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𝗘𝗹 𝗔𝗽𝗲𝘁𝗶𝘁𝗼 𝗾𝘂𝗲 𝗿𝗼𝗺𝗽𝗲 𝗰𝗮𝗱𝗲𝗻𝗮𝘀. 𝗣𝗮𝗿𝘁𝗲 𝗜

Las luces fluorescentes parpadeaban en el corredor de la prisión subterránea. Los pasillos eran opresivos, impregnados con un olor metálico a sangre seca y desinfectante industrial. En la celda más profunda y fortificada de todas, una figura estaba sentada en el suelo, con las piernas cruzadas, rodeado de sellos taoístas pegados en las paredes, el techo, y sobre todo, en su propio cuerpo.

Bái Zhē sonreía con una expresión insana. Los guardias lo llamaban "El hambre encadenada", y con razón. Había sido necesario un equipo entero para capturarlo y encerrarlo. Incluso ahora, con grilletes de acero y cuero que inmovilizaban sus brazos y piernas, irradiaba una amenaza que ponía los pelos de punta.

Los sellos mágicos sobre su cuerpo eran una mezcla de tradiciones taoístas, budistas y algo que nadie lograba identificar. Su única función era mantener a raya el hambre, ese abismo voraz que parecía no tener fin.

—¿Qué pasa? ¿Tienen miedo de entrar? —murmuró con una voz que era un susurro y un rugido al mismo tiempo. Su risa resonó como un eco, rebotando en las paredes de la celda.

Desde fuera, un guardia miraba con nerviosismo a través de la pequeña ventana de la puerta reforzada. El hombre sostenía un rifle, pero incluso con el arma en la mano, su sudor frío traicionaba su miedo.

—¿Por qué sigue sonriendo? No ha comido en días... —murmuró el guardia.

Otro guardia, uno más veterano, respondió: —Porque no necesita comida normal. Ese monstruo... se alimenta del miedo. Y nosotros somos su banquete.
𝗘𝗹 𝗔𝗽𝗲𝘁𝗶𝘁𝗼 𝗾𝘂𝗲 𝗿𝗼𝗺𝗽𝗲 𝗰𝗮𝗱𝗲𝗻𝗮𝘀. 𝗣𝗮𝗿𝘁𝗲 𝗜 Las luces fluorescentes parpadeaban en el corredor de la prisión subterránea. Los pasillos eran opresivos, impregnados con un olor metálico a sangre seca y desinfectante industrial. En la celda más profunda y fortificada de todas, una figura estaba sentada en el suelo, con las piernas cruzadas, rodeado de sellos taoístas pegados en las paredes, el techo, y sobre todo, en su propio cuerpo. Bái Zhē sonreía con una expresión insana. Los guardias lo llamaban "El hambre encadenada", y con razón. Había sido necesario un equipo entero para capturarlo y encerrarlo. Incluso ahora, con grilletes de acero y cuero que inmovilizaban sus brazos y piernas, irradiaba una amenaza que ponía los pelos de punta. Los sellos mágicos sobre su cuerpo eran una mezcla de tradiciones taoístas, budistas y algo que nadie lograba identificar. Su única función era mantener a raya el hambre, ese abismo voraz que parecía no tener fin. —¿Qué pasa? ¿Tienen miedo de entrar? —murmuró con una voz que era un susurro y un rugido al mismo tiempo. Su risa resonó como un eco, rebotando en las paredes de la celda. Desde fuera, un guardia miraba con nerviosismo a través de la pequeña ventana de la puerta reforzada. El hombre sostenía un rifle, pero incluso con el arma en la mano, su sudor frío traicionaba su miedo. —¿Por qué sigue sonriendo? No ha comido en días... —murmuró el guardia. Otro guardia, uno más veterano, respondió: —Porque no necesita comida normal. Ese monstruo... se alimenta del miedo. Y nosotros somos su banquete.
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