Se sentía podrido por dentro, su propia brujería lo había convertido en eso. Un monstruo; así se definía él. Sus hebras comenzaron a cambiar de color, tomando un blanco oxidado, viejo, doloroso. Empezó a perder el color de su piel, haciéndose pálido como una pintura. Su boca, rajada por cuchillos soltaba sangre sin parar. Se sentía demasiado cansado para luchar.

¿Cuánto tiempo llevaba ahí? Encerrado en su propia mente. Dónde, él mismo se torturaba, metafórica y literalmente.

—Tan patético, mírate. Tapando tu cara, tu verdadera cara. ¿Por qué le ocultas a los demás lo que somos?— desde las sombras de las oscuras paredes de lo que parecía, era una cárcel, alguien le cuestionaba.

Se quedó mudo, no tenía respuesta. ¿Por qué lo hacía? ¿Por miedo? No, era algo más. Quería enterrar lo que él verdaderamente era: un monstruo. Un brujo sin límites morales ni éticos; alguien que no dudaría en matar a toda la población por su supervivencia.

—Déjame… déjame solo— balbuceaba, tapando su cara, miedoso.

Entonces, el mismo ser que le cuestionaba aparecía desde las sombras, con un cuchillo en sus manos lleno de sangre. Acercó el filo hacia las muñecas del torturado; sin piedad temor ni pudor cortó sobre las venas de este. Viendo la sangre caer, otra vez, sobre su cuchillo. No escuchaba ningún quejido, y eso lo enfurecía. Quería oírlo gritar, llorar, patalear. Pero nada, no ocurría nada.

Entonces, se dispuso a hacer algo que verdaderamente le dolería al brujo; por primera vez en años, no lo curó, ni regeneró, iba a dejar a el brujo con aquella cara. Lentamente, aquella cárcel fue desapareciendo, y en consecuencia, sus ataduras fueron liberadas, pero él se sentía atado igualmente.

Observó su cuerpo, los cortes con sangre derramada y esparcida por toda la habitación, tenía que curarse. Tomó unas vendas, las pasó por todas sus muñecas. Aunque no supo cuándo, su cuerpo entero estaba lleno de vendas. Y entonces, en la soledad de su habitación, se dispuso a no salir jamás. Con el miedo de que su verdadero yo, salga a la luz.
Se sentía podrido por dentro, su propia brujería lo había convertido en eso. Un monstruo; así se definía él. Sus hebras comenzaron a cambiar de color, tomando un blanco oxidado, viejo, doloroso. Empezó a perder el color de su piel, haciéndose pálido como una pintura. Su boca, rajada por cuchillos soltaba sangre sin parar. Se sentía demasiado cansado para luchar. ¿Cuánto tiempo llevaba ahí? Encerrado en su propia mente. Dónde, él mismo se torturaba, metafórica y literalmente. —Tan patético, mírate. Tapando tu cara, tu verdadera cara. ¿Por qué le ocultas a los demás lo que somos?— desde las sombras de las oscuras paredes de lo que parecía, era una cárcel, alguien le cuestionaba. Se quedó mudo, no tenía respuesta. ¿Por qué lo hacía? ¿Por miedo? No, era algo más. Quería enterrar lo que él verdaderamente era: un monstruo. Un brujo sin límites morales ni éticos; alguien que no dudaría en matar a toda la población por su supervivencia. —Déjame… déjame solo— balbuceaba, tapando su cara, miedoso. Entonces, el mismo ser que le cuestionaba aparecía desde las sombras, con un cuchillo en sus manos lleno de sangre. Acercó el filo hacia las muñecas del torturado; sin piedad temor ni pudor cortó sobre las venas de este. Viendo la sangre caer, otra vez, sobre su cuchillo. No escuchaba ningún quejido, y eso lo enfurecía. Quería oírlo gritar, llorar, patalear. Pero nada, no ocurría nada. Entonces, se dispuso a hacer algo que verdaderamente le dolería al brujo; por primera vez en años, no lo curó, ni regeneró, iba a dejar a el brujo con aquella cara. Lentamente, aquella cárcel fue desapareciendo, y en consecuencia, sus ataduras fueron liberadas, pero él se sentía atado igualmente. Observó su cuerpo, los cortes con sangre derramada y esparcida por toda la habitación, tenía que curarse. Tomó unas vendas, las pasó por todas sus muñecas. Aunque no supo cuándo, su cuerpo entero estaba lleno de vendas. Y entonces, en la soledad de su habitación, se dispuso a no salir jamás. Con el miedo de que su verdadero yo, salga a la luz.
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