Música estruendosa resonó en sus orejas, frunció el ceño y atisbó el rostro del congénere de su universo por unos momentos. Mejillas rojas y un par de lágrimas deslizándose por ellas arraigaban el dolor de su perdida terrenal; la copa que sostenía tenía droga que un doncel arrojó a propósito en ella en un instante de decoro.
La reemplazaron sin ton, ni son. De no ser por ese, que aparecía como una sombra halada, otro habría sido su destino. La barba se humedeció por el líquido cuando lo tragó de golpe. El doncel universal de turno se colgó de su brazo y se entretuvo con un hilo de su abrigo; el modista tuvo dificultad para la fábrica del disfraz. Un disfraz maldito como su suerte porque atraía la peor de las calañas.
Apartó al doncel; entretuvo su atención ante las puertas de un verano incorrupto que se abría para él. Buscó someterse al ente de esos sueños que se abrían a su paso y calaban hondo, como una tierna tierra desnuda besada por la noche.
Sesgó el pasar del tiempo. Acompañó al salvador, y al verse reflejado en el caleidoscopio que era ese espejo de baile que, con brío, bañaba cada esquina, regentó un espacio del patio, o eso quiso, de ser otro habría muerto pero con él haría el amor al compás de la confección de la tela, las alas, las perlas del tocado de su corona de lirios de plata.
En la esquina y contra la belleza de una estatua viviente, un puñado de azules rosas, verbena azada y cloroformo como perfume de macizo oro y tafetán se abrió paso.
Laberíntica música que tronaba en el timbre de sus mareas y sidéreos amores, beso el puente de la nariz del gallardo con un tierno beso de sus dedos.
Un rosario colgaba de su cintura. Un denario circundaba su muñeca. Un escapulario pintado en su frente era el más acérrimo de sus bellezas venenosas pudientes.
Ganimedes. Jacinto. Esporo. No hay otro como él ante el rigor de la faena del mañana.
A él, sólo a él, aún entrenado para segar y cegar vidas, no había sido enseñado para triunfar ante la muerte de un ser querido. Un familiar, amante, novio, esposo, consorte, concubino, ningún ser, ninguna aparición, ningún todo, le había enseñado a partir la marea del dolor fuera de su ser.
Fue su turno de besar los labios de sus dedos, unió dedos con dedos, pintó con el reguero del ojo de buey puesto en la bebida, una cincelada a la sinceridad de sus sueños.
Reverenció al alba, captó la imagen, el sigilo en los ritos. Sintió que su cabeza daba vueltas, vueltas fortalecidas, entredichas, sólo ante el Adriano cosmos que atisbó en lo alto del firmamento.
Las constelaciones se abrieron para él. Vislumbró elefantes rosas, purpúreos, verdes, magentas, amarillos, ardillas de cristales de colores pasteles, estuvo a punto de alcanzar el rigor mortis de una idea que punzaba en su interior, la idea del suicidio que rondaba en la simiente de sus corazones.
Abrigó con las alas del disfraz a la aparición, esa que reapareció entre las vueltas que le otorgaba la droga mezclada con alcohol y cayó de rodillas como un emisario de cruzadas ante el dios de las abdicaciones, las abluciones. Precisaba el tiempo de su respiración, y, así, en cruza cánida perdió el conocimiento.
Abandonado a la suerte, al mal, al bien, al Sol, a la Luna, a las estrellas. Perdió contra la mísera vida que le fue dada. Un clan de separaciones. Perdía contra sí mismo. Contra el alba pero sin darse cuenta, ganaba el universo.
La reemplazaron sin ton, ni son. De no ser por ese, que aparecía como una sombra halada, otro habría sido su destino. La barba se humedeció por el líquido cuando lo tragó de golpe. El doncel universal de turno se colgó de su brazo y se entretuvo con un hilo de su abrigo; el modista tuvo dificultad para la fábrica del disfraz. Un disfraz maldito como su suerte porque atraía la peor de las calañas.
Apartó al doncel; entretuvo su atención ante las puertas de un verano incorrupto que se abría para él. Buscó someterse al ente de esos sueños que se abrían a su paso y calaban hondo, como una tierna tierra desnuda besada por la noche.
Sesgó el pasar del tiempo. Acompañó al salvador, y al verse reflejado en el caleidoscopio que era ese espejo de baile que, con brío, bañaba cada esquina, regentó un espacio del patio, o eso quiso, de ser otro habría muerto pero con él haría el amor al compás de la confección de la tela, las alas, las perlas del tocado de su corona de lirios de plata.
En la esquina y contra la belleza de una estatua viviente, un puñado de azules rosas, verbena azada y cloroformo como perfume de macizo oro y tafetán se abrió paso.
Laberíntica música que tronaba en el timbre de sus mareas y sidéreos amores, beso el puente de la nariz del gallardo con un tierno beso de sus dedos.
Un rosario colgaba de su cintura. Un denario circundaba su muñeca. Un escapulario pintado en su frente era el más acérrimo de sus bellezas venenosas pudientes.
Ganimedes. Jacinto. Esporo. No hay otro como él ante el rigor de la faena del mañana.
A él, sólo a él, aún entrenado para segar y cegar vidas, no había sido enseñado para triunfar ante la muerte de un ser querido. Un familiar, amante, novio, esposo, consorte, concubino, ningún ser, ninguna aparición, ningún todo, le había enseñado a partir la marea del dolor fuera de su ser.
Fue su turno de besar los labios de sus dedos, unió dedos con dedos, pintó con el reguero del ojo de buey puesto en la bebida, una cincelada a la sinceridad de sus sueños.
Reverenció al alba, captó la imagen, el sigilo en los ritos. Sintió que su cabeza daba vueltas, vueltas fortalecidas, entredichas, sólo ante el Adriano cosmos que atisbó en lo alto del firmamento.
Las constelaciones se abrieron para él. Vislumbró elefantes rosas, purpúreos, verdes, magentas, amarillos, ardillas de cristales de colores pasteles, estuvo a punto de alcanzar el rigor mortis de una idea que punzaba en su interior, la idea del suicidio que rondaba en la simiente de sus corazones.
Abrigó con las alas del disfraz a la aparición, esa que reapareció entre las vueltas que le otorgaba la droga mezclada con alcohol y cayó de rodillas como un emisario de cruzadas ante el dios de las abdicaciones, las abluciones. Precisaba el tiempo de su respiración, y, así, en cruza cánida perdió el conocimiento.
Abandonado a la suerte, al mal, al bien, al Sol, a la Luna, a las estrellas. Perdió contra la mísera vida que le fue dada. Un clan de separaciones. Perdía contra sí mismo. Contra el alba pero sin darse cuenta, ganaba el universo.
Música estruendosa resonó en sus orejas, frunció el ceño y atisbó el rostro del congénere de su universo por unos momentos. Mejillas rojas y un par de lágrimas deslizándose por ellas arraigaban el dolor de su perdida terrenal; la copa que sostenía tenía droga que un doncel arrojó a propósito en ella en un instante de decoro.
La reemplazaron sin ton, ni son. De no ser por ese, que aparecía como una sombra halada, otro habría sido su destino. La barba se humedeció por el líquido cuando lo tragó de golpe. El doncel universal de turno se colgó de su brazo y se entretuvo con un hilo de su abrigo; el modista tuvo dificultad para la fábrica del disfraz. Un disfraz maldito como su suerte porque atraía la peor de las calañas.
Apartó al doncel; entretuvo su atención ante las puertas de un verano incorrupto que se abría para él. Buscó someterse al ente de esos sueños que se abrían a su paso y calaban hondo, como una tierna tierra desnuda besada por la noche.
Sesgó el pasar del tiempo. Acompañó al salvador, y al verse reflejado en el caleidoscopio que era ese espejo de baile que, con brío, bañaba cada esquina, regentó un espacio del patio, o eso quiso, de ser otro habría muerto pero con él haría el amor al compás de la confección de la tela, las alas, las perlas del tocado de su corona de lirios de plata.
En la esquina y contra la belleza de una estatua viviente, un puñado de azules rosas, verbena azada y cloroformo como perfume de macizo oro y tafetán se abrió paso.
Laberíntica música que tronaba en el timbre de sus mareas y sidéreos amores, beso el puente de la nariz del gallardo con un tierno beso de sus dedos.
Un rosario colgaba de su cintura. Un denario circundaba su muñeca. Un escapulario pintado en su frente era el más acérrimo de sus bellezas venenosas pudientes.
Ganimedes. Jacinto. Esporo. No hay otro como él ante el rigor de la faena del mañana.
A él, sólo a él, aún entrenado para segar y cegar vidas, no había sido enseñado para triunfar ante la muerte de un ser querido. Un familiar, amante, novio, esposo, consorte, concubino, ningún ser, ninguna aparición, ningún todo, le había enseñado a partir la marea del dolor fuera de su ser.
Fue su turno de besar los labios de sus dedos, unió dedos con dedos, pintó con el reguero del ojo de buey puesto en la bebida, una cincelada a la sinceridad de sus sueños.
Reverenció al alba, captó la imagen, el sigilo en los ritos. Sintió que su cabeza daba vueltas, vueltas fortalecidas, entredichas, sólo ante el Adriano cosmos que atisbó en lo alto del firmamento.
Las constelaciones se abrieron para él. Vislumbró elefantes rosas, purpúreos, verdes, magentas, amarillos, ardillas de cristales de colores pasteles, estuvo a punto de alcanzar el rigor mortis de una idea que punzaba en su interior, la idea del suicidio que rondaba en la simiente de sus corazones.
Abrigó con las alas del disfraz a la aparición, esa que reapareció entre las vueltas que le otorgaba la droga mezclada con alcohol y cayó de rodillas como un emisario de cruzadas ante el dios de las abdicaciones, las abluciones. Precisaba el tiempo de su respiración, y, así, en cruza cánida perdió el conocimiento.
Abandonado a la suerte, al mal, al bien, al Sol, a la Luna, a las estrellas. Perdió contra la mísera vida que le fue dada. Un clan de separaciones. Perdía contra sí mismo. Contra el alba pero sin darse cuenta, ganaba el universo.