Oriunda es la historia, que amansa la gloria de tus pasos. Vislumbro los dedos de tus pies adornados con las cuentas del denario que masca las cayenas de tus ojos, tus lágrimas, cristalinas esferas que bañan tu cuerpo hediondo a perfume de amores secretos. Amores conscientes, amores de vals interminable; de esos solsticios de verano en los que bailamos los dos bajo un océano de rosas negras.

Preso de tus besos, me hinco ante tus manos; tus manos que tejen trenzas de incorruptos velos, desolados imperios vivos a los que vamos a morir. Respiran por tu causa, respiran tus níveos espejismos.

Tus sueños, fueron crueles promesas, regadas por casas de pájaros de carne recia, heridas evanescentes, marcadas por tus intervenciones de curandero. Abusaste de tu don, así mudaste mis labios a tu cuerpo. Solemne fueron tus auroras boreales, el trigo de tus cabellos cayó, cortado por hachas de espuma de ojos vivos de arcoíris. Exploré por ti mis extremidades, deseé comprenderte con mis alas de papel, acabé por traicionarte y, en el fondo, no me arrepiento.

Ángel.
Arlequín.
Bufón.
Payaso.

Curandero.
Curandero.
Curandero.

De vivificados imperios.

De lunas tristes.

Sueños hechos sueños.
Hogares de animales.
Carruseles de estaciones grises, tornasoles.

Etérea juventud.
Ven.
Lléname de tus delirios.
La funda de tu lengua.
Tu plata.
El oro de tu alma.
Caída estampa.
Son tus virtudes.
Son tus heraldos.
Son tus amores.
Es tu majestad justa.
Tú.
Justicia de ébano.

Caíste preso entre tus evanescentes doncellas. Caíste preso. Te malviviste, te alzaste vivo, y ahí, entre tu desnudez carnosa con sabor a canela y cúrcuma, fabricaste tus caminos. Porque su voz hilada, con los colores de la aurora boreal, me había dado un beso. Ese primer y último beso que nos dimos a través de los barrotes. De esos desgraciados que separaban nuestros cuerpos.

Habíamos pasado por tanto.

Apenas nos habíamos amado.

Admiré como el toque de sus fantasmales manos, hechas ya muñones, reventaba las burbujas de rocío que mancillaban su etérea juventud con sangre y oro; con aroma a incienso y mirra. Con la dimensión de una venia justa, que también, ya se posaba en el dorso de las mías.

Todo esto consumado porque no desearon que orara más, que sanara más. Él había perecido. Ya no era necesario que trabajase con las hierbas que idolatraban imperios. Apenas y podía hablar, pero él, con sus cosmos hechos soles, lunas y estrellas, chocaba contra mis espacios apenas edificados, sin siquiera tocarme. Su poder era inconmensurable. Estaba dotado de vida, pese a todo lo hecho por él, por mí, por todos nosotros.

Entonces me tocó el rostro, esta vez con esas eternidades que desfilaron por mis sienes, mis mejillas, mis manos. Me abrazó y sus alas de anochecidas transparencias se batieron desnudas; reconocieron mis visiones. Mi toque, mi todo. Yo había estado ahí con él desde el secuestro.

“Me dijiste una vez que no te dejara revelar tus dones ante esos inmundos gusanos. Aun así lo hiciste. Ahora henos aquí, Madheira, Maqkayanir, Tú, mi tafetán, mi seda, príncipe de mis osadías. Contempla como has acabado”.

No respondiste, sin embargo, sonreíste. Iluminaste con tu racimo de corazones a los míos. Me avivaste con la luminaria de tus ojos, con un aviso que me hizo enmudecer más que lo que provocaban todas las canciones que cantaban por y para ti; esas que provenían desde el cielo. En una vida en este infierno, sin embargo, para mí, tú eras el encarnado paraíso.

Hasta este día todas las estrellas cayeron por tu causa.

Los reyes de papel murieron, las princesas de ébano parieron monstruos. Los altos mandos se rebelaron, en cambio tú, con tus manos de seda, nos sanaste. Oraste por todos los fieles, por todos los imperios forjados con flores y enredaderas.

Sometiste a todos a tu mandato. Nos hicimos uno contigo. Lo supe cuando te descubrí. Que sólo tú y tan sólo tú, tendrías demasiado poder sobre el cosmos conmovido, con tus ofrendas siemprevivas. Así quedaríamos completamente derrotados con tu don.

El don que equilibraría a los señoríos más amados que tocaste, con tu sidéreo amar, con tus ayeres convertidos en tus más perpetuas musas.
Oriunda es la historia, que amansa la gloria de tus pasos. Vislumbro los dedos de tus pies adornados con las cuentas del denario que masca las cayenas de tus ojos, tus lágrimas, cristalinas esferas que bañan tu cuerpo hediondo a perfume de amores secretos. Amores conscientes, amores de vals interminable; de esos solsticios de verano en los que bailamos los dos bajo un océano de rosas negras. Preso de tus besos, me hinco ante tus manos; tus manos que tejen trenzas de incorruptos velos, desolados imperios vivos a los que vamos a morir. Respiran por tu causa, respiran tus níveos espejismos. Tus sueños, fueron crueles promesas, regadas por casas de pájaros de carne recia, heridas evanescentes, marcadas por tus intervenciones de curandero. Abusaste de tu don, así mudaste mis labios a tu cuerpo. Solemne fueron tus auroras boreales, el trigo de tus cabellos cayó, cortado por hachas de espuma de ojos vivos de arcoíris. Exploré por ti mis extremidades, deseé comprenderte con mis alas de papel, acabé por traicionarte y, en el fondo, no me arrepiento. Ángel. Arlequín. Bufón. Payaso. Curandero. Curandero. Curandero. De vivificados imperios. De lunas tristes. Sueños hechos sueños. Hogares de animales. Carruseles de estaciones grises, tornasoles. Etérea juventud. Ven. Lléname de tus delirios. La funda de tu lengua. Tu plata. El oro de tu alma. Caída estampa. Son tus virtudes. Son tus heraldos. Son tus amores. Es tu majestad justa. Tú. Justicia de ébano. Caíste preso entre tus evanescentes doncellas. Caíste preso. Te malviviste, te alzaste vivo, y ahí, entre tu desnudez carnosa con sabor a canela y cúrcuma, fabricaste tus caminos. Porque su voz hilada, con los colores de la aurora boreal, me había dado un beso. Ese primer y último beso que nos dimos a través de los barrotes. De esos desgraciados que separaban nuestros cuerpos. Habíamos pasado por tanto. Apenas nos habíamos amado. Admiré como el toque de sus fantasmales manos, hechas ya muñones, reventaba las burbujas de rocío que mancillaban su etérea juventud con sangre y oro; con aroma a incienso y mirra. Con la dimensión de una venia justa, que también, ya se posaba en el dorso de las mías. Todo esto consumado porque no desearon que orara más, que sanara más. Él había perecido. Ya no era necesario que trabajase con las hierbas que idolatraban imperios. Apenas y podía hablar, pero él, con sus cosmos hechos soles, lunas y estrellas, chocaba contra mis espacios apenas edificados, sin siquiera tocarme. Su poder era inconmensurable. Estaba dotado de vida, pese a todo lo hecho por él, por mí, por todos nosotros. Entonces me tocó el rostro, esta vez con esas eternidades que desfilaron por mis sienes, mis mejillas, mis manos. Me abrazó y sus alas de anochecidas transparencias se batieron desnudas; reconocieron mis visiones. Mi toque, mi todo. Yo había estado ahí con él desde el secuestro. “Me dijiste una vez que no te dejara revelar tus dones ante esos inmundos gusanos. Aun así lo hiciste. Ahora henos aquí, Madheira, Maqkayanir, Tú, mi tafetán, mi seda, príncipe de mis osadías. Contempla como has acabado”. No respondiste, sin embargo, sonreíste. Iluminaste con tu racimo de corazones a los míos. Me avivaste con la luminaria de tus ojos, con un aviso que me hizo enmudecer más que lo que provocaban todas las canciones que cantaban por y para ti; esas que provenían desde el cielo. En una vida en este infierno, sin embargo, para mí, tú eras el encarnado paraíso. Hasta este día todas las estrellas cayeron por tu causa. Los reyes de papel murieron, las princesas de ébano parieron monstruos. Los altos mandos se rebelaron, en cambio tú, con tus manos de seda, nos sanaste. Oraste por todos los fieles, por todos los imperios forjados con flores y enredaderas. Sometiste a todos a tu mandato. Nos hicimos uno contigo. Lo supe cuando te descubrí. Que sólo tú y tan sólo tú, tendrías demasiado poder sobre el cosmos conmovido, con tus ofrendas siemprevivas. Así quedaríamos completamente derrotados con tu don. El don que equilibraría a los señoríos más amados que tocaste, con tu sidéreo amar, con tus ayeres convertidos en tus más perpetuas musas.
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