La sala estaba fría, impregnada de un silencio cargado, como si incluso el aire temiera moverse. Las sombras de las serpientes se proyectaban en las paredes, danzando con el parpadeo tenue de las antorchas, mientras el reflejo del bronce en sus brazaletes brillaba como ojos atentos.
—Soy lo que hicieron de mí.
Sus palabras flotaron en el aire, un murmullo cargado de un doloroso veneno. Mientras hablaba, sus dedos rozaron la superficie de una estatua rota: una figura masculina petrificada, el gesto de horror aún congelado en su rostro.
—Dijeron que era un monstruo, pero no nací siendo una. Ellos me arrebataron la suavidad de mis días. Ellos hicieron de mi piel una trinchera y de mis lágrimas un arma.
Se giró, sus ojos dorados buscando algo en la penumbra, como si hablara con una presencia que no estaba allí, o con los fragmentos de quien solía ser.
—¿Crees que me alegra el destino que cargo? Cada criatura que yace inmóvil ante mí es un eco de mi propia condena. Pero no pido compasión. No la quiero. Es un lujo que ya no entiendo.
Las serpientes en su cabeza siseaban suavemente, como si compartieran su tristeza, su furia contenida. Dando un paso hacia adelante, su sombra creció en la pared, imponente y casi divina.
—El mundo no comprende lo que teme. Así que lo destruye... O lo convierte en un arma. Y si debo ser esa arma, que así sea. Pero la sangre de mis víctimas no está en mis manos...
—Soy lo que hicieron de mí.
Sus palabras flotaron en el aire, un murmullo cargado de un doloroso veneno. Mientras hablaba, sus dedos rozaron la superficie de una estatua rota: una figura masculina petrificada, el gesto de horror aún congelado en su rostro.
—Dijeron que era un monstruo, pero no nací siendo una. Ellos me arrebataron la suavidad de mis días. Ellos hicieron de mi piel una trinchera y de mis lágrimas un arma.
Se giró, sus ojos dorados buscando algo en la penumbra, como si hablara con una presencia que no estaba allí, o con los fragmentos de quien solía ser.
—¿Crees que me alegra el destino que cargo? Cada criatura que yace inmóvil ante mí es un eco de mi propia condena. Pero no pido compasión. No la quiero. Es un lujo que ya no entiendo.
Las serpientes en su cabeza siseaban suavemente, como si compartieran su tristeza, su furia contenida. Dando un paso hacia adelante, su sombra creció en la pared, imponente y casi divina.
—El mundo no comprende lo que teme. Así que lo destruye... O lo convierte en un arma. Y si debo ser esa arma, que así sea. Pero la sangre de mis víctimas no está en mis manos...
La sala estaba fría, impregnada de un silencio cargado, como si incluso el aire temiera moverse. Las sombras de las serpientes se proyectaban en las paredes, danzando con el parpadeo tenue de las antorchas, mientras el reflejo del bronce en sus brazaletes brillaba como ojos atentos.
—Soy lo que hicieron de mí.
Sus palabras flotaron en el aire, un murmullo cargado de un doloroso veneno. Mientras hablaba, sus dedos rozaron la superficie de una estatua rota: una figura masculina petrificada, el gesto de horror aún congelado en su rostro.
—Dijeron que era un monstruo, pero no nací siendo una. Ellos me arrebataron la suavidad de mis días. Ellos hicieron de mi piel una trinchera y de mis lágrimas un arma.
Se giró, sus ojos dorados buscando algo en la penumbra, como si hablara con una presencia que no estaba allí, o con los fragmentos de quien solía ser.
—¿Crees que me alegra el destino que cargo? Cada criatura que yace inmóvil ante mí es un eco de mi propia condena. Pero no pido compasión. No la quiero. Es un lujo que ya no entiendo.
Las serpientes en su cabeza siseaban suavemente, como si compartieran su tristeza, su furia contenida. Dando un paso hacia adelante, su sombra creció en la pared, imponente y casi divina.
—El mundo no comprende lo que teme. Así que lo destruye... O lo convierte en un arma. Y si debo ser esa arma, que así sea. Pero la sangre de mis víctimas no está en mis manos...