Acto I, episodio I: del fantasma despechado y la novia olvidada.
{ Rol cerrado con ࣪ 𝐄𝐑𝐈𝐊 𝐃𝐄𝐒𝐓𝐋𝐄𝐑 }
Las historias más bellas, a menudo comienzan de forma bella. Sin embargo, la historia que hoy se nos quiere narrar, no comienza en absoluto de forma hermosa, aunque nuestra historia se origine en la preparación de las nupcias del vizconde de Chagny. En esta ocasión, la novia no era la Daaé, sino que era Elettra Dantelli, talentosa bailarina que había logrado hacerse un hueco en el Ballet de París pese a que la plaza no había sido concedida ni por su talento, ni por su empeño.
Porque la historia que hoy da comienzo, no se inicia sino con un trato.
El novio no era otro que Raoul, el hermano menor del conde de Chagny, Philippe, que había regresado de su viaje en la Marina y se asentaba por fin junto a su familia. Pero aquel enlace no era sino la evidencia del acuerdo, en parte doloroso, en parte, muy beneficioso. Y era que la muchacha, cuyo matrimonio se había acordado hacía ya tres años, había despertado un cierto sentimiento por el vizconde.
El párroco había hablado principalmente con el conde, artífice del encuentro y enlace, a primera hora de la mañana. Después del ensayo matinal, en la Ópera de París, convocó a Elettra para comunicarle la decisión tomada.
—La primera fecha disponible es en la primera quincena de febrero.—informó Philippe, que no estaba muy contento con la información del párroco.—De modo que lo he dispuesto todo para que tu enlace con mi hermano se celebre este mismo año. Así podrás avisar con tiempo a tus padres para que vengan desde Florencia.
Elettra suspiró. A fin de cuentas, no tenía mucho que objetar. Pese a sus sentimientos por el vizconde, un trato era un trato...y lo mejor era que se cerrase cuanto antes.
[15 de febrero de 1871. París, Francia.]
Muy por la tarde, ya casi de noche, resonaron las campanas de Notre Dame con su habitual melodía evocando al trueno y al cristal, anunciando las nupcias que allí, esa misma jornada, tendría lugar en unos minutos. Tan bella, tan mágica, las tenues luces interiores que en perfecto juego de sombras y colores adornaban las guirnaldas de lazo y flores; decoraban decorando a su vez los bancos de la nave central en los cuales dos familias serían testigos de la unión mediante el sacramento del matrimonio, ante los ojos de la Virgen, de Dios, de París.
Desde Florencia había llegado, al menos hacía un mes, la familia Dantelli al completo: Alessandro el lutier con su esposa Vittoria, sus ocho hijos (de los cuales uno ya estaba casado y otro ya tenía descendencia), hermanos de la madre, hermanos del padre, asentados en el lado izquierdo.
Desde la residencia de los condes de Chagny, en pleno centro de la ciudad, tres hermanos huérfanos, familia nuclear del contrayente, íntimos, pues tampoco estaban muy unidos. Un varón, dos mujeres desposadas y sus niños, que ocupaban el lado derecho; tal vez algunos amigos de la pareja, que eran bastante escasos por cierto, sin llegar en total a las cien personas.
Un coro que aguardaba paciente, un sacerdote y monaguillos que ultimaban los detalles del ritual que en breve se llevaría a cabo; un padre inquieto que no dejaba de consultar su reloj de bolsillo. Una madre que terminaba de colocar el velo traslúcido sobre los cabellos recogidos de su hija. Una novia que, inquieta, jugueteaba con una antigua medalla que pendía de su cuello. Respiración agitada, nervios por doquier. Pues no sería más una Dantelli, aunque nunca olvidaría su origen.
Media hora sucedió, y otra media le siguió; el lutier comenzaba a extrañarse del retraso, de la nula explicación del mismo. El conde Philippe, hermano mayor y tutor de Raoul, el novio, comenzaba a desesperarse. ¿Habría sido su hermano capaz? No, no. Raoul era un hombre de palabra, tal vez solo fuera un retraso sin importancia.
Pero Oliver, el mellizo de Elettra, sabía que algo no iba bien. Nunca le había gustado ese muchacho para su hermana, ni menos aún las condiciones en que había accedido a casarse. Intercambió unas palabras con su padre, antes de colarse en la sacristía, donde su hermana, sentada y cada vez más inquieta, esperaba. Atravesó la puerta, airado, negando con la cabeza sin mediar palabra. En ese momento, la Dantelli recogió su vestido, transfiriéndole el ramo de lirios y azucenas a su madre, echando a correr hacia el exterior de la fastuosa catedral, donde el carruaje nupcial aguardaba. Sorprendentemente fue su hermano Fabrizio, y no el propio Oliver, quien la persiguió hasta su destino.
─Dove vai, tata?─ inquirió el muchacho, ayudando a su hermana a desenganchar un caballo del coche.
─Tengo una brutta sensazione, Rizo.─ repuso Elettra tomando su montura, espoleando al animal en dirección al Teatro de la Ópera.
En el exterior había comenzado a nevar; Monsieur Andre y Monsieur Firmin habían optado por desoír los requerimientos del Fantasma de la Ópera, que los instigaba a respetar sus pautas para dirigir el espectáculo. Pautas que no siguieron; pautas que debieron haber seguido. Pues mientras un enlace había de celebrarse, una nueva ópera se estrenaba aquel maravilloso día de febrero; “Il Muto”. Ópera que presenciarían más tarde los esposos recién casados. Ópera que el vizconde Raoul contemplaba desde el palco nº5 ignorando su promesa.
Las historias más bellas, a menudo comienzan de forma bella. Sin embargo, la historia que hoy se nos quiere narrar, no comienza en absoluto de forma hermosa, aunque nuestra historia se origine en la preparación de las nupcias del vizconde de Chagny. En esta ocasión, la novia no era la Daaé, sino que era Elettra Dantelli, talentosa bailarina que había logrado hacerse un hueco en el Ballet de París pese a que la plaza no había sido concedida ni por su talento, ni por su empeño.
Porque la historia que hoy da comienzo, no se inicia sino con un trato.
El novio no era otro que Raoul, el hermano menor del conde de Chagny, Philippe, que había regresado de su viaje en la Marina y se asentaba por fin junto a su familia. Pero aquel enlace no era sino la evidencia del acuerdo, en parte doloroso, en parte, muy beneficioso. Y era que la muchacha, cuyo matrimonio se había acordado hacía ya tres años, había despertado un cierto sentimiento por el vizconde.
El párroco había hablado principalmente con el conde, artífice del encuentro y enlace, a primera hora de la mañana. Después del ensayo matinal, en la Ópera de París, convocó a Elettra para comunicarle la decisión tomada.
—La primera fecha disponible es en la primera quincena de febrero.—informó Philippe, que no estaba muy contento con la información del párroco.—De modo que lo he dispuesto todo para que tu enlace con mi hermano se celebre este mismo año. Así podrás avisar con tiempo a tus padres para que vengan desde Florencia.
Elettra suspiró. A fin de cuentas, no tenía mucho que objetar. Pese a sus sentimientos por el vizconde, un trato era un trato...y lo mejor era que se cerrase cuanto antes.
[15 de febrero de 1871. París, Francia.]
Muy por la tarde, ya casi de noche, resonaron las campanas de Notre Dame con su habitual melodía evocando al trueno y al cristal, anunciando las nupcias que allí, esa misma jornada, tendría lugar en unos minutos. Tan bella, tan mágica, las tenues luces interiores que en perfecto juego de sombras y colores adornaban las guirnaldas de lazo y flores; decoraban decorando a su vez los bancos de la nave central en los cuales dos familias serían testigos de la unión mediante el sacramento del matrimonio, ante los ojos de la Virgen, de Dios, de París.
Desde Florencia había llegado, al menos hacía un mes, la familia Dantelli al completo: Alessandro el lutier con su esposa Vittoria, sus ocho hijos (de los cuales uno ya estaba casado y otro ya tenía descendencia), hermanos de la madre, hermanos del padre, asentados en el lado izquierdo.
Desde la residencia de los condes de Chagny, en pleno centro de la ciudad, tres hermanos huérfanos, familia nuclear del contrayente, íntimos, pues tampoco estaban muy unidos. Un varón, dos mujeres desposadas y sus niños, que ocupaban el lado derecho; tal vez algunos amigos de la pareja, que eran bastante escasos por cierto, sin llegar en total a las cien personas.
Un coro que aguardaba paciente, un sacerdote y monaguillos que ultimaban los detalles del ritual que en breve se llevaría a cabo; un padre inquieto que no dejaba de consultar su reloj de bolsillo. Una madre que terminaba de colocar el velo traslúcido sobre los cabellos recogidos de su hija. Una novia que, inquieta, jugueteaba con una antigua medalla que pendía de su cuello. Respiración agitada, nervios por doquier. Pues no sería más una Dantelli, aunque nunca olvidaría su origen.
Media hora sucedió, y otra media le siguió; el lutier comenzaba a extrañarse del retraso, de la nula explicación del mismo. El conde Philippe, hermano mayor y tutor de Raoul, el novio, comenzaba a desesperarse. ¿Habría sido su hermano capaz? No, no. Raoul era un hombre de palabra, tal vez solo fuera un retraso sin importancia.
Pero Oliver, el mellizo de Elettra, sabía que algo no iba bien. Nunca le había gustado ese muchacho para su hermana, ni menos aún las condiciones en que había accedido a casarse. Intercambió unas palabras con su padre, antes de colarse en la sacristía, donde su hermana, sentada y cada vez más inquieta, esperaba. Atravesó la puerta, airado, negando con la cabeza sin mediar palabra. En ese momento, la Dantelli recogió su vestido, transfiriéndole el ramo de lirios y azucenas a su madre, echando a correr hacia el exterior de la fastuosa catedral, donde el carruaje nupcial aguardaba. Sorprendentemente fue su hermano Fabrizio, y no el propio Oliver, quien la persiguió hasta su destino.
─Dove vai, tata?─ inquirió el muchacho, ayudando a su hermana a desenganchar un caballo del coche.
─Tengo una brutta sensazione, Rizo.─ repuso Elettra tomando su montura, espoleando al animal en dirección al Teatro de la Ópera.
En el exterior había comenzado a nevar; Monsieur Andre y Monsieur Firmin habían optado por desoír los requerimientos del Fantasma de la Ópera, que los instigaba a respetar sus pautas para dirigir el espectáculo. Pautas que no siguieron; pautas que debieron haber seguido. Pues mientras un enlace había de celebrarse, una nueva ópera se estrenaba aquel maravilloso día de febrero; “Il Muto”. Ópera que presenciarían más tarde los esposos recién casados. Ópera que el vizconde Raoul contemplaba desde el palco nº5 ignorando su promesa.
{ Rol cerrado con [FANTOME] }
Las historias más bellas, a menudo comienzan de forma bella. Sin embargo, la historia que hoy se nos quiere narrar, no comienza en absoluto de forma hermosa, aunque nuestra historia se origine en la preparación de las nupcias del vizconde de Chagny. En esta ocasión, la novia no era la Daaé, sino que era Elettra Dantelli, talentosa bailarina que había logrado hacerse un hueco en el Ballet de París pese a que la plaza no había sido concedida ni por su talento, ni por su empeño.
Porque la historia que hoy da comienzo, no se inicia sino con un trato.
El novio no era otro que Raoul, el hermano menor del conde de Chagny, Philippe, que había regresado de su viaje en la Marina y se asentaba por fin junto a su familia. Pero aquel enlace no era sino la evidencia del acuerdo, en parte doloroso, en parte, muy beneficioso. Y era que la muchacha, cuyo matrimonio se había acordado hacía ya tres años, había despertado un cierto sentimiento por el vizconde.
El párroco había hablado principalmente con el conde, artífice del encuentro y enlace, a primera hora de la mañana. Después del ensayo matinal, en la Ópera de París, convocó a Elettra para comunicarle la decisión tomada.
—La primera fecha disponible es en la primera quincena de febrero.—informó Philippe, que no estaba muy contento con la información del párroco.—De modo que lo he dispuesto todo para que tu enlace con mi hermano se celebre este mismo año. Así podrás avisar con tiempo a tus padres para que vengan desde Florencia.
Elettra suspiró. A fin de cuentas, no tenía mucho que objetar. Pese a sus sentimientos por el vizconde, un trato era un trato...y lo mejor era que se cerrase cuanto antes.
[15 de febrero de 1871. París, Francia.]
Muy por la tarde, ya casi de noche, resonaron las campanas de Notre Dame con su habitual melodía evocando al trueno y al cristal, anunciando las nupcias que allí, esa misma jornada, tendría lugar en unos minutos. Tan bella, tan mágica, las tenues luces interiores que en perfecto juego de sombras y colores adornaban las guirnaldas de lazo y flores; decoraban decorando a su vez los bancos de la nave central en los cuales dos familias serían testigos de la unión mediante el sacramento del matrimonio, ante los ojos de la Virgen, de Dios, de París.
Desde Florencia había llegado, al menos hacía un mes, la familia Dantelli al completo: Alessandro el lutier con su esposa Vittoria, sus ocho hijos (de los cuales uno ya estaba casado y otro ya tenía descendencia), hermanos de la madre, hermanos del padre, asentados en el lado izquierdo.
Desde la residencia de los condes de Chagny, en pleno centro de la ciudad, tres hermanos huérfanos, familia nuclear del contrayente, íntimos, pues tampoco estaban muy unidos. Un varón, dos mujeres desposadas y sus niños, que ocupaban el lado derecho; tal vez algunos amigos de la pareja, que eran bastante escasos por cierto, sin llegar en total a las cien personas.
Un coro que aguardaba paciente, un sacerdote y monaguillos que ultimaban los detalles del ritual que en breve se llevaría a cabo; un padre inquieto que no dejaba de consultar su reloj de bolsillo. Una madre que terminaba de colocar el velo traslúcido sobre los cabellos recogidos de su hija. Una novia que, inquieta, jugueteaba con una antigua medalla que pendía de su cuello. Respiración agitada, nervios por doquier. Pues no sería más una Dantelli, aunque nunca olvidaría su origen.
Media hora sucedió, y otra media le siguió; el lutier comenzaba a extrañarse del retraso, de la nula explicación del mismo. El conde Philippe, hermano mayor y tutor de Raoul, el novio, comenzaba a desesperarse. ¿Habría sido su hermano capaz? No, no. Raoul era un hombre de palabra, tal vez solo fuera un retraso sin importancia.
Pero Oliver, el mellizo de Elettra, sabía que algo no iba bien. Nunca le había gustado ese muchacho para su hermana, ni menos aún las condiciones en que había accedido a casarse. Intercambió unas palabras con su padre, antes de colarse en la sacristía, donde su hermana, sentada y cada vez más inquieta, esperaba. Atravesó la puerta, airado, negando con la cabeza sin mediar palabra. En ese momento, la Dantelli recogió su vestido, transfiriéndole el ramo de lirios y azucenas a su madre, echando a correr hacia el exterior de la fastuosa catedral, donde el carruaje nupcial aguardaba. Sorprendentemente fue su hermano Fabrizio, y no el propio Oliver, quien la persiguió hasta su destino.
─Dove vai, tata?─ inquirió el muchacho, ayudando a su hermana a desenganchar un caballo del coche.
─Tengo una brutta sensazione, Rizo.─ repuso Elettra tomando su montura, espoleando al animal en dirección al Teatro de la Ópera.
En el exterior había comenzado a nevar; Monsieur Andre y Monsieur Firmin habían optado por desoír los requerimientos del Fantasma de la Ópera, que los instigaba a respetar sus pautas para dirigir el espectáculo. Pautas que no siguieron; pautas que debieron haber seguido. Pues mientras un enlace había de celebrarse, una nueva ópera se estrenaba aquel maravilloso día de febrero; “Il Muto”. Ópera que presenciarían más tarde los esposos recién casados. Ópera que el vizconde Raoul contemplaba desde el palco nº5 ignorando su promesa.
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