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⠀⠀⠀ ᴄᴀɴᴄɪóɴ ᴅᴇ ɢᴜᴇʀʀᴀ ꜱᴀɴɢʀɪᴇɴᴛᴀ
El día de la insurrección había finalmente llegado. Miles de hombres, como bestias enjauladas, esperaban la hora de la batalla.
En el aire se palpaba la tensión; los escuadrones alzaban el estandarte de la Llama de Sangre, símbolo de su reivindicación. Cada batallón había recibido instrucciones claras y precisas de Elizabeth, la comandante y estratega marcial, cuyas decisiones eran la brújula que guiaba a sus hombres hacia la victoria o la muerte.
Los campamentos de marcha estaban asegurados por fortificaciones robustas, cada unidad posicionada con una segunda y hasta tercera línea de reservas, dispuestas para responder a cualquier cambio en el curso de los acontecimientos. La meticulosidad con la que Elizabeth había organizado su ejército era digna de admiración; ella no solo planeaba cada asalto, sino que también anticipaba las maniobras del enemigo.
Gedler, el Capitán de los pueblos y comarcas del Norte, lideraba el primer séquito. Sus gritos guturales, impregnados de sed de sangre, resonaban como rugidos de un león, instando a sus hombres a desplegarse en dos y tres líneas de infantería. Su táctica era astuta, apoyándose en reservas abundantes que relevaban a las unidades del frente tan pronto como empezaban a ceder. A los flancos, el peso del combate recaía en la infantería ligera y la caballería auxiliar, quienes rodeaban al enemigo con agilidad y precisión, protegiendo a los legionarios en el centro del campo de batalla.
Desde allí, Elizabeth dirigía cada movimiento, inmersa en la vorágine del combate cuerpo a cuerpo. Excalibur, su espada legendaria, brillaba con una luz propia mientras cortaba el aire. Con cada roce liquidaba a sus oponentes, dejando tras de sí una estela de cuerpos caídos. Intercalaba sus ataques con dardos de fuego que disparaba a los enemigos a mayor distancia, su puntería implacable. Era de esperar que alguien en su posición montara a caballo, pero para ella, esa idea era un desliz; su fuerte era el ataque a corta distancia, donde podía sentir el pulso de la batalla, donde cada vida arrebatada resonaba con fuerza en su interior.
La lucha duró dos largos días, un amplio periodo en el que el valle se iba tiñendo de un manto rojo de sangre, un sinfín de almas perdidas bajo los crueles designios de la guerra. Cada guerrero, exhausto, daba lo mejor de sí para lograr la victoria. Aunque el ejército del reino era feroz y estaba bien entrenado, poco a poco empezaba a ceder terreno. Detrás de su fortaleza inicial, comenzaban a mostrar signos de descomposición.
A medida que Elizabeth avanzaba colina arriba, su determinación ardía con más fuerza. Se acercaba a los cabecillas responsables de tan detestables actos, sus aliados: Cohner y Kingwolf. Ambos, cubriéndole la retaguardia, demostraban la fuerza de sus lazos forjados en la lucha. La promesa de luchar codo a codo se cumplía con fervor.
En la madrugada del segundo día, el número de soldados de ambos bandos había descendido drásticamente. Los gobernantes, en su arrogancia, habían quedado desprotegidos, expuestos ante la furia del ejército insurgente. Elizabeth, con el escuadrón que avanzaba tras de ella, se acercaba furiosa, ansiosa por degollar las cabezas que tanto sufrimiento habían sembrado en las tierras que amaba. La pelirroja, con los ojos inyectados de sangre, desplegaba fuego y azotes con su arma, dando muerte a dos de ellos en un abrir y cerrar de ojos. El tercero, presa del pánico, escapó colina abajo, desapareciendo entre la bruma del caos.
A medida que el ocaso se cernía sobre el valle, sus sombras se prolongaban entre los miles de cuerpos tendidos a lo largo del campo como un campo florido marchito. Elizabeth, aún con la respiración agitada, se sentó en el suelo cubierto de tierra y sangre. En su mano, una ocarina resplandecía tenuemente. Comenzó a entonar una melodía, sus notas flotando en el aire pesado por el intenso olor a muerte y hierro. Entre las notas, susurraba la justicia alcanzada, aunque a un gran precio.
Muchas almas partieron en el proceso, y el eco de su sacrificio resonaría por generaciones. Era un canto de victoria, pero también de luto; una celebración de la libertad, en medio del lamento por los caídos. Al final, en la encrucijada de gloria y dolor, Elizabeth encontró el verdadero significado de la guerra: una balanza en la que la justicia nunca se inclinaría por completo, siempre cargada de un peso insoportable.
Este peso que asediaba en la conciencia de Liz le hacía desear la paz que contradictoriamente ella misma había espantado, la dulce melodía de la Ocarina la llevaban lejos al único lugar donde realmente había encontrado refugio para su alma atormentada: un monte entre las montañas y dos lumbreras color zafiro… Era tiempo de volver
⠀⠀⠀ ᴄᴀɴᴄɪóɴ ᴅᴇ ɢᴜᴇʀʀᴀ ꜱᴀɴɢʀɪᴇɴᴛᴀ
El día de la insurrección había finalmente llegado. Miles de hombres, como bestias enjauladas, esperaban la hora de la batalla.
En el aire se palpaba la tensión; los escuadrones alzaban el estandarte de la Llama de Sangre, símbolo de su reivindicación. Cada batallón había recibido instrucciones claras y precisas de Elizabeth, la comandante y estratega marcial, cuyas decisiones eran la brújula que guiaba a sus hombres hacia la victoria o la muerte.
Los campamentos de marcha estaban asegurados por fortificaciones robustas, cada unidad posicionada con una segunda y hasta tercera línea de reservas, dispuestas para responder a cualquier cambio en el curso de los acontecimientos. La meticulosidad con la que Elizabeth había organizado su ejército era digna de admiración; ella no solo planeaba cada asalto, sino que también anticipaba las maniobras del enemigo.
Gedler, el Capitán de los pueblos y comarcas del Norte, lideraba el primer séquito. Sus gritos guturales, impregnados de sed de sangre, resonaban como rugidos de un león, instando a sus hombres a desplegarse en dos y tres líneas de infantería. Su táctica era astuta, apoyándose en reservas abundantes que relevaban a las unidades del frente tan pronto como empezaban a ceder. A los flancos, el peso del combate recaía en la infantería ligera y la caballería auxiliar, quienes rodeaban al enemigo con agilidad y precisión, protegiendo a los legionarios en el centro del campo de batalla.
Desde allí, Elizabeth dirigía cada movimiento, inmersa en la vorágine del combate cuerpo a cuerpo. Excalibur, su espada legendaria, brillaba con una luz propia mientras cortaba el aire. Con cada roce liquidaba a sus oponentes, dejando tras de sí una estela de cuerpos caídos. Intercalaba sus ataques con dardos de fuego que disparaba a los enemigos a mayor distancia, su puntería implacable. Era de esperar que alguien en su posición montara a caballo, pero para ella, esa idea era un desliz; su fuerte era el ataque a corta distancia, donde podía sentir el pulso de la batalla, donde cada vida arrebatada resonaba con fuerza en su interior.
La lucha duró dos largos días, un amplio periodo en el que el valle se iba tiñendo de un manto rojo de sangre, un sinfín de almas perdidas bajo los crueles designios de la guerra. Cada guerrero, exhausto, daba lo mejor de sí para lograr la victoria. Aunque el ejército del reino era feroz y estaba bien entrenado, poco a poco empezaba a ceder terreno. Detrás de su fortaleza inicial, comenzaban a mostrar signos de descomposición.
A medida que Elizabeth avanzaba colina arriba, su determinación ardía con más fuerza. Se acercaba a los cabecillas responsables de tan detestables actos, sus aliados: Cohner y Kingwolf. Ambos, cubriéndole la retaguardia, demostraban la fuerza de sus lazos forjados en la lucha. La promesa de luchar codo a codo se cumplía con fervor.
En la madrugada del segundo día, el número de soldados de ambos bandos había descendido drásticamente. Los gobernantes, en su arrogancia, habían quedado desprotegidos, expuestos ante la furia del ejército insurgente. Elizabeth, con el escuadrón que avanzaba tras de ella, se acercaba furiosa, ansiosa por degollar las cabezas que tanto sufrimiento habían sembrado en las tierras que amaba. La pelirroja, con los ojos inyectados de sangre, desplegaba fuego y azotes con su arma, dando muerte a dos de ellos en un abrir y cerrar de ojos. El tercero, presa del pánico, escapó colina abajo, desapareciendo entre la bruma del caos.
A medida que el ocaso se cernía sobre el valle, sus sombras se prolongaban entre los miles de cuerpos tendidos a lo largo del campo como un campo florido marchito. Elizabeth, aún con la respiración agitada, se sentó en el suelo cubierto de tierra y sangre. En su mano, una ocarina resplandecía tenuemente. Comenzó a entonar una melodía, sus notas flotando en el aire pesado por el intenso olor a muerte y hierro. Entre las notas, susurraba la justicia alcanzada, aunque a un gran precio.
Muchas almas partieron en el proceso, y el eco de su sacrificio resonaría por generaciones. Era un canto de victoria, pero también de luto; una celebración de la libertad, en medio del lamento por los caídos. Al final, en la encrucijada de gloria y dolor, Elizabeth encontró el verdadero significado de la guerra: una balanza en la que la justicia nunca se inclinaría por completo, siempre cargada de un peso insoportable.
Este peso que asediaba en la conciencia de Liz le hacía desear la paz que contradictoriamente ella misma había espantado, la dulce melodía de la Ocarina la llevaban lejos al único lugar donde realmente había encontrado refugio para su alma atormentada: un monte entre las montañas y dos lumbreras color zafiro… Era tiempo de volver
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⠀⠀⠀ ᴄᴀɴᴄɪóɴ ᴅᴇ ɢᴜᴇʀʀᴀ ꜱᴀɴɢʀɪᴇɴᴛᴀ
El día de la insurrección había finalmente llegado. Miles de hombres, como bestias enjauladas, esperaban la hora de la batalla.
En el aire se palpaba la tensión; los escuadrones alzaban el estandarte de la Llama de Sangre, símbolo de su reivindicación. Cada batallón había recibido instrucciones claras y precisas de Elizabeth, la comandante y estratega marcial, cuyas decisiones eran la brújula que guiaba a sus hombres hacia la victoria o la muerte.
Los campamentos de marcha estaban asegurados por fortificaciones robustas, cada unidad posicionada con una segunda y hasta tercera línea de reservas, dispuestas para responder a cualquier cambio en el curso de los acontecimientos. La meticulosidad con la que Elizabeth había organizado su ejército era digna de admiración; ella no solo planeaba cada asalto, sino que también anticipaba las maniobras del enemigo.
Gedler, el Capitán de los pueblos y comarcas del Norte, lideraba el primer séquito. Sus gritos guturales, impregnados de sed de sangre, resonaban como rugidos de un león, instando a sus hombres a desplegarse en dos y tres líneas de infantería. Su táctica era astuta, apoyándose en reservas abundantes que relevaban a las unidades del frente tan pronto como empezaban a ceder. A los flancos, el peso del combate recaía en la infantería ligera y la caballería auxiliar, quienes rodeaban al enemigo con agilidad y precisión, protegiendo a los legionarios en el centro del campo de batalla.
Desde allí, Elizabeth dirigía cada movimiento, inmersa en la vorágine del combate cuerpo a cuerpo. Excalibur, su espada legendaria, brillaba con una luz propia mientras cortaba el aire. Con cada roce liquidaba a sus oponentes, dejando tras de sí una estela de cuerpos caídos. Intercalaba sus ataques con dardos de fuego que disparaba a los enemigos a mayor distancia, su puntería implacable. Era de esperar que alguien en su posición montara a caballo, pero para ella, esa idea era un desliz; su fuerte era el ataque a corta distancia, donde podía sentir el pulso de la batalla, donde cada vida arrebatada resonaba con fuerza en su interior.
La lucha duró dos largos días, un amplio periodo en el que el valle se iba tiñendo de un manto rojo de sangre, un sinfín de almas perdidas bajo los crueles designios de la guerra. Cada guerrero, exhausto, daba lo mejor de sí para lograr la victoria. Aunque el ejército del reino era feroz y estaba bien entrenado, poco a poco empezaba a ceder terreno. Detrás de su fortaleza inicial, comenzaban a mostrar signos de descomposición.
A medida que Elizabeth avanzaba colina arriba, su determinación ardía con más fuerza. Se acercaba a los cabecillas responsables de tan detestables actos, sus aliados: Cohner y Kingwolf. Ambos, cubriéndole la retaguardia, demostraban la fuerza de sus lazos forjados en la lucha. La promesa de luchar codo a codo se cumplía con fervor.
En la madrugada del segundo día, el número de soldados de ambos bandos había descendido drásticamente. Los gobernantes, en su arrogancia, habían quedado desprotegidos, expuestos ante la furia del ejército insurgente. Elizabeth, con el escuadrón que avanzaba tras de ella, se acercaba furiosa, ansiosa por degollar las cabezas que tanto sufrimiento habían sembrado en las tierras que amaba. La pelirroja, con los ojos inyectados de sangre, desplegaba fuego y azotes con su arma, dando muerte a dos de ellos en un abrir y cerrar de ojos. El tercero, presa del pánico, escapó colina abajo, desapareciendo entre la bruma del caos.
A medida que el ocaso se cernía sobre el valle, sus sombras se prolongaban entre los miles de cuerpos tendidos a lo largo del campo como un campo florido marchito. Elizabeth, aún con la respiración agitada, se sentó en el suelo cubierto de tierra y sangre. En su mano, una ocarina resplandecía tenuemente. Comenzó a entonar una melodía, sus notas flotando en el aire pesado por el intenso olor a muerte y hierro. Entre las notas, susurraba la justicia alcanzada, aunque a un gran precio.
Muchas almas partieron en el proceso, y el eco de su sacrificio resonaría por generaciones. Era un canto de victoria, pero también de luto; una celebración de la libertad, en medio del lamento por los caídos. Al final, en la encrucijada de gloria y dolor, Elizabeth encontró el verdadero significado de la guerra: una balanza en la que la justicia nunca se inclinaría por completo, siempre cargada de un peso insoportable.
Este peso que asediaba en la conciencia de Liz le hacía desear la paz que contradictoriamente ella misma había espantado, la dulce melodía de la Ocarina la llevaban lejos al único lugar donde realmente había encontrado refugio para su alma atormentada: un monte entre las montañas y dos lumbreras color zafiro… Era tiempo de volver