La luna se alzó en lo alto del firmamento, brillando con una luz propia que resplandecía en medio de un infinito mar de estrellas. Su radiante presencia bendijo el inicio de una nueva era, permitiendo que la humanidad enfrentara con esperanza el nuevo milenio.

En ese instante, los relojes de Italia marcaban las doce, mientras el papa concluía su plegaria por tiempos mejores.

Las risas, los susurros, los llantos y los gritos se perdieron ante los gruñidos de la desgracia, bajo los murmullos crueles del fuego que poco a poco devoraba el interior del Vaticano con un abrazo de temperaturas tremendas.
El humo negro se elevó en busca del cielo, agregando un nuevo de nivel de terror a las personas que miraban con impotencia la caída del templo más importante de sus creencias.

Aún recuerdo ese día. El primero de enero del año dos mil.

Todavía puedo sentir las caricias de las llamas que tímidamente danzaban en los bordes de mi piel. Me es imposible olvidar el como sujetaban celosamente todo lo que veían. Por unos segundos fue aterrador, hasta que logré ver belleza en la forma en la que revoloteaban a mi al rededor.

Fue triste y desesperante. Milenios de historia, incontables sueños inculcados en cada rincón del templo donde yace el que se alza sobre todo y todos. Terminó condenado a volverse brasas, cenizas de lo que alguna vez fue grandioso, mientras que yo solo podía observar en silencio, sin poder evitar que el fuego dejará de regocijarse sobre mi piel y soltara los chamuscados santos del Vaticano. Hasta que logré divisar detalles casi que microscópicos, como las delgadas líneas que conforman al fuego y las pequeñas partículas que se unen para formar aquello que veía. Por alguna razón supe que al señor no le molestaría la caída de un edificio, sino la reacción de la gente.

Así es, ahí lo comprendí. Ese día, cuando el sol comenzó a asomarse en el naciente e intentó opacar la luz del incendio, me alcé entre las cenizas y los escombros, para protagonizar el primer milagro de un nuevo eón.

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El treinta y uno de diciembre de mil novecientos noventa y nueve, la ciudad de Roma recibió la preocupante noticia de que un grupo terrorista había logrado entrar al Vaticano y amenazaron con hundir el templo con un mar de fuego.

No fue hasta la media noche que las amenazas se cumplieron, cuando el mundo presenció una imágen desgarradora que iluminaba sus rostros con destellos rojizos.






//Sí, es notre dame-//
La luna se alzó en lo alto del firmamento, brillando con una luz propia que resplandecía en medio de un infinito mar de estrellas. Su radiante presencia bendijo el inicio de una nueva era, permitiendo que la humanidad enfrentara con esperanza el nuevo milenio. En ese instante, los relojes de Italia marcaban las doce, mientras el papa concluía su plegaria por tiempos mejores. Las risas, los susurros, los llantos y los gritos se perdieron ante los gruñidos de la desgracia, bajo los murmullos crueles del fuego que poco a poco devoraba el interior del Vaticano con un abrazo de temperaturas tremendas. El humo negro se elevó en busca del cielo, agregando un nuevo de nivel de terror a las personas que miraban con impotencia la caída del templo más importante de sus creencias. Aún recuerdo ese día. El primero de enero del año dos mil. Todavía puedo sentir las caricias de las llamas que tímidamente danzaban en los bordes de mi piel. Me es imposible olvidar el como sujetaban celosamente todo lo que veían. Por unos segundos fue aterrador, hasta que logré ver belleza en la forma en la que revoloteaban a mi al rededor. Fue triste y desesperante. Milenios de historia, incontables sueños inculcados en cada rincón del templo donde yace el que se alza sobre todo y todos. Terminó condenado a volverse brasas, cenizas de lo que alguna vez fue grandioso, mientras que yo solo podía observar en silencio, sin poder evitar que el fuego dejará de regocijarse sobre mi piel y soltara los chamuscados santos del Vaticano. Hasta que logré divisar detalles casi que microscópicos, como las delgadas líneas que conforman al fuego y las pequeñas partículas que se unen para formar aquello que veía. Por alguna razón supe que al señor no le molestaría la caída de un edificio, sino la reacción de la gente. Así es, ahí lo comprendí. Ese día, cuando el sol comenzó a asomarse en el naciente e intentó opacar la luz del incendio, me alcé entre las cenizas y los escombros, para protagonizar el primer milagro de un nuevo eón. . . . El treinta y uno de diciembre de mil novecientos noventa y nueve, la ciudad de Roma recibió la preocupante noticia de que un grupo terrorista había logrado entrar al Vaticano y amenazaron con hundir el templo con un mar de fuego. No fue hasta la media noche que las amenazas se cumplieron, cuando el mundo presenció una imágen desgarradora que iluminaba sus rostros con destellos rojizos. //Sí, es notre dame-//
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