-"Aquel día también estaba lloviendo"- Pensaba Kazuo mientras subía el monte Inari en dirección a su templo. Esa tarde había estado haciendo algunas compras en la ciudad de abajo, sobre todo algunas especias y plantas. A mitad de camino, la lluvia comenzó a caer de forma tímida, aunque, a medida que pasaban los minutos, esta caía con más fuerza. No le molestaba la lluvia en sí, ningún acto de la naturaleza podría importunarlo. Pero la lluvia le hacía sentir un denso pesar. -"Aquel día también estaba lloviendo"-, volvía a recitar en su cabeza, como si fuera un mantra. Aunque pasaran cientos de años, seguiría recordándolo. Jamás olvidaría aquel crepúsculo tintado de sangre, jamás los olvidaría.

Unas cálidas gotas se deslizaban por sus mejillas, haciendo contraste con las frías que caían de la lluvia sobre estas. -"¿Estaba llorando?"-. El zorro solo se permitía, en su soledad, desmontar su fachada de serenidad perpetua, dejándose arrollar por la culpa y la pena.

Siempre que llovía, el bosque se entristecía. Se entristecía porque Kazuo lo hacía. El zorro era su guardián, aquel que mantenía el equilibrio entre lo divino y lo mundano, entre lo tangible y lo abstracto, entre el mundo de los vivos y el de los espíritus. Si el zorro lloraba, el bosque lo hacía con él.

Kazuo apoyaba su diestra en la columna de uno de los Torii que guiaban la ruta, sintiendo sus hombros pesados, cargados por un ente invisible que lo apaleaba sin piedad. Es en esas ocasiones es cuando sentía el cansancio de la inmortalidad, el cansancio de ver morir a los que ama, el cansancio de ver cómo el mundo sigue su camino siendo él un mero espectador.

Se dejó caer al suelo, apoyando su espalda en la columna de madera del viejo Torii, elevando su rostro para que la lluvia se llevase sus lágrimas y así poder borrar el llanto de sus ojos.

-"Aquel día también estaba lloviendo."-
-"Aquel día también estaba lloviendo"- Pensaba Kazuo mientras subía el monte Inari en dirección a su templo. Esa tarde había estado haciendo algunas compras en la ciudad de abajo, sobre todo algunas especias y plantas. A mitad de camino, la lluvia comenzó a caer de forma tímida, aunque, a medida que pasaban los minutos, esta caía con más fuerza. No le molestaba la lluvia en sí, ningún acto de la naturaleza podría importunarlo. Pero la lluvia le hacía sentir un denso pesar. -"Aquel día también estaba lloviendo"-, volvía a recitar en su cabeza, como si fuera un mantra. Aunque pasaran cientos de años, seguiría recordándolo. Jamás olvidaría aquel crepúsculo tintado de sangre, jamás los olvidaría. Unas cálidas gotas se deslizaban por sus mejillas, haciendo contraste con las frías que caían de la lluvia sobre estas. -"¿Estaba llorando?"-. El zorro solo se permitía, en su soledad, desmontar su fachada de serenidad perpetua, dejándose arrollar por la culpa y la pena. Siempre que llovía, el bosque se entristecía. Se entristecía porque Kazuo lo hacía. El zorro era su guardián, aquel que mantenía el equilibrio entre lo divino y lo mundano, entre lo tangible y lo abstracto, entre el mundo de los vivos y el de los espíritus. Si el zorro lloraba, el bosque lo hacía con él. Kazuo apoyaba su diestra en la columna de uno de los Torii que guiaban la ruta, sintiendo sus hombros pesados, cargados por un ente invisible que lo apaleaba sin piedad. Es en esas ocasiones es cuando sentía el cansancio de la inmortalidad, el cansancio de ver morir a los que ama, el cansancio de ver cómo el mundo sigue su camino siendo él un mero espectador. Se dejó caer al suelo, apoyando su espalda en la columna de madera del viejo Torii, elevando su rostro para que la lluvia se llevase sus lágrimas y así poder borrar el llanto de sus ojos. -"Aquel día también estaba lloviendo."-
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