Luego de una larga, pesada y aburrida reunión, por fin había vuelto a casa, donde esperaba poder relajarse y pasar tiempo con su amada esposa. Le molestaba tener que salir tan temprano únicamente para ver quién sería el heredero de la ilícita fortuna de su padre, pero debía hacerlo si es que quería asegurarle un futuro a su primogénito. Suspiró, quejarse no servía de nada, así que solo tomó la perilla de la puerta y se dispuso a entrar a su hogar. Aunque hubo algo que le pareció extraño, por alguna razón tenía el presentimiento de que algo no estaba del todo bien. Sacudió la cabeza para sacarse esas ideas, seguramente estaba paranoico por recordar las miradas filosas de sus hermanos. Entró a su hogar de una vez por todas, abriendo la puerta y dándose de lleno con un silencio antinatural, pues a esa hora su mujer solía ver una novela turca a todo volumen.

—¿Bombón?... —El hombre llamó a su mujer, mientras empezaba a sentir una punzada en su pecho. Él caminó por los pasillos, mirando de reojo la desolada sala de estar y yendo directo al comedor. Sobre la mesa yacía un papel, una servilleta en la que habían escrito con lapicera negra: "El almuerzo está en la cocina". Él no sabía si todavía sentirse aliviado, mucho menos cuando notó que una de las esquinas de la servilleta estaba manchada con un líquido rojizo. No lo pensó tanto, dejó caer esa escalofriante carta y corrió en dirección a la cocina para averiguar qué rayos estaba pasando.

Allí estaba, todo parecía tan impecable. El pulso del hombre se acelera, ver tanto orden no hacía más que generar preocupaciones en su cabeza. Fue entonces que notó algo inusual, algo fuera de lo común, otra mancha rojiza en la puerta del refrigerador, una tan grande como la mano de otro hombre. Su mente quedó en blanco, una idea había cruzado su cabeza y no era para nada agradable. El sudor frío comenzó a descender por su nuca, pasaron un par de minutos hasta que el hombre consiguió el suficiente coraje para empezar a acercarse al electrodoméstico. Extendió lenta y temblorosamente la mano, sintiendo el retumbar salvaje de su corazón palpitante hasta en los huesos.

—No está ahí. —Una voz desconocida llegó a sus oídos, de una forma tan repentina que logró sacarle el susto de su vida. El hombre volteó aterrorizado, de forma tan brusca que terminó cayendo sentado y con la espalda en el refri. Frente a él se encontraba un sujeto de vestimentas azules, cabello blanco, piel pálida que hacía resaltar sus negras ojeras. El desconocido salió de la nada, recostado sobre el arco de la entrada a la cocina, cruzando sus brazos y con una sonrisa traviesa en su rostro.

—Tu esposa cocina demasiado bien. Pero no te preocupes, dejé un poco de ese estofado dentro del refrigerador. —El albino habló de una forma tan calmada, tan natural que daba miedo. Antes de poder cuestionar cualquier cosa, fue interrumpido por ese desconocido. —Tienes hermanos terribles, despilfarran el dinero por cosas innecesarias. —Ahora tenía muchas más dudas que antes, cosa que lo aterraba aún más de lo que ya estaba. Justo cuando estaba por preguntarle algo al albino, éste volvió a interrumpirlo; salió de la cocina, con esa escalofriante sonrisa en su rostro. El hombre se levantó rápidamente del suelo para seguirlo, pero en cuanto salió de la habitación se encontró de lleno con el cañón de una pistola.
El destello y el rugido de la pólvora le impidieron poder procesar la situación.
Luego de una larga, pesada y aburrida reunión, por fin había vuelto a casa, donde esperaba poder relajarse y pasar tiempo con su amada esposa. Le molestaba tener que salir tan temprano únicamente para ver quién sería el heredero de la ilícita fortuna de su padre, pero debía hacerlo si es que quería asegurarle un futuro a su primogénito. Suspiró, quejarse no servía de nada, así que solo tomó la perilla de la puerta y se dispuso a entrar a su hogar. Aunque hubo algo que le pareció extraño, por alguna razón tenía el presentimiento de que algo no estaba del todo bien. Sacudió la cabeza para sacarse esas ideas, seguramente estaba paranoico por recordar las miradas filosas de sus hermanos. Entró a su hogar de una vez por todas, abriendo la puerta y dándose de lleno con un silencio antinatural, pues a esa hora su mujer solía ver una novela turca a todo volumen. —¿Bombón?... —El hombre llamó a su mujer, mientras empezaba a sentir una punzada en su pecho. Él caminó por los pasillos, mirando de reojo la desolada sala de estar y yendo directo al comedor. Sobre la mesa yacía un papel, una servilleta en la que habían escrito con lapicera negra: "El almuerzo está en la cocina". Él no sabía si todavía sentirse aliviado, mucho menos cuando notó que una de las esquinas de la servilleta estaba manchada con un líquido rojizo. No lo pensó tanto, dejó caer esa escalofriante carta y corrió en dirección a la cocina para averiguar qué rayos estaba pasando. Allí estaba, todo parecía tan impecable. El pulso del hombre se acelera, ver tanto orden no hacía más que generar preocupaciones en su cabeza. Fue entonces que notó algo inusual, algo fuera de lo común, otra mancha rojiza en la puerta del refrigerador, una tan grande como la mano de otro hombre. Su mente quedó en blanco, una idea había cruzado su cabeza y no era para nada agradable. El sudor frío comenzó a descender por su nuca, pasaron un par de minutos hasta que el hombre consiguió el suficiente coraje para empezar a acercarse al electrodoméstico. Extendió lenta y temblorosamente la mano, sintiendo el retumbar salvaje de su corazón palpitante hasta en los huesos. —No está ahí. —Una voz desconocida llegó a sus oídos, de una forma tan repentina que logró sacarle el susto de su vida. El hombre volteó aterrorizado, de forma tan brusca que terminó cayendo sentado y con la espalda en el refri. Frente a él se encontraba un sujeto de vestimentas azules, cabello blanco, piel pálida que hacía resaltar sus negras ojeras. El desconocido salió de la nada, recostado sobre el arco de la entrada a la cocina, cruzando sus brazos y con una sonrisa traviesa en su rostro. —Tu esposa cocina demasiado bien. Pero no te preocupes, dejé un poco de ese estofado dentro del refrigerador. —El albino habló de una forma tan calmada, tan natural que daba miedo. Antes de poder cuestionar cualquier cosa, fue interrumpido por ese desconocido. —Tienes hermanos terribles, despilfarran el dinero por cosas innecesarias. —Ahora tenía muchas más dudas que antes, cosa que lo aterraba aún más de lo que ya estaba. Justo cuando estaba por preguntarle algo al albino, éste volvió a interrumpirlo; salió de la cocina, con esa escalofriante sonrisa en su rostro. El hombre se levantó rápidamente del suelo para seguirlo, pero en cuanto salió de la habitación se encontró de lleno con el cañón de una pistola. El destello y el rugido de la pólvora le impidieron poder procesar la situación.
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