Another Sick
Noche de pecados, noche de excesos, noche de vicios. La ciudad presenta un cielo nocturno carente del brillo de las estrellas, parcialmente nublado y sin luna. El viento recorre sus calles, infiltrándose en sus deplorables callejones y propagando su peste a cada rincón que aún pueda considerarse puro. En su largo y ancho, hay fiestas, pero nos centraremos en una en particular, preocupantemente alejada de la mano de Dios, oculta de la cuestionable libertad de la sociedad, donde hay paredes con oídos que lo escuchan todo y bocas que impiden el escape de cualquier ruido. Allí, en el subterráneo abandonado, gente de todas las clases sociales, desde la baja hasta la alta, se reúne en busca de sentirse genuinamente libres, huyendo de la monotonía que los rodea.
Quien te invita es el destino mismo, la casualidad de haber seguido a alguien más o de tener una amistad dudosa que asiste a ese tipo de fiestas. Ahí adentro ocurre de todo, desde lo sorprendente hasta lo preocupante. Es un espectáculo de luces, destellos por todos lados y de todos los colores, música a todo volumen que mueve los huesos, junto con olores variados que solo hacen que el evento pueda describirse con una palabra: psicodélico.
Máquinas de humo, parlantes gigantes, barra de bebidas e incluso un extraño carrito donde la gente consigue bolsitas rebosantes de yerba y polvo blanquecino. Desentona con el lugar, pero nadie parece quejarse.
Que no te sorprenda sentir una que otra mano traviesa, pues allí se pierde el sentido de lo común. Que no te parezca raro encontrar parejas de todo tipo, totalmente cariñosos, pues allí aprenden a olvidar el concepto de la vergüenza.
En pleno apogeo, rodeados de personas eufóricas, dos hombres intercambian golpes a diestra y siniestra, con notable torpeza, en un intento de vencer al otro. Uno de ellos destaca por sus tatuajes, por esas cruces negras que rodean sus brazos, y su mirada de brillantes faros dorados. El público los alienta, gritan como simios amantes de la violencia, los encierran en un círculo de muerte.
Fue un mano a mano, hasta que alguien del público consideró que era buena idea armar a uno de los peleadores con una botella de vidrio vacía. El de los ojos de oro no alcanzó a reaccionar, no tuvo tiempo para esquivar el botellazo que le dieron en toda la cabeza. Pero, en contra de todo pronóstico, se mantuvo de pie, con casi que una docena de fragmentos de vidrio incrustados en su rostro que fue lentamente adornado con el rojo carmesí de su propia sangre.
Quien te invita es el destino mismo, la casualidad de haber seguido a alguien más o de tener una amistad dudosa que asiste a ese tipo de fiestas. Ahí adentro ocurre de todo, desde lo sorprendente hasta lo preocupante. Es un espectáculo de luces, destellos por todos lados y de todos los colores, música a todo volumen que mueve los huesos, junto con olores variados que solo hacen que el evento pueda describirse con una palabra: psicodélico.
Máquinas de humo, parlantes gigantes, barra de bebidas e incluso un extraño carrito donde la gente consigue bolsitas rebosantes de yerba y polvo blanquecino. Desentona con el lugar, pero nadie parece quejarse.
Que no te sorprenda sentir una que otra mano traviesa, pues allí se pierde el sentido de lo común. Que no te parezca raro encontrar parejas de todo tipo, totalmente cariñosos, pues allí aprenden a olvidar el concepto de la vergüenza.
En pleno apogeo, rodeados de personas eufóricas, dos hombres intercambian golpes a diestra y siniestra, con notable torpeza, en un intento de vencer al otro. Uno de ellos destaca por sus tatuajes, por esas cruces negras que rodean sus brazos, y su mirada de brillantes faros dorados. El público los alienta, gritan como simios amantes de la violencia, los encierran en un círculo de muerte.
Fue un mano a mano, hasta que alguien del público consideró que era buena idea armar a uno de los peleadores con una botella de vidrio vacía. El de los ojos de oro no alcanzó a reaccionar, no tuvo tiempo para esquivar el botellazo que le dieron en toda la cabeza. Pero, en contra de todo pronóstico, se mantuvo de pie, con casi que una docena de fragmentos de vidrio incrustados en su rostro que fue lentamente adornado con el rojo carmesí de su propia sangre.
Noche de pecados, noche de excesos, noche de vicios. La ciudad presenta un cielo nocturno carente del brillo de las estrellas, parcialmente nublado y sin luna. El viento recorre sus calles, infiltrándose en sus deplorables callejones y propagando su peste a cada rincón que aún pueda considerarse puro. En su largo y ancho, hay fiestas, pero nos centraremos en una en particular, preocupantemente alejada de la mano de Dios, oculta de la cuestionable libertad de la sociedad, donde hay paredes con oídos que lo escuchan todo y bocas que impiden el escape de cualquier ruido. Allí, en el subterráneo abandonado, gente de todas las clases sociales, desde la baja hasta la alta, se reúne en busca de sentirse genuinamente libres, huyendo de la monotonía que los rodea.
Quien te invita es el destino mismo, la casualidad de haber seguido a alguien más o de tener una amistad dudosa que asiste a ese tipo de fiestas. Ahí adentro ocurre de todo, desde lo sorprendente hasta lo preocupante. Es un espectáculo de luces, destellos por todos lados y de todos los colores, música a todo volumen que mueve los huesos, junto con olores variados que solo hacen que el evento pueda describirse con una palabra: psicodélico.
Máquinas de humo, parlantes gigantes, barra de bebidas e incluso un extraño carrito donde la gente consigue bolsitas rebosantes de yerba y polvo blanquecino. Desentona con el lugar, pero nadie parece quejarse.
Que no te sorprenda sentir una que otra mano traviesa, pues allí se pierde el sentido de lo común. Que no te parezca raro encontrar parejas de todo tipo, totalmente cariñosos, pues allí aprenden a olvidar el concepto de la vergüenza.
En pleno apogeo, rodeados de personas eufóricas, dos hombres intercambian golpes a diestra y siniestra, con notable torpeza, en un intento de vencer al otro. Uno de ellos destaca por sus tatuajes, por esas cruces negras que rodean sus brazos, y su mirada de brillantes faros dorados. El público los alienta, gritan como simios amantes de la violencia, los encierran en un círculo de muerte.
Fue un mano a mano, hasta que alguien del público consideró que era buena idea armar a uno de los peleadores con una botella de vidrio vacía. El de los ojos de oro no alcanzó a reaccionar, no tuvo tiempo para esquivar el botellazo que le dieron en toda la cabeza. Pero, en contra de todo pronóstico, se mantuvo de pie, con casi que una docena de fragmentos de vidrio incrustados en su rostro que fue lentamente adornado con el rojo carmesí de su propia sangre.
Tipo
Grupal
Líneas
7
Estado
Disponible