Y en la última noche del solsticio, la montaña teñía el cielo de azul. La luz que emitía las llamas color zafiro del zorro, anunciando que los deseos de ese nuevo año habían sido recibido por los dioses.
El Kitsune los había escuchado, y a su madre Inari llevó con diligencia cada pura plegaría.
Kazuo danzaba en aquel llano, donde el trigo había cedido bajo el manto blanco de la espesa nieve. Ni el frío ni el viento impedían su ancestral danza. Sus pies desnudos, impasibles a la inclemencia lo hacían girar, hasta que aquel fuego color zafiro acariciaba el cielo invernal.
El Kitsune los había escuchado, y a su madre Inari llevó con diligencia cada pura plegaría.
Kazuo danzaba en aquel llano, donde el trigo había cedido bajo el manto blanco de la espesa nieve. Ni el frío ni el viento impedían su ancestral danza. Sus pies desnudos, impasibles a la inclemencia lo hacían girar, hasta que aquel fuego color zafiro acariciaba el cielo invernal.
Y en la última noche del solsticio, la montaña teñía el cielo de azul. La luz que emitía las llamas color zafiro del zorro, anunciando que los deseos de ese nuevo año habían sido recibido por los dioses.
El Kitsune los había escuchado, y a su madre Inari llevó con diligencia cada pura plegaría.
Kazuo danzaba en aquel llano, donde el trigo había cedido bajo el manto blanco de la espesa nieve. Ni el frío ni el viento impedían su ancestral danza. Sus pies desnudos, impasibles a la inclemencia lo hacían girar, hasta que aquel fuego color zafiro acariciaba el cielo invernal.