"Esta rosa del desierto llama a la lluvia. Quién venera su presencia; acude como un condenado a sus melodías. Cada uno de los pasos que lo acercan a mí es una llamada de paraísos primigenios pese a que desconozco si lograré encontrarlo entre mis brazos para siempre. Aún perdura su estampa en este corazón que arrastra todas mis ilusiones. Mis huellas a ópera silente; porque no hay espíritu que lo pueda invocar y traerlo hasta mí".

Sus palabras susurran delineados a sol de invierno y nieve de verano. La habitación produce que su corazón latiera y lagrimeara, sin derramar una lágrima alguna. Reparte una caricia entre los barrotes; la jaula no está oxidada pero reposa en matiz bronce. Ahí perduran sus memorias. El cofre en que las ha sepultado resuena música. Melodías que silban una La crecida, que delinean un Re escrito con hilares de lana. Las Mi que hechizan los dedos que tocan sus hoscos rostros; esos revestidos con vidrioso orégano y laureles circunspectos. Delimita una forma de prestarle los ojos de sus manos. Vislumbra las alineaciones de los astros que pecan de inocentes.

El abrigo de sus rezos calma los sollozos del genuino imberbe con aroma a condenado; él matiza la arena con la que le calienta los pies. El orgullo de sus crímenes, signos de bosques y triadas de metal, esos que esgrimen una venía a sus denarios de dientes de leche y huesos de cimitarras; pigmentados con tinta indeleble para siempre en un pozo de ríos de paraísos sin final.

Él presta a callar sus sentires; él imprime sus huellas dactilares en un esbozo que musita un esgrimido de hazañas y recodos de piedras en el centro de su vesícula. Tiene hambre y viste de espejismos y cayenas. Ofrece café de uvas; pastel de zanahorias y ciruelas pasas que pastan con el rencor de las palabras mudas que se elevan, se elevan, se elevan con el futuro de los céfiros y el humo de adviento que hace el Amor con sus delicadas promesas.

Él abre la jaula. No persiste el juicio que lo condenó a vagar en la realidad sin siquiera moverse. Sus dedos se mueven, tejen un lagrimeo de lilas y árboles de lima. Las naranjas que crecen en su interior, que pare de vez en vez, de vez en vez, de vez en vez retienen los rostros infantiles de sus vástagos. Edifican pilares, consciencia con aroma a popurrí. Seda de huesos de besos. Desde el secuestro escriben una historia interminable; venenos y antídotos han trinado y sesgado a sus dominios; derrite a la razón de sus suspiros. Retira la sentencia en las nocturnas haladas que pregonan juntos; cada vez que abren las alas. Cada vez que fotografía su anatomía y la borda en el centro de su ombligo.

Cada tanto que cuenta el tiempo que anda y, con anhelantes rezos, describe a la fantasía justo a su sangre y altares. A él acude cada vez que se equivoca en las lecciones. A él confiesa sus dolencias; la magia punza y retiene lo poco de cordura que les queda. Comparten el lecho de plumas y piojos de ganso. Sobre ellos crecen flores cristalinas; la fiereza de sus voces al llamarse sin palabras hiere a sus engaños. Jamás se abandonarán el uno al otro, el otro al uno, el uno al dos.

Ambos son prisioneros y verdugos de su Amor, melodía decorosa que viste a la tumba de sus hilos rojos del Destino y muñecas con aroma a Sol. El otoño crece entre sus ramas: un firmamento anhelante de sal de mar. Un sueño que repite su ciclo de principio a fin con vestigios de cisnes y cigüeñas hechas de tejidos de papel. Hiela una brizna y recita la buena nueva de su historia en estos aquí y estos ahora.

Amor y dolor. Duermen y sueñan con ellos mismos; sueños de dulces cunas. Se anhelan, se quieren, con etéreo valor. Se anhelan, se quieren, con etéreo valor. Se anhelan, se quieren, con etéreo valor. Un lamento de sus ecos alcanza a rasgar el silencio que escuda sus penas que aguardan ante como monolitos colgantes de pies descalzos; ellos se abrazan, aún en la distancia. Ellos hacen el Amor siempre entre desnudadas pérdidas y reencuentros de crueldades magnánimas, tan sólo son dos soñadores radicales que se anhelan; tan sólo el firmamento y el mar que se llaman entre los bordes del tiempo. Están ahí, y se desmoronan, similares a un leve susurro; a un encanto. Un sagrado sueño que los unifica y en el que se buscan sin siquiera conocer sus nombres verdaderos.


"Esta rosa del desierto llama a la lluvia. Quién venera su presencia; acude como un condenado a sus melodías. Cada uno de los pasos que lo acercan a mí es una llamada de paraísos primigenios pese a que desconozco si lograré encontrarlo entre mis brazos para siempre. Aún perdura su estampa en este corazón que arrastra todas mis ilusiones. Mis huellas a ópera silente; porque no hay espíritu que lo pueda invocar y traerlo hasta mí". Sus palabras susurran delineados a sol de invierno y nieve de verano. La habitación produce que su corazón latiera y lagrimeara, sin derramar una lágrima alguna. Reparte una caricia entre los barrotes; la jaula no está oxidada pero reposa en matiz bronce. Ahí perduran sus memorias. El cofre en que las ha sepultado resuena música. Melodías que silban una La crecida, que delinean un Re escrito con hilares de lana. Las Mi que hechizan los dedos que tocan sus hoscos rostros; esos revestidos con vidrioso orégano y laureles circunspectos. Delimita una forma de prestarle los ojos de sus manos. Vislumbra las alineaciones de los astros que pecan de inocentes. El abrigo de sus rezos calma los sollozos del genuino imberbe con aroma a condenado; él matiza la arena con la que le calienta los pies. El orgullo de sus crímenes, signos de bosques y triadas de metal, esos que esgrimen una venía a sus denarios de dientes de leche y huesos de cimitarras; pigmentados con tinta indeleble para siempre en un pozo de ríos de paraísos sin final. Él presta a callar sus sentires; él imprime sus huellas dactilares en un esbozo que musita un esgrimido de hazañas y recodos de piedras en el centro de su vesícula. Tiene hambre y viste de espejismos y cayenas. Ofrece café de uvas; pastel de zanahorias y ciruelas pasas que pastan con el rencor de las palabras mudas que se elevan, se elevan, se elevan con el futuro de los céfiros y el humo de adviento que hace el Amor con sus delicadas promesas. Él abre la jaula. No persiste el juicio que lo condenó a vagar en la realidad sin siquiera moverse. Sus dedos se mueven, tejen un lagrimeo de lilas y árboles de lima. Las naranjas que crecen en su interior, que pare de vez en vez, de vez en vez, de vez en vez retienen los rostros infantiles de sus vástagos. Edifican pilares, consciencia con aroma a popurrí. Seda de huesos de besos. Desde el secuestro escriben una historia interminable; venenos y antídotos han trinado y sesgado a sus dominios; derrite a la razón de sus suspiros. Retira la sentencia en las nocturnas haladas que pregonan juntos; cada vez que abren las alas. Cada vez que fotografía su anatomía y la borda en el centro de su ombligo. Cada tanto que cuenta el tiempo que anda y, con anhelantes rezos, describe a la fantasía justo a su sangre y altares. A él acude cada vez que se equivoca en las lecciones. A él confiesa sus dolencias; la magia punza y retiene lo poco de cordura que les queda. Comparten el lecho de plumas y piojos de ganso. Sobre ellos crecen flores cristalinas; la fiereza de sus voces al llamarse sin palabras hiere a sus engaños. Jamás se abandonarán el uno al otro, el otro al uno, el uno al dos. Ambos son prisioneros y verdugos de su Amor, melodía decorosa que viste a la tumba de sus hilos rojos del Destino y muñecas con aroma a Sol. El otoño crece entre sus ramas: un firmamento anhelante de sal de mar. Un sueño que repite su ciclo de principio a fin con vestigios de cisnes y cigüeñas hechas de tejidos de papel. Hiela una brizna y recita la buena nueva de su historia en estos aquí y estos ahora. Amor y dolor. Duermen y sueñan con ellos mismos; sueños de dulces cunas. Se anhelan, se quieren, con etéreo valor. Se anhelan, se quieren, con etéreo valor. Se anhelan, se quieren, con etéreo valor. Un lamento de sus ecos alcanza a rasgar el silencio que escuda sus penas que aguardan ante como monolitos colgantes de pies descalzos; ellos se abrazan, aún en la distancia. Ellos hacen el Amor siempre entre desnudadas pérdidas y reencuentros de crueldades magnánimas, tan sólo son dos soñadores radicales que se anhelan; tan sólo el firmamento y el mar que se llaman entre los bordes del tiempo. Están ahí, y se desmoronan, similares a un leve susurro; a un encanto. Un sagrado sueño que los unifica y en el que se buscan sin siquiera conocer sus nombres verdaderos.
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