En las profundidades del abismo, donde la oscuridad reina y el eco de los gritos nunca se apaga, algo antinatural despertó.

Nacida de la angustia y moldeada por el sufrimiento, esta criatura no tenía nombre ni forma definida al principio.

Solo era un amasijo de odio, una masa informe que deseaba una cosa: destruir todo lo que la había condenado a su existencia sin vida.
Pero con el tiempo, empezó a observar. Desde las sombras, sus ojos deformes y múltiples, ocultos en pliegues retorcidos de carne viscosa, se fijaron en los humanos. Observó su andar, sus gestos, sus expresiones.

Y aprendió.

Al principio, fue torpe. Caminaba entre ellos imitando sus movimientos con espasmos grotescos, sus labios imprecisos intentaban formar palabras que salían como jadeos y gruñidos. Pero la criatura persistió.
Sus miembros deformes se alargaron, se moldearon. Su piel se estiró, cambiando de textura y color hasta que adquirió una apariencia suave, pálida, casi humana. Sus ojos, una vez pozos oscuros sin vida, adoptaron un brillo cristalino, aunque hueco. Una vez que perfeccionó su fachada, ya no era solo una burla grotesca de lo humano, sino que ahora parecía pertenecer a ellos, como si nunca hubiera sido otra cosa.

Pero por dentro, seguía siendo una pesadilla. Las cosas que yacían bajo esa piel falsa eran una amalgama de tejidos abominables. Tentáculos retorcidos se enredaban en torno a órganos inservibles; filamentos negros, como raíces podridas, pulsaban con un ritmo que imitaba el latido de un corazón. No había sangre en sus venas, sino una sustancia espesa y oscura, más parecida a la bilis que a cualquier cosa que dé vida. Su boca, oculta bajo dientes perfectos, estaba llena de lenguas divididas y mandíbulas que podían abrirse de formas imposibles, preparadas para desgarrar la carne de sus víctimas.

El hambre de la criatura era insaciable, no solo un deseo de devorar carne humana, sino un impulso primitivo de absorber su esencia, de sentir sus miedos, de saborear el terror en el último aliento de cada víctima.
En las profundidades del abismo, donde la oscuridad reina y el eco de los gritos nunca se apaga, algo antinatural despertó. Nacida de la angustia y moldeada por el sufrimiento, esta criatura no tenía nombre ni forma definida al principio. Solo era un amasijo de odio, una masa informe que deseaba una cosa: destruir todo lo que la había condenado a su existencia sin vida. Pero con el tiempo, empezó a observar. Desde las sombras, sus ojos deformes y múltiples, ocultos en pliegues retorcidos de carne viscosa, se fijaron en los humanos. Observó su andar, sus gestos, sus expresiones. Y aprendió. Al principio, fue torpe. Caminaba entre ellos imitando sus movimientos con espasmos grotescos, sus labios imprecisos intentaban formar palabras que salían como jadeos y gruñidos. Pero la criatura persistió. Sus miembros deformes se alargaron, se moldearon. Su piel se estiró, cambiando de textura y color hasta que adquirió una apariencia suave, pálida, casi humana. Sus ojos, una vez pozos oscuros sin vida, adoptaron un brillo cristalino, aunque hueco. Una vez que perfeccionó su fachada, ya no era solo una burla grotesca de lo humano, sino que ahora parecía pertenecer a ellos, como si nunca hubiera sido otra cosa. Pero por dentro, seguía siendo una pesadilla. Las cosas que yacían bajo esa piel falsa eran una amalgama de tejidos abominables. Tentáculos retorcidos se enredaban en torno a órganos inservibles; filamentos negros, como raíces podridas, pulsaban con un ritmo que imitaba el latido de un corazón. No había sangre en sus venas, sino una sustancia espesa y oscura, más parecida a la bilis que a cualquier cosa que dé vida. Su boca, oculta bajo dientes perfectos, estaba llena de lenguas divididas y mandíbulas que podían abrirse de formas imposibles, preparadas para desgarrar la carne de sus víctimas. El hambre de la criatura era insaciable, no solo un deseo de devorar carne humana, sino un impulso primitivo de absorber su esencia, de sentir sus miedos, de saborear el terror en el último aliento de cada víctima.
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