El salón estaba iluminado con una calidez dorada que hacía brillar los candelabros como estrellas en un cielo artificial. La música flotaba en el aire, acompañada por las risas y el suave tintineo de copas de champán. Iera avanzó con gracia entre los invitados, cada paso cuidadosamente calculado. Su vestido plateado, bordado con pequeños cristales que reflejaban la luz, era perfecto para mezclarse entre la alta sociedad que llenaba el lugar. Nadie sospecharía que, bajo esa apariencia impecable, se ocultaba una hada, una criatura de otro mundo, con una misión que no podía fallar.
Llevaba consigo el peso de la obligación. No estaba allí para disfrutar de la fiesta ni para mezclarse con los humanos. Había algo oculto en ese lugar, algo que debía recuperar antes de la medianoche. Su mundo dependía de ello.
Con una copa de champán en la mano, que apenas tocó, observó a los invitados con una mirada calculadora. Había estudiado a cada uno de ellos antes de llegar: políticos, empresarios, figuras públicas. Pero no estaba buscando a una persona; estaba buscando un objeto. Una reliquia escondida que emitía un tenue brillo mágico que sólo ella podía percibir. Sabía que estaba cerca, pero no podía ser demasiado obvia. El riesgo era demasiado alto.
Mientras caminaba hacia una esquina menos concurrida del salón, sintió una presencia. Alguien la estaba observando. Fingió no darse cuenta, inclinando ligeramente la cabeza y dejando que un mechón de cabello cayera sobre su rostro. Los humanos eran fáciles de engañar, pero este observador no era humano. Podía sentirlo en la forma en que su mirada parecía atravesar su disfraz. Era uno de ellos. Uno de los guardianes enviados para proteger lo que ella necesitaba robar.
Iera giró lentamente, fingiendo buscar algo en la mesa a su lado, y aprovechó para escanear la habitación con disimulo. Allí estaba él, un hombre alto con un traje impecable, sosteniendo una copa pero sin beber de ella. Su postura relajada no coincidía con la intensidad de su mirada. Sabía quién era ella.
—Esto se complica… —susurró para sí misma, llevando la copa a sus labios sin beber.
No había tiempo para dudas. La reliquia estaba en una sala más allá de las puertas dobles al final del salón. La llave estaba en posesión del anfitrión, un hombre cuya sonrisa afable ocultaba secretos oscuros. Iera sabía que tendría que improvisar. Pero primero, debía deshacerse del guardián que seguía sus movimientos.
Se movió con fluidez hacia la pista de baile, dejando que la multitud la envolviera. Su plan era claro: distraer, confundir, avanzar. Justo cuando creyó haber perdido al hombre, sintió un susurro junto a su oído.
—No creas que podrás escapar tan fácilmente, pequeña hada.
El escalofrío recorrió su espalda, pero no permitió que su rostro mostrara sorpresa. En cambio, giró con una sonrisa encantadora, enfrentándose a él.
—Creo que me está confundiendo, caballero. —Su voz era suave, casi musical, un rastro de su verdadera naturaleza.
Él sonrió, pero sus ojos brillaban con una intensidad peligrosa.
—Sabes bien a lo que me refiero. Pero no te preocupes, me aseguraré de que no llegues a esa puerta.
Sin responder, Iera dejó caer la copa al suelo, el sonido del cristal rompiéndose atrayendo la atención de los demás. Aprovechó la confusión para deslizarse entre los invitados, su corazón latiendo con fuerza. No podía fallar. No esta vez. La medianoche estaba cerca, y si no lograba recuperar la reliquia a tiempo, el equilibrio entre su mundo y el de los humanos se rompería para siempre.
Llevaba consigo el peso de la obligación. No estaba allí para disfrutar de la fiesta ni para mezclarse con los humanos. Había algo oculto en ese lugar, algo que debía recuperar antes de la medianoche. Su mundo dependía de ello.
Con una copa de champán en la mano, que apenas tocó, observó a los invitados con una mirada calculadora. Había estudiado a cada uno de ellos antes de llegar: políticos, empresarios, figuras públicas. Pero no estaba buscando a una persona; estaba buscando un objeto. Una reliquia escondida que emitía un tenue brillo mágico que sólo ella podía percibir. Sabía que estaba cerca, pero no podía ser demasiado obvia. El riesgo era demasiado alto.
Mientras caminaba hacia una esquina menos concurrida del salón, sintió una presencia. Alguien la estaba observando. Fingió no darse cuenta, inclinando ligeramente la cabeza y dejando que un mechón de cabello cayera sobre su rostro. Los humanos eran fáciles de engañar, pero este observador no era humano. Podía sentirlo en la forma en que su mirada parecía atravesar su disfraz. Era uno de ellos. Uno de los guardianes enviados para proteger lo que ella necesitaba robar.
Iera giró lentamente, fingiendo buscar algo en la mesa a su lado, y aprovechó para escanear la habitación con disimulo. Allí estaba él, un hombre alto con un traje impecable, sosteniendo una copa pero sin beber de ella. Su postura relajada no coincidía con la intensidad de su mirada. Sabía quién era ella.
—Esto se complica… —susurró para sí misma, llevando la copa a sus labios sin beber.
No había tiempo para dudas. La reliquia estaba en una sala más allá de las puertas dobles al final del salón. La llave estaba en posesión del anfitrión, un hombre cuya sonrisa afable ocultaba secretos oscuros. Iera sabía que tendría que improvisar. Pero primero, debía deshacerse del guardián que seguía sus movimientos.
Se movió con fluidez hacia la pista de baile, dejando que la multitud la envolviera. Su plan era claro: distraer, confundir, avanzar. Justo cuando creyó haber perdido al hombre, sintió un susurro junto a su oído.
—No creas que podrás escapar tan fácilmente, pequeña hada.
El escalofrío recorrió su espalda, pero no permitió que su rostro mostrara sorpresa. En cambio, giró con una sonrisa encantadora, enfrentándose a él.
—Creo que me está confundiendo, caballero. —Su voz era suave, casi musical, un rastro de su verdadera naturaleza.
Él sonrió, pero sus ojos brillaban con una intensidad peligrosa.
—Sabes bien a lo que me refiero. Pero no te preocupes, me aseguraré de que no llegues a esa puerta.
Sin responder, Iera dejó caer la copa al suelo, el sonido del cristal rompiéndose atrayendo la atención de los demás. Aprovechó la confusión para deslizarse entre los invitados, su corazón latiendo con fuerza. No podía fallar. No esta vez. La medianoche estaba cerca, y si no lograba recuperar la reliquia a tiempo, el equilibrio entre su mundo y el de los humanos se rompería para siempre.
El salón estaba iluminado con una calidez dorada que hacía brillar los candelabros como estrellas en un cielo artificial. La música flotaba en el aire, acompañada por las risas y el suave tintineo de copas de champán. Iera avanzó con gracia entre los invitados, cada paso cuidadosamente calculado. Su vestido plateado, bordado con pequeños cristales que reflejaban la luz, era perfecto para mezclarse entre la alta sociedad que llenaba el lugar. Nadie sospecharía que, bajo esa apariencia impecable, se ocultaba una hada, una criatura de otro mundo, con una misión que no podía fallar.
Llevaba consigo el peso de la obligación. No estaba allí para disfrutar de la fiesta ni para mezclarse con los humanos. Había algo oculto en ese lugar, algo que debía recuperar antes de la medianoche. Su mundo dependía de ello.
Con una copa de champán en la mano, que apenas tocó, observó a los invitados con una mirada calculadora. Había estudiado a cada uno de ellos antes de llegar: políticos, empresarios, figuras públicas. Pero no estaba buscando a una persona; estaba buscando un objeto. Una reliquia escondida que emitía un tenue brillo mágico que sólo ella podía percibir. Sabía que estaba cerca, pero no podía ser demasiado obvia. El riesgo era demasiado alto.
Mientras caminaba hacia una esquina menos concurrida del salón, sintió una presencia. Alguien la estaba observando. Fingió no darse cuenta, inclinando ligeramente la cabeza y dejando que un mechón de cabello cayera sobre su rostro. Los humanos eran fáciles de engañar, pero este observador no era humano. Podía sentirlo en la forma en que su mirada parecía atravesar su disfraz. Era uno de ellos. Uno de los guardianes enviados para proteger lo que ella necesitaba robar.
Iera giró lentamente, fingiendo buscar algo en la mesa a su lado, y aprovechó para escanear la habitación con disimulo. Allí estaba él, un hombre alto con un traje impecable, sosteniendo una copa pero sin beber de ella. Su postura relajada no coincidía con la intensidad de su mirada. Sabía quién era ella.
—Esto se complica… —susurró para sí misma, llevando la copa a sus labios sin beber.
No había tiempo para dudas. La reliquia estaba en una sala más allá de las puertas dobles al final del salón. La llave estaba en posesión del anfitrión, un hombre cuya sonrisa afable ocultaba secretos oscuros. Iera sabía que tendría que improvisar. Pero primero, debía deshacerse del guardián que seguía sus movimientos.
Se movió con fluidez hacia la pista de baile, dejando que la multitud la envolviera. Su plan era claro: distraer, confundir, avanzar. Justo cuando creyó haber perdido al hombre, sintió un susurro junto a su oído.
—No creas que podrás escapar tan fácilmente, pequeña hada.
El escalofrío recorrió su espalda, pero no permitió que su rostro mostrara sorpresa. En cambio, giró con una sonrisa encantadora, enfrentándose a él.
—Creo que me está confundiendo, caballero. —Su voz era suave, casi musical, un rastro de su verdadera naturaleza.
Él sonrió, pero sus ojos brillaban con una intensidad peligrosa.
—Sabes bien a lo que me refiero. Pero no te preocupes, me aseguraré de que no llegues a esa puerta.
Sin responder, Iera dejó caer la copa al suelo, el sonido del cristal rompiéndose atrayendo la atención de los demás. Aprovechó la confusión para deslizarse entre los invitados, su corazón latiendo con fuerza. No podía fallar. No esta vez. La medianoche estaba cerca, y si no lograba recuperar la reliquia a tiempo, el equilibrio entre su mundo y el de los humanos se rompería para siempre.