๐ท๐ ๐๐๐๐๐๐๐ ๐๐ ๐ด๐๐๐๐ - ๐ฝ๐๐๐๐๐๐๐ ๐๐ ๐๐ ๐
๐๐๐๐ (parte 2)
Era consciente del transcurrir del tiempo, capaz de calcularlo con el paso de las estaciones. También era consciente de ver a otros animales nacer y morir sin que él sucumbiera a ese mismo paso del tiempo. No era inmortal: si se cortaba, sangraba, y eso era una prueba irrefutable de su mortalidad. Sin embargo, sus heridas sanaban con una velocidad que no era natural, y tampoco sucumbía a la enfermedad. Entonces recordó que, al nacer, una mano dorada acarició su pequeña cabeza. Era cálida, casi como un arrullo en una noche oscura, tan agradable como el abrazo de una madre. Ese gesto marcó la diferencia entre ser un zorro salvaje y lo que él era en ese momento.
Era capaz de razonar todo aquello con una comprensión que rozaba lo humano o quizás, superior. Esa sensación cobró más fuerza cuando una voz lo llamó, una voz con la misma calidez de aquella mano que lo había arrullado al nacer. Se dejó guiar hasta llegar a ese lugar, fuera del plano donde solía estar. Era un océano infinito, donde al mirar hacia el horizonte no se podía distinguir dónde se separaban el cielo y el mar. El agua estaba tan quieta que ningún oleaje la alteraba, permaneciendo imperturbable. Solo cuando Kazuo posó sus patas sobre ella, unas pequeñas ondas desvelaron esa línea que diferenciaba el agua del cielo nocturno. Caminó sobre el mar como si fuera tierra firme, sin que el peso de su cuerpo lo hundiera. Mientras avanzaba, vio dos inmensos koi tan blancos como su pelaje, nadando bajo sus patas y guiándole el camino a seguir.
Fue entonces, después de caminar durante un tiempo indefinido, que una figura apareció ante él. Su resplandor era dorado, tan brillante y cálido que resultaba imposible no deslumbrarse con su luz. Su rostro no se definía por un género; era imposible identificar si era hombre o mujer. Ese ser trascendía todas esas limitaciones. Era su madre, no la que le dio a luz, sino quien le dio la vida. Fue quien lo convirtió en lo que era, otorgándole ese pelaje color de luna, esos ojos color zafiro y ese poder que emanaba de su interior. Sus auras eran prácticamente iguales, como si Kazuo fuese una extensión de aquel ser. Finalmente, aquella majestuosa figura habló.
—Hijo mío, siento orgullo del ser tan magnífico en el que te has convertido —decía con una voz dulce, que calaba hondo en el pecho del zorro.
Kazuo podía entender sus palabras, aunque estas no fueran verbalizadas como tal. Era como si tomaran significado en su mente, proyectándose directamente en sus pensamientos.
—Madre... Inari... —musitó él a través de esa conexión mental que ambos habían establecido.
No entendía por qué sabía aquello; simplemente lo supo, como algo que llegó a él de manera tan natural como respirar.
—Eres mi conexión en la Tierra; tú y tus hermanos sois mis ojos, la forma en que puedo llegar a todos los que necesitan mi bendición. Eres parte de mí, y yo soy parte de ti —continuó el kami.
—Necesito que seas mi mensajero, aquel que lleve mi bondad y que me traiga el anhelo de aquellos que merecen mi gracia. Quiero que seas mi representación en la Tierra —añadió con una calma profunda.
Las palabras de su madre se asentaron en el pecho de Kazuo, quien asintió suavemente, comprendiendo todo lo que ella le decía. Para él, de una forma inexplicable, todo aquello tenía sentido.
El kami se acercó a él lentamente. Se arrodilló frente al zorro con extrema humildad, acunando su cabeza entre sus manos y entrelazando sus largos dedos en su pelaje. Kazuo cerró los ojos al sentir el contacto; era cálido, era como estar en casa. Aquella figura mística se inclinó para besarle la frente, como si le otorgara un beso de infinita gratitud.
—Te amo, hijo mío. Gracias por existir —dijo, susurrando contra su piel.
Y tras eso, el tintineo de una pequeña campana. Al abrir los ojos, todo había desaparecido, como si de un chasquido sordo lo hubiese despertado de un profundo sueño. Solo que aquello no había sido un sueño. Ahora Kazuo comprendía el propósito de su existencia y cuál sería su cometido de aquí en adelante. Cumpliría su misión hasta exhalar su último aliento, si es que eso llegara a suceder algún día. Fue entonces cuando Kazuo alcanzó un nivel de consciencia mayor que el de cualquier humano o ser terrenal, sellando su destino con una promesa eterna.
Era consciente del transcurrir del tiempo, capaz de calcularlo con el paso de las estaciones. También era consciente de ver a otros animales nacer y morir sin que él sucumbiera a ese mismo paso del tiempo. No era inmortal: si se cortaba, sangraba, y eso era una prueba irrefutable de su mortalidad. Sin embargo, sus heridas sanaban con una velocidad que no era natural, y tampoco sucumbía a la enfermedad. Entonces recordó que, al nacer, una mano dorada acarició su pequeña cabeza. Era cálida, casi como un arrullo en una noche oscura, tan agradable como el abrazo de una madre. Ese gesto marcó la diferencia entre ser un zorro salvaje y lo que él era en ese momento.
Era capaz de razonar todo aquello con una comprensión que rozaba lo humano o quizás, superior. Esa sensación cobró más fuerza cuando una voz lo llamó, una voz con la misma calidez de aquella mano que lo había arrullado al nacer. Se dejó guiar hasta llegar a ese lugar, fuera del plano donde solía estar. Era un océano infinito, donde al mirar hacia el horizonte no se podía distinguir dónde se separaban el cielo y el mar. El agua estaba tan quieta que ningún oleaje la alteraba, permaneciendo imperturbable. Solo cuando Kazuo posó sus patas sobre ella, unas pequeñas ondas desvelaron esa línea que diferenciaba el agua del cielo nocturno. Caminó sobre el mar como si fuera tierra firme, sin que el peso de su cuerpo lo hundiera. Mientras avanzaba, vio dos inmensos koi tan blancos como su pelaje, nadando bajo sus patas y guiándole el camino a seguir.
Fue entonces, después de caminar durante un tiempo indefinido, que una figura apareció ante él. Su resplandor era dorado, tan brillante y cálido que resultaba imposible no deslumbrarse con su luz. Su rostro no se definía por un género; era imposible identificar si era hombre o mujer. Ese ser trascendía todas esas limitaciones. Era su madre, no la que le dio a luz, sino quien le dio la vida. Fue quien lo convirtió en lo que era, otorgándole ese pelaje color de luna, esos ojos color zafiro y ese poder que emanaba de su interior. Sus auras eran prácticamente iguales, como si Kazuo fuese una extensión de aquel ser. Finalmente, aquella majestuosa figura habló.
—Hijo mío, siento orgullo del ser tan magnífico en el que te has convertido —decía con una voz dulce, que calaba hondo en el pecho del zorro.
Kazuo podía entender sus palabras, aunque estas no fueran verbalizadas como tal. Era como si tomaran significado en su mente, proyectándose directamente en sus pensamientos.
—Madre... Inari... —musitó él a través de esa conexión mental que ambos habían establecido.
No entendía por qué sabía aquello; simplemente lo supo, como algo que llegó a él de manera tan natural como respirar.
—Eres mi conexión en la Tierra; tú y tus hermanos sois mis ojos, la forma en que puedo llegar a todos los que necesitan mi bendición. Eres parte de mí, y yo soy parte de ti —continuó el kami.
—Necesito que seas mi mensajero, aquel que lleve mi bondad y que me traiga el anhelo de aquellos que merecen mi gracia. Quiero que seas mi representación en la Tierra —añadió con una calma profunda.
Las palabras de su madre se asentaron en el pecho de Kazuo, quien asintió suavemente, comprendiendo todo lo que ella le decía. Para él, de una forma inexplicable, todo aquello tenía sentido.
El kami se acercó a él lentamente. Se arrodilló frente al zorro con extrema humildad, acunando su cabeza entre sus manos y entrelazando sus largos dedos en su pelaje. Kazuo cerró los ojos al sentir el contacto; era cálido, era como estar en casa. Aquella figura mística se inclinó para besarle la frente, como si le otorgara un beso de infinita gratitud.
—Te amo, hijo mío. Gracias por existir —dijo, susurrando contra su piel.
Y tras eso, el tintineo de una pequeña campana. Al abrir los ojos, todo había desaparecido, como si de un chasquido sordo lo hubiese despertado de un profundo sueño. Solo que aquello no había sido un sueño. Ahora Kazuo comprendía el propósito de su existencia y cuál sería su cometido de aquí en adelante. Cumpliría su misión hasta exhalar su último aliento, si es que eso llegara a suceder algún día. Fue entonces cuando Kazuo alcanzó un nivel de consciencia mayor que el de cualquier humano o ser terrenal, sellando su destino con una promesa eterna.
๐ท๐ ๐๐๐๐๐๐๐ ๐๐ ๐ด๐๐๐๐ - ๐ฝ๐๐๐๐๐๐๐ ๐๐ ๐๐ ๐
๐๐๐๐ (parte 2)
Era consciente del transcurrir del tiempo, capaz de calcularlo con el paso de las estaciones. También era consciente de ver a otros animales nacer y morir sin que él sucumbiera a ese mismo paso del tiempo. No era inmortal: si se cortaba, sangraba, y eso era una prueba irrefutable de su mortalidad. Sin embargo, sus heridas sanaban con una velocidad que no era natural, y tampoco sucumbía a la enfermedad. Entonces recordó que, al nacer, una mano dorada acarició su pequeña cabeza. Era cálida, casi como un arrullo en una noche oscura, tan agradable como el abrazo de una madre. Ese gesto marcó la diferencia entre ser un zorro salvaje y lo que él era en ese momento.
Era capaz de razonar todo aquello con una comprensión que rozaba lo humano o quizás, superior. Esa sensación cobró más fuerza cuando una voz lo llamó, una voz con la misma calidez de aquella mano que lo había arrullado al nacer. Se dejó guiar hasta llegar a ese lugar, fuera del plano donde solía estar. Era un océano infinito, donde al mirar hacia el horizonte no se podía distinguir dónde se separaban el cielo y el mar. El agua estaba tan quieta que ningún oleaje la alteraba, permaneciendo imperturbable. Solo cuando Kazuo posó sus patas sobre ella, unas pequeñas ondas desvelaron esa línea que diferenciaba el agua del cielo nocturno. Caminó sobre el mar como si fuera tierra firme, sin que el peso de su cuerpo lo hundiera. Mientras avanzaba, vio dos inmensos koi tan blancos como su pelaje, nadando bajo sus patas y guiándole el camino a seguir.
Fue entonces, después de caminar durante un tiempo indefinido, que una figura apareció ante él. Su resplandor era dorado, tan brillante y cálido que resultaba imposible no deslumbrarse con su luz. Su rostro no se definía por un género; era imposible identificar si era hombre o mujer. Ese ser trascendía todas esas limitaciones. Era su madre, no la que le dio a luz, sino quien le dio la vida. Fue quien lo convirtió en lo que era, otorgándole ese pelaje color de luna, esos ojos color zafiro y ese poder que emanaba de su interior. Sus auras eran prácticamente iguales, como si Kazuo fuese una extensión de aquel ser. Finalmente, aquella majestuosa figura habló.
—Hijo mío, siento orgullo del ser tan magnífico en el que te has convertido —decía con una voz dulce, que calaba hondo en el pecho del zorro.
Kazuo podía entender sus palabras, aunque estas no fueran verbalizadas como tal. Era como si tomaran significado en su mente, proyectándose directamente en sus pensamientos.
—Madre... Inari... —musitó él a través de esa conexión mental que ambos habían establecido.
No entendía por qué sabía aquello; simplemente lo supo, como algo que llegó a él de manera tan natural como respirar.
—Eres mi conexión en la Tierra; tú y tus hermanos sois mis ojos, la forma en que puedo llegar a todos los que necesitan mi bendición. Eres parte de mí, y yo soy parte de ti —continuó el kami.
—Necesito que seas mi mensajero, aquel que lleve mi bondad y que me traiga el anhelo de aquellos que merecen mi gracia. Quiero que seas mi representación en la Tierra —añadió con una calma profunda.
Las palabras de su madre se asentaron en el pecho de Kazuo, quien asintió suavemente, comprendiendo todo lo que ella le decía. Para él, de una forma inexplicable, todo aquello tenía sentido.
El kami se acercó a él lentamente. Se arrodilló frente al zorro con extrema humildad, acunando su cabeza entre sus manos y entrelazando sus largos dedos en su pelaje. Kazuo cerró los ojos al sentir el contacto; era cálido, era como estar en casa. Aquella figura mística se inclinó para besarle la frente, como si le otorgara un beso de infinita gratitud.
—Te amo, hijo mío. Gracias por existir —dijo, susurrando contra su piel.
Y tras eso, el tintineo de una pequeña campana. Al abrir los ojos, todo había desaparecido, como si de un chasquido sordo lo hubiese despertado de un profundo sueño. Solo que aquello no había sido un sueño. Ahora Kazuo comprendía el propósito de su existencia y cuál sería su cometido de aquí en adelante. Cumpliría su misión hasta exhalar su último aliento, si es que eso llegara a suceder algún día. Fue entonces cuando Kazuo alcanzó un nivel de consciencia mayor que el de cualquier humano o ser terrenal, sellando su destino con una promesa eterna.