El jardín, bañado por la luz fría y distante de la luna llena, parecía indiferente al sufrimiento que cargaba Daniel en su interior. Con el cuerpo exhausto y el alma aún más, caminó tambaleándose, su pecho subiendo y bajando con respiraciones desiguales. Miró al cielo, buscando respuestas en esa luna que siempre había sido su guía, su madre en espíritu. Pero esta vez no había consuelo, solo frustración.

—¡¿Por qué, madre?!—

gritó, su voz desgarrada por la impotencia.

—¡¿Por qué pones tantos problemas en mi vida?! ¡Todo esto… el juicio, la coronación, el entrenamiento! ¿Es una prueba? ¿Es esto lo que quieres de mí?—

Se pasó una mano por el cabello húmedo de sudor, sus pensamientos enredándose en la maraña de expectativas que siempre lo abrumaban. La magia no respondía, no importaba cuánto lo intentara, y las expectativas de su familia, de la Luna, de todos, pesaban como cadenas que lo arrastraban hacia abajo.

—Yo solo quiero ser feliz con Adriana—

continuó, con la voz temblorosa, pero cargada de desesperación.

—¡Quiero casarme con ella, que algún día sea la madre de mis hijos! ¿Por qué tiene que ser todo tan difícil? ¿Por qué siempre es tan complicado?—

Se detuvo, apretando los puños mientras la impotencia lo consumía.

—¡Todos esperan que sea perfecto! ¡El hijo ideal de los Selene, el heredero perfecto! Pero no puedo... no puedo ser lo que ellos quieren. Siempre acabo decepcionando a todos. No importa cuánto lo intente, no soy suficiente.—

Las lágrimas empezaron a arder en sus ojos, pero Daniel las contuvo, su rabia y frustración ardiendo más intensamente que su dolor.

—¡¿Por qué me pides tanto si sabes que no puedo con todo esto?! ¡No puedo controlarlo todo! ¡Ni siquiera puedo controlar mi propia magia!—

Se quedó en silencio por un momento, el aire frío de la noche llenando sus pulmones mientras caía de rodillas en la hierba. Su mirada seguía fija en la luna, pero ya no era un grito lo que salía de su boca, sino un susurro derrotado.

—Solo quiero ser suficiente... solo quiero ser feliz.—

El eco de sus palabras se desvaneció, y Daniel sintió el vacío apoderarse de él. La luna, distante y silente, no le ofrecía respuestas. Y en ese momento, más que nunca, se sintió perdido.
El jardín, bañado por la luz fría y distante de la luna llena, parecía indiferente al sufrimiento que cargaba Daniel en su interior. Con el cuerpo exhausto y el alma aún más, caminó tambaleándose, su pecho subiendo y bajando con respiraciones desiguales. Miró al cielo, buscando respuestas en esa luna que siempre había sido su guía, su madre en espíritu. Pero esta vez no había consuelo, solo frustración. —¡¿Por qué, madre?!— gritó, su voz desgarrada por la impotencia. —¡¿Por qué pones tantos problemas en mi vida?! ¡Todo esto… el juicio, la coronación, el entrenamiento! ¿Es una prueba? ¿Es esto lo que quieres de mí?— Se pasó una mano por el cabello húmedo de sudor, sus pensamientos enredándose en la maraña de expectativas que siempre lo abrumaban. La magia no respondía, no importaba cuánto lo intentara, y las expectativas de su familia, de la Luna, de todos, pesaban como cadenas que lo arrastraban hacia abajo. —Yo solo quiero ser feliz con Adriana— continuó, con la voz temblorosa, pero cargada de desesperación. —¡Quiero casarme con ella, que algún día sea la madre de mis hijos! ¿Por qué tiene que ser todo tan difícil? ¿Por qué siempre es tan complicado?— Se detuvo, apretando los puños mientras la impotencia lo consumía. —¡Todos esperan que sea perfecto! ¡El hijo ideal de los Selene, el heredero perfecto! Pero no puedo... no puedo ser lo que ellos quieren. Siempre acabo decepcionando a todos. No importa cuánto lo intente, no soy suficiente.— Las lágrimas empezaron a arder en sus ojos, pero Daniel las contuvo, su rabia y frustración ardiendo más intensamente que su dolor. —¡¿Por qué me pides tanto si sabes que no puedo con todo esto?! ¡No puedo controlarlo todo! ¡Ni siquiera puedo controlar mi propia magia!— Se quedó en silencio por un momento, el aire frío de la noche llenando sus pulmones mientras caía de rodillas en la hierba. Su mirada seguía fija en la luna, pero ya no era un grito lo que salía de su boca, sino un susurro derrotado. —Solo quiero ser suficiente... solo quiero ser feliz.— El eco de sus palabras se desvaneció, y Daniel sintió el vacío apoderarse de él. La luna, distante y silente, no le ofrecía respuestas. Y en ese momento, más que nunca, se sintió perdido.
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