí! — La rubia señaló a los trazos tallados sobre el metal, ahora difuminados por la oxidación. Las iniciales de ambas, dibujos de animalitos, marcas cuyo significado había olvidado... en efecto, seguía todo ahí. "¡Lo mejor que saben hacer es ponerse en riesgo!" Lillet juraba que podía escuchar las (bien merecidas) reprimendas de su padre, el día que se enteró de su parque de juegos secreto. "Riesgo", qué curiosa palabra. Así describió la gente a la construcción de ese tren. Era un riesgo que conectara a la gran ciudad con aquel pequeño pueblito olvidado. Un pueblo extraño donde no nacían hombres. Un pueblo tétrico, lúgubre, infestado de brujas. A los niños se les amenazaba con abandonarlos ahí si eran demasiado traviesos. "¡Si dejan que se construya ese tren, esas brujas del demonio van a pensar que son bienvenidas aquí!" Reclamaron algunos. ¿Cómo se atrevía el gobierno a considerarlas personas? Eran sólo brujas. Al final, las protestas y quejas cumplieron su cometido. El tren nunca se terminó y, al igual que el pueblo, quedó en el olvido. Las cosas no cambian. —Oye, Hilde, ¿te acuerdas cuando jugamos a las escondidas y encontraste ese dragón? — —Era una salamandra, Lillet —la castaña habló por fin. —¡Era enorme, parecía un dragón! ¿Y si era un bebé? Tal vez debimos... — —Lillet... —la más alta interrumpió. Parecía que tenía algo importante qué decir. —¿Eh? ¿Qué pasa? — —Hay cosas que necesito aprender en el extranjero. El consejo quiere mandarme a un internado en Inglaterra, y... tengo que ir—. —Oh... — —Sí—. —Uhm... ¿cuánto tiempo?— —Dos, quizás tres años—. —Eso es... mucho tiempo—. —Mucho—. —P-Pero... ahaha... conociéndote, vas a terminar rápido, ¿verdad? Eres tan genial, que en un año, ¡no, incluso menos...! —La vocecita de la rubia empezaba a quebrarse. Hilde suspiró. Sentada en contra de la espalda de su hermana, sin mirarle, volteó hacia el cielo. ¿Siempre hubo tantas estrellas? —¿Sabes? Lo he estado pensando mejor, y creo que sí es buena idea lo de la tienda —tras minutos de silencio, Hilde dijo. —¿La tienda? Pero tú dijiste que... — —Sé lo que dije, pero me equivoqué. Es lo que tú quieres, ¿no? Ayudar a la gente—. —No sé... no sé si pueda si no estás...— —Claro que puedes. Porque... — —¿Porque soy la hermana de Hilde Blan? — —...porque eres Lillet—. Silencio. Los deditos de Lillet recorrieron los trazos tallados sobre el metal, la "L" y la "H" cubiertas de polvillo férreo. Nada había cambiado.
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