La aproximación de las doncellas de hierro, ya perdidas ante las ofrendas que punzan por invocarla, antes de lo esperado, arropan la magnificada ingenuidad de mi principescas musas. Sesgo con el cincel los roces descarados de los astros en sus ojos y abrazo la vastedad de sus setecientas extremidades. Pulso la primera cuerda y, él o ella o ellos, retocan mis hebras con la nieve del atardecer y amanecer que hacen el Amor como uno, como nadas y ahora, frente a mí presencia. Entrecejos de los orbes que habitan. Los orbes que derribo cada vez que me levanto, cegado por el alcohol que no abandona el inmaculado semblante de mi existencia.

Vierto el contenido de la botella dentro de nueve bocas; relamo con mis trece lenguas el líquido amarillento con aroma a zanahoria recién horneada, y, visto el sabor con el picor de un nuevo ingrediente con el que nutro lo poco que me queda de alimento. He existido en este espacio por siglos; aguardo su llegada desde mi nacimiento. Es momento del despertar de sus tonadas, pero, para mi mala suerte, ellos aún no despiertan. No han madurado; para mí no. Su duermevela ahorca a mis augurios y los venera, en sí mismos, con silbidos del averno que trago como un parajillo en vilo raso.

Mis dedos pulsan las cuerdas de sus divinidades, esas que caen del firmamento de vigilia acuosa, esa desde la que el espectro de la música manifiesta sus abismos. El todo resuena con ilusiones de voluntades; insisten con enterrarme con la vida que eligieron para mí. Desde el principio, desde el fin.

Su carne pastosa es una crudeza del olvido que ellos mismos parieron, esos imperios que extraviaron, como un crío pierde, al nacer, su inevitable cordón umbilical. La voz de sus huesos modula música. La voz de sus huesos modula música. La voz de sus huesos modula música. Escucho la música con el terror unificado a la dulzura de lo sagrado de su perpetua inocencia. Apuro el cruce de mis dedos, y descruzo sus entrañas con las pinzas y el cincel con el que escribo, sobre sus pieles de mármol, pintado de esperanzas. Para mí, retienen lo endiosado de sus entes en la lumbre de las palabras que no habitan en mí.

Convidan una venia ante el altar; con el que arrojo de un puñado de sal y de monedas. Presencian mi danza sin escrúpulos, mi cintura, mi vientre se agita. Se agita, se agita, se agita ante la majestad de los antiguos. La distancia no es un problema. No persiste la distancia entre nuestras fronteras. Somos uno mismo, porque, para mí, soy su principal protagonista. La piel que cuelga desde los monolitos en los que colgué a mi tribu, me insta a parlar con la armonía de una benevolente tragedia. Soy un pañuelo de lágrimas. Soy un pañuelo de lágrimas. Soy un pañuelo de lágrimas. Mis lágrimas bañan con transparencia a todas sus monstruosidades.

Ellos viven. Ellos me llaman. Ellos no envidian otras vidas. Son uno conmigo.
Ellos viven. Ellos me llaman. Ellos no envidian otras vidas. Son uno conmigo.
Ellos viven. Ellos me llaman. Ellos no envidian otras vidas. Son uno conmigo.
Ellos viven. Ellos me llaman. Ellos no envidian otras vidas. Son uno conmigo.
Ellos viven. Ellos me llaman. Ellos no envidian otras vidas. Son uno conmigo.

Soy su hijo. El Elegido. El Profeta. El Loco. Soy una Rosa del Desierto que crece, para siempre de los siempre agradecido, en los mismísimos abismos que perduran desde lo sombreado de sus deseos. En cada una de mis encarnaciones riego la concentración de mis simientes sobre las superficies fértiles, en las que siembro de vez en vez, de vez en vez, de vez en vez, las virtudes que requieren. Ellos son mis sueños y mis pesadillas hechos regalo. El despertar de sus corazones cabalga ya, asomado en lo más álgido como preseas; derrama diversos riachuelos ante sus candores y dunas; promueven el cambio.

Pulso sus huesos; renazco en la música. Percibo la sinfonía del ramaje de sus corazones. Los insólitos parlan con ecos de ensordecedores silencios. Revisten mi existencia con sus susurros de alba risueña, sus siseos de mar de acuarelas; su ternura nocturna me estremece. Ellos son sólo bestias de cuentos de hadas, mucho tiempo atrás despierta con la ópera de una música prohibida. Conocidos como instrumentos de inescrupulosas bestias. Mis niños. Mi orgulloso edén. Mis hijos. Mis Conquistadores de los Para Siempre.

Predico una oración.
Ellos transmiten una endiosada respuesta.
Predico una oración.
No perdura mi voz.
Predico una oración.
Ellos transmiten una endiosada respuesta.
Predico una oración.
No perdura mi voz.
Predico una oración.

Todos ellos son un espectáculo desgraciado de existencia; a través de ellos el todo y la nada misma se marchita con ilustre presciencia e historia de etéreos amores, y, renace en una aún colorida dolencia edificada, como otro pensamiento, como otro astro. Como otro yo. El veneno de un yoísmo que se pierde, en una herida de lo más profundo de un misterio. Un enigma de primigenia majestad. Ellos y tan sólo ellos son producto de memorias de deslucidas víctimas de una guerra santa. Esa perforada en la imaginación del alevoso Destino.
La aproximación de las doncellas de hierro, ya perdidas ante las ofrendas que punzan por invocarla, antes de lo esperado, arropan la magnificada ingenuidad de mi principescas musas. Sesgo con el cincel los roces descarados de los astros en sus ojos y abrazo la vastedad de sus setecientas extremidades. Pulso la primera cuerda y, él o ella o ellos, retocan mis hebras con la nieve del atardecer y amanecer que hacen el Amor como uno, como nadas y ahora, frente a mí presencia. Entrecejos de los orbes que habitan. Los orbes que derribo cada vez que me levanto, cegado por el alcohol que no abandona el inmaculado semblante de mi existencia. Vierto el contenido de la botella dentro de nueve bocas; relamo con mis trece lenguas el líquido amarillento con aroma a zanahoria recién horneada, y, visto el sabor con el picor de un nuevo ingrediente con el que nutro lo poco que me queda de alimento. He existido en este espacio por siglos; aguardo su llegada desde mi nacimiento. Es momento del despertar de sus tonadas, pero, para mi mala suerte, ellos aún no despiertan. No han madurado; para mí no. Su duermevela ahorca a mis augurios y los venera, en sí mismos, con silbidos del averno que trago como un parajillo en vilo raso. Mis dedos pulsan las cuerdas de sus divinidades, esas que caen del firmamento de vigilia acuosa, esa desde la que el espectro de la música manifiesta sus abismos. El todo resuena con ilusiones de voluntades; insisten con enterrarme con la vida que eligieron para mí. Desde el principio, desde el fin. Su carne pastosa es una crudeza del olvido que ellos mismos parieron, esos imperios que extraviaron, como un crío pierde, al nacer, su inevitable cordón umbilical. La voz de sus huesos modula música. La voz de sus huesos modula música. La voz de sus huesos modula música. Escucho la música con el terror unificado a la dulzura de lo sagrado de su perpetua inocencia. Apuro el cruce de mis dedos, y descruzo sus entrañas con las pinzas y el cincel con el que escribo, sobre sus pieles de mármol, pintado de esperanzas. Para mí, retienen lo endiosado de sus entes en la lumbre de las palabras que no habitan en mí. Convidan una venia ante el altar; con el que arrojo de un puñado de sal y de monedas. Presencian mi danza sin escrúpulos, mi cintura, mi vientre se agita. Se agita, se agita, se agita ante la majestad de los antiguos. La distancia no es un problema. No persiste la distancia entre nuestras fronteras. Somos uno mismo, porque, para mí, soy su principal protagonista. La piel que cuelga desde los monolitos en los que colgué a mi tribu, me insta a parlar con la armonía de una benevolente tragedia. Soy un pañuelo de lágrimas. Soy un pañuelo de lágrimas. Soy un pañuelo de lágrimas. Mis lágrimas bañan con transparencia a todas sus monstruosidades. Ellos viven. Ellos me llaman. Ellos no envidian otras vidas. Son uno conmigo. Ellos viven. Ellos me llaman. Ellos no envidian otras vidas. Son uno conmigo. Ellos viven. Ellos me llaman. Ellos no envidian otras vidas. Son uno conmigo. Ellos viven. Ellos me llaman. Ellos no envidian otras vidas. Son uno conmigo. Ellos viven. Ellos me llaman. Ellos no envidian otras vidas. Son uno conmigo. Soy su hijo. El Elegido. El Profeta. El Loco. Soy una Rosa del Desierto que crece, para siempre de los siempre agradecido, en los mismísimos abismos que perduran desde lo sombreado de sus deseos. En cada una de mis encarnaciones riego la concentración de mis simientes sobre las superficies fértiles, en las que siembro de vez en vez, de vez en vez, de vez en vez, las virtudes que requieren. Ellos son mis sueños y mis pesadillas hechos regalo. El despertar de sus corazones cabalga ya, asomado en lo más álgido como preseas; derrama diversos riachuelos ante sus candores y dunas; promueven el cambio. Pulso sus huesos; renazco en la música. Percibo la sinfonía del ramaje de sus corazones. Los insólitos parlan con ecos de ensordecedores silencios. Revisten mi existencia con sus susurros de alba risueña, sus siseos de mar de acuarelas; su ternura nocturna me estremece. Ellos son sólo bestias de cuentos de hadas, mucho tiempo atrás despierta con la ópera de una música prohibida. Conocidos como instrumentos de inescrupulosas bestias. Mis niños. Mi orgulloso edén. Mis hijos. Mis Conquistadores de los Para Siempre. Predico una oración. Ellos transmiten una endiosada respuesta. Predico una oración. No perdura mi voz. Predico una oración. Ellos transmiten una endiosada respuesta. Predico una oración. No perdura mi voz. Predico una oración. Todos ellos son un espectáculo desgraciado de existencia; a través de ellos el todo y la nada misma se marchita con ilustre presciencia e historia de etéreos amores, y, renace en una aún colorida dolencia edificada, como otro pensamiento, como otro astro. Como otro yo. El veneno de un yoísmo que se pierde, en una herida de lo más profundo de un misterio. Un enigma de primigenia majestad. Ellos y tan sólo ellos son producto de memorias de deslucidas víctimas de una guerra santa. Esa perforada en la imaginación del alevoso Destino.
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