Al amanecer, los primeros rayos de sol se filtraron a través de las copas de los árboles, bañando el bosque en una cálida luz dorada. El rocío cubría la hierba y las hojas, brillando como diminutas perlas en la penumbra matutina. Él yacía en el suelo, envuelto en el silencio del nuevo día.

Un temblor recorrió su cuerpo, y abrió los ojos lentamente. La niebla de la noche anterior todavía envolvía su mente, mezclada con fragmentos de recuerdos borrosos y sensaciones descontroladas. Con esfuerzo, se incorporó, notando la sensación fría y húmeda de la tierra bajo su piel desnuda.

—Otra vez...— murmuró, pasando una mano por su rostro, aún adormecido por la pesadez de la transformación.

Miró a su alrededor, tratando de orientarse. No reconocía el lugar donde estaba; las sombras alargadas de los árboles y el susurro del viento entre las hojas eran todo lo que tenía como guía. La sensación de haber perdido una parte de sí mismo, de haberse desconectado del mundo durante la noche, era abrumadora.

—¿Dónde... estoy?— Se levantó con dificultad, tambaleándose al principio, sus piernas aún débiles por la transformación.

Miró sus manos, ahora humanas nuevamente, sin rastro de las garras que las habían reemplazado horas antes. Sus dedos estaban llenos de tierra, las uñas rotas y las palmas arañadas. Su cuerpo estaba cubierto de cortes y moretones, prueba de su frenesí nocturno. Una vaga sensación de desesperanza lo invadió al darse cuenta de lo que había pasado.

—No puedo seguir así— dijo en voz baja, sacudiendo la cabeza, tratando de despejar los pensamientos oscuros que lo acechaban.

Se adentró en el bosque, tratando de encontrar algún rastro que lo guiara de vuelta a su hogar, cualquier señal que pudiera indicarle en qué dirección debía caminar. Con cada paso, sentía el peso de la noche pasada en sus hombros, un recordatorio de la bestia que llevaba dentro, una parte de sí mismo que nunca podría escapar.

—Tengo que aprender a controlarlo...— murmuró, con la voz rota por la frustración y el cansancio.
Al amanecer, los primeros rayos de sol se filtraron a través de las copas de los árboles, bañando el bosque en una cálida luz dorada. El rocío cubría la hierba y las hojas, brillando como diminutas perlas en la penumbra matutina. Él yacía en el suelo, envuelto en el silencio del nuevo día. Un temblor recorrió su cuerpo, y abrió los ojos lentamente. La niebla de la noche anterior todavía envolvía su mente, mezclada con fragmentos de recuerdos borrosos y sensaciones descontroladas. Con esfuerzo, se incorporó, notando la sensación fría y húmeda de la tierra bajo su piel desnuda. —Otra vez...— murmuró, pasando una mano por su rostro, aún adormecido por la pesadez de la transformación. Miró a su alrededor, tratando de orientarse. No reconocía el lugar donde estaba; las sombras alargadas de los árboles y el susurro del viento entre las hojas eran todo lo que tenía como guía. La sensación de haber perdido una parte de sí mismo, de haberse desconectado del mundo durante la noche, era abrumadora. —¿Dónde... estoy?— Se levantó con dificultad, tambaleándose al principio, sus piernas aún débiles por la transformación. Miró sus manos, ahora humanas nuevamente, sin rastro de las garras que las habían reemplazado horas antes. Sus dedos estaban llenos de tierra, las uñas rotas y las palmas arañadas. Su cuerpo estaba cubierto de cortes y moretones, prueba de su frenesí nocturno. Una vaga sensación de desesperanza lo invadió al darse cuenta de lo que había pasado. —No puedo seguir así— dijo en voz baja, sacudiendo la cabeza, tratando de despejar los pensamientos oscuros que lo acechaban. Se adentró en el bosque, tratando de encontrar algún rastro que lo guiara de vuelta a su hogar, cualquier señal que pudiera indicarle en qué dirección debía caminar. Con cada paso, sentía el peso de la noche pasada en sus hombros, un recordatorio de la bestia que llevaba dentro, una parte de sí mismo que nunca podría escapar. —Tengo que aprender a controlarlo...— murmuró, con la voz rota por la frustración y el cansancio.
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