El aire en la habitación era espeso, saturado de un calor sofocante que se mezclaba con el aroma a madera quemada. La única luz provenía del resplandor rojizo que emanaba de las antorchas y una lámpara de aceite en la esquina, llenando el espacio con un tenue brillo carmesí. Lyra estaba sentada en un rincón oscuro, sus piernas cruzadas y su capa negra cubriéndola casi por completo. Sus ojos rojos brillaban como carbones encendidos, perforando la penumbra, mientras su mente vagaba en una tormenta de pensamientos.

El silencio en el ambiente no era completo; había un leve crujido de las paredes de madera y un susurro en el viento que se filtraba por las grietas, como si el mundo exterior intentara infiltrarse en su refugio. La elfa mantuvo una postura cerrada, con los brazos descansando sobre sus rodillas, sus dedos jugando distraídamente con los bordes de la capa. El rojo de sus ojos capturaba la luz de las llamas, otorgándoles una intensidad casi sobrenatural.

Había algo profundamente inquietante en su quietud, como un depredador esperando en las sombras. Pero dentro de ella, la calma era una mentira; su mente era un torbellino, atrapada en recuerdos que no quería revivir por el momento. Pensaba en las cadenas que había roto, en los susurros de su conciencia, y en los rostros que habían desaparecido para siempre. Cada pensamiento la atormentaba como un aguijón punzante, pero su rostro no mostraba más que una expresión fría, una máscara bien ensayada que nadie, salvo quizá ella misma, podría desentrañar.

La habitación era un lugar de refugio y aislamiento, un santuario que había elegido para huir de los gritos de un mundo que siempre exigía más de lo que estaba dispuesta a dar. Sus labios se curvaron en una mueca fugaz, un destello de desdén por la humanidad que parecía no dejarla en paz, incluso cuando la buscaba. Pero… ¿Era realmente el mundo el que la acosaba? ¿O era ella misma quien se condenaba a escuchar los ecos de sus propias decisiones?
Se permitió un susurro apenas audible, un pensamiento que escapó de sus labios antes de que pudiera detenerlo.

— Paz... —La palabra murió en el aire como una burla, un ideal que nunca había alcanzado y que quizás nunca lo haría.

El peso de la noche recaía sobre sus hombros como una losa, y aunque la tormenta en su interior parecía crecer, no movió un solo músculo. Sus ojos continuaban ardiendo, observando el vacío, esperando... Algo. Un intruso que rompiera el silencio, una señal de que no estaba completamente sola en esa condena en la que ella misma había caído.

El ambiente quedó suspendido, un momento que podía ser interrumpido en cualquier instante.
El aire en la habitación era espeso, saturado de un calor sofocante que se mezclaba con el aroma a madera quemada. La única luz provenía del resplandor rojizo que emanaba de las antorchas y una lámpara de aceite en la esquina, llenando el espacio con un tenue brillo carmesí. Lyra estaba sentada en un rincón oscuro, sus piernas cruzadas y su capa negra cubriéndola casi por completo. Sus ojos rojos brillaban como carbones encendidos, perforando la penumbra, mientras su mente vagaba en una tormenta de pensamientos. El silencio en el ambiente no era completo; había un leve crujido de las paredes de madera y un susurro en el viento que se filtraba por las grietas, como si el mundo exterior intentara infiltrarse en su refugio. La elfa mantuvo una postura cerrada, con los brazos descansando sobre sus rodillas, sus dedos jugando distraídamente con los bordes de la capa. El rojo de sus ojos capturaba la luz de las llamas, otorgándoles una intensidad casi sobrenatural. Había algo profundamente inquietante en su quietud, como un depredador esperando en las sombras. Pero dentro de ella, la calma era una mentira; su mente era un torbellino, atrapada en recuerdos que no quería revivir por el momento. Pensaba en las cadenas que había roto, en los susurros de su conciencia, y en los rostros que habían desaparecido para siempre. Cada pensamiento la atormentaba como un aguijón punzante, pero su rostro no mostraba más que una expresión fría, una máscara bien ensayada que nadie, salvo quizá ella misma, podría desentrañar. La habitación era un lugar de refugio y aislamiento, un santuario que había elegido para huir de los gritos de un mundo que siempre exigía más de lo que estaba dispuesta a dar. Sus labios se curvaron en una mueca fugaz, un destello de desdén por la humanidad que parecía no dejarla en paz, incluso cuando la buscaba. Pero… ¿Era realmente el mundo el que la acosaba? ¿O era ella misma quien se condenaba a escuchar los ecos de sus propias decisiones? Se permitió un susurro apenas audible, un pensamiento que escapó de sus labios antes de que pudiera detenerlo. — Paz... —La palabra murió en el aire como una burla, un ideal que nunca había alcanzado y que quizás nunca lo haría. El peso de la noche recaía sobre sus hombros como una losa, y aunque la tormenta en su interior parecía crecer, no movió un solo músculo. Sus ojos continuaban ardiendo, observando el vacío, esperando... Algo. Un intruso que rompiera el silencio, una señal de que no estaba completamente sola en esa condena en la que ella misma había caído. El ambiente quedó suspendido, un momento que podía ser interrumpido en cualquier instante.
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