*Analepsis*
𝑲𝒂𝒛𝒖𝒐
Era joven... Demasiado joven si hablamos en términos de inmortalidad. Apenas había comenzado a tener consciencia propia, comprender la diferencia entre el bien y el mal. Durante los últimos cien años, su única preocupación había sido alimentarse y sobrevivir, como un zorro común en la oscuridad del bosque.
No eran tiempos fáciles. Japón estaba lejos de la unificación, y las guerras y masacres por el control de los territorios eran constantes y devastadoras. Ni siquiera los espíritus estaban a salvo de la tragedia que traía consigo la oscuridad en el corazón de los hombres.
El zorro corría... Corría sin descanso, huyendo del fuego que devoraba su amado bosque. Exhausto y herido, terminó desplomándose en una charca, esperando que el agua lo protegiera de alguna manera, o que al menos se llevara su alma. No podía continuar; sentía cómo sus pulmones ardían, cada respiración era un suplicio. Los escuchaba, esos seres de corazones oscuros que caminaban sobre dos patas se acercaban cada vez más. Pero él no podía moverse, su cuerpo había cedido ante la desesperación.
No sabemos si fue un acto de gracia divina o un último aliento de su instinto de supervivencia, pero en ese momento, el zorro se transformó, adoptando la forma de aquellos que lo perseguían. Yacía entre el agua y la tierra, en posición fetal, mientras una larga melena plateada se deslizaba por los contornos de su nuevo cuerpo, sus extremos flotando en el agua. Los pasos se acercaban, pero él no sabía si sería capaz de levantarse, de caminar sobre esas dos piernas recién adquiridas.
A poca distancia, una familia de campesinos huía, dejando todo atrás: un matrimonio con sus tres hijos, llevando apenas lo puesto y una pequeña carreta tirada por un mulo. De repente, el hijo menor gritó: —¡Mamá, Papá, miren allí!—. Los padres siguieron con la mirada la dirección en que señalaba el niño, y lo vieron: un joven de cabellos color de luna, desnudo, tirado en el agua. No podían detener su huida, pero tampoco podían dejarlo allí; más bien, no querían.
El matrimonio se acercó con cautela al zorro, ahora convertido en un hermoso joven. La madre, conmovida al ver que solo era un niño, miró a su esposo, y sin necesidad de palabras, supieron que debían llevárselo. El hombre lo alzó con cuidado y lo colocó en su humilde carreta. Sin mirar atrás, continuaron su huida, lejos del fuego, lejos de la masacre, con un hijo más en su familia.
𝑲𝒂𝒛𝒖𝒐
Era joven... Demasiado joven si hablamos en términos de inmortalidad. Apenas había comenzado a tener consciencia propia, comprender la diferencia entre el bien y el mal. Durante los últimos cien años, su única preocupación había sido alimentarse y sobrevivir, como un zorro común en la oscuridad del bosque.
No eran tiempos fáciles. Japón estaba lejos de la unificación, y las guerras y masacres por el control de los territorios eran constantes y devastadoras. Ni siquiera los espíritus estaban a salvo de la tragedia que traía consigo la oscuridad en el corazón de los hombres.
El zorro corría... Corría sin descanso, huyendo del fuego que devoraba su amado bosque. Exhausto y herido, terminó desplomándose en una charca, esperando que el agua lo protegiera de alguna manera, o que al menos se llevara su alma. No podía continuar; sentía cómo sus pulmones ardían, cada respiración era un suplicio. Los escuchaba, esos seres de corazones oscuros que caminaban sobre dos patas se acercaban cada vez más. Pero él no podía moverse, su cuerpo había cedido ante la desesperación.
No sabemos si fue un acto de gracia divina o un último aliento de su instinto de supervivencia, pero en ese momento, el zorro se transformó, adoptando la forma de aquellos que lo perseguían. Yacía entre el agua y la tierra, en posición fetal, mientras una larga melena plateada se deslizaba por los contornos de su nuevo cuerpo, sus extremos flotando en el agua. Los pasos se acercaban, pero él no sabía si sería capaz de levantarse, de caminar sobre esas dos piernas recién adquiridas.
A poca distancia, una familia de campesinos huía, dejando todo atrás: un matrimonio con sus tres hijos, llevando apenas lo puesto y una pequeña carreta tirada por un mulo. De repente, el hijo menor gritó: —¡Mamá, Papá, miren allí!—. Los padres siguieron con la mirada la dirección en que señalaba el niño, y lo vieron: un joven de cabellos color de luna, desnudo, tirado en el agua. No podían detener su huida, pero tampoco podían dejarlo allí; más bien, no querían.
El matrimonio se acercó con cautela al zorro, ahora convertido en un hermoso joven. La madre, conmovida al ver que solo era un niño, miró a su esposo, y sin necesidad de palabras, supieron que debían llevárselo. El hombre lo alzó con cuidado y lo colocó en su humilde carreta. Sin mirar atrás, continuaron su huida, lejos del fuego, lejos de la masacre, con un hijo más en su familia.
*Analepsis*
𝑲𝒂𝒛𝒖𝒐
Era joven... Demasiado joven si hablamos en términos de inmortalidad. Apenas había comenzado a tener consciencia propia, comprender la diferencia entre el bien y el mal. Durante los últimos cien años, su única preocupación había sido alimentarse y sobrevivir, como un zorro común en la oscuridad del bosque.
No eran tiempos fáciles. Japón estaba lejos de la unificación, y las guerras y masacres por el control de los territorios eran constantes y devastadoras. Ni siquiera los espíritus estaban a salvo de la tragedia que traía consigo la oscuridad en el corazón de los hombres.
El zorro corría... Corría sin descanso, huyendo del fuego que devoraba su amado bosque. Exhausto y herido, terminó desplomándose en una charca, esperando que el agua lo protegiera de alguna manera, o que al menos se llevara su alma. No podía continuar; sentía cómo sus pulmones ardían, cada respiración era un suplicio. Los escuchaba, esos seres de corazones oscuros que caminaban sobre dos patas se acercaban cada vez más. Pero él no podía moverse, su cuerpo había cedido ante la desesperación.
No sabemos si fue un acto de gracia divina o un último aliento de su instinto de supervivencia, pero en ese momento, el zorro se transformó, adoptando la forma de aquellos que lo perseguían. Yacía entre el agua y la tierra, en posición fetal, mientras una larga melena plateada se deslizaba por los contornos de su nuevo cuerpo, sus extremos flotando en el agua. Los pasos se acercaban, pero él no sabía si sería capaz de levantarse, de caminar sobre esas dos piernas recién adquiridas.
A poca distancia, una familia de campesinos huía, dejando todo atrás: un matrimonio con sus tres hijos, llevando apenas lo puesto y una pequeña carreta tirada por un mulo. De repente, el hijo menor gritó: —¡Mamá, Papá, miren allí!—. Los padres siguieron con la mirada la dirección en que señalaba el niño, y lo vieron: un joven de cabellos color de luna, desnudo, tirado en el agua. No podían detener su huida, pero tampoco podían dejarlo allí; más bien, no querían.
El matrimonio se acercó con cautela al zorro, ahora convertido en un hermoso joven. La madre, conmovida al ver que solo era un niño, miró a su esposo, y sin necesidad de palabras, supieron que debían llevárselo. El hombre lo alzó con cuidado y lo colocó en su humilde carreta. Sin mirar atrás, continuaron su huida, lejos del fuego, lejos de la masacre, con un hijo más en su familia.