Martes, 27 de junio de 2017

El día había despertado lluvioso, el olor de la tierra húmeda colándose por la ventana entreabierta llegó a las fosas nasales de Tahara, disfrutando del petricor de aquella mañana de junio.

A su lado yacía una Isabelle dormida, cubriendo su cuerpo semidesnudo con la fina sábana de color crema que casi se fundía con su piel. Apenas había ruido alrededor, más allá del rechinar de la lluvia que se había intensificado en ese momento.

La mano traviesa de Tahara se coló entre las sábanas, buscando el hombro, el brazo, la mano de Isabelle. Ésta, aun con los ojos cerrados, sonrió; mientras su mano, sus dedos, se perdía entre los de Tahara. Entonces, sus ojos marrones chocaron con los verdes de la chica de cabellos oscuros.

***

No había clientes a esa hora del día, de todas maneras, tenían la habitación para ellas solas. Tahara había perdido las veces que casi rogó a Isabelle que fuese su modelo, tener un recuerdo de ella tal cual era y no únicamente retratos hechos de memoria. Ya habría tiempo cuando tuvieran cincuenta años y la vista comenzase a fallar. Y todas ellas, Isabelle se había negado.

Hasta ese día.

Sentada a los pies de la cama, en una simple pose con las piernas cruzadas. Cualquiera diría que ni tan siquiera posaba, simplemente esperaba que su chica terminase de hacer el dibujo que tenía entre manos. Podía ver la concentración de Tahara, cómo su mirada compartía tiempo entre ella y el papel que se sostenía en el caballete. Algo no estaba bien.

—¿Has escuchado el sonido que hace el carboncillo sobre el papel?

—¿Qué? —respondió Isabelle, sin comprender—. Es el sonido de siempre.

—Sí —admitió la otra chica, dejando el carboncillo suspendido en el aire—. Pero, ¿lo has escuchado de forma consciente? ¿Te has concentrado en él?

—No te entiendo.

—Cierra los ojos —le pidió.

—¿Por qué?

Tahara soltó el carboncillo y se acercó a los pies de la cama. Sus manos estaban sucias, manchadas de la tinta del carboncillo. Las uñas ennegrecidas y las yemas ásperas; sin embargo, cuando ésta cogió la mano de Isabelle, la chica de ojos oscuros no sintió asco; todo lo contrario, algo en su corazón palpitó como venía haciendo cada vez que se rozaban. Cogió su mano, y la colocó sobre su pecho, sobre la enorme camiseta que solía ponerse cada vez que sacaba su lado más artístico.

—Tú ciérralos. Ahora quiero que te olvides de todo lo demás, ¿de acuerdo? Olvídate incluso de ti misma, sólo existe el carboncillo. Imagina cómo son las líneas que estoy dibujando. Debes saberlo por el sonido —Tahara esperó, pero Isabelle no respondió nada—. ¿Qué sientes?

—Tu corazón.

—Pues ahora escúchalo a través de la mano.

—Eso es imposible —rebatió.

—¿Crees que una persona sorda no puede escuchar música? —inquirió con cierto aire de suficiencia, con cierto tono sarcástico e incluso con tintes de enfado. A su lado, —. Pues sí que puede. No con esto —con la mano derecha, señaló su oreja; mientras la otra, la izquierda, se acercaba lentamente y rozaba su piel, su brazo, su mejilla, sus labios—. Sino con esto. Con esto. Con todo su cuerpo. No necesita escuchar las notas para poder apreciarlas, simplemente las siente. ¿Sientes ahora mi corazón?
Martes, 27 de junio de 2017 El día había despertado lluvioso, el olor de la tierra húmeda colándose por la ventana entreabierta llegó a las fosas nasales de Tahara, disfrutando del petricor de aquella mañana de junio. A su lado yacía una Isabelle dormida, cubriendo su cuerpo semidesnudo con la fina sábana de color crema que casi se fundía con su piel. Apenas había ruido alrededor, más allá del rechinar de la lluvia que se había intensificado en ese momento. La mano traviesa de Tahara se coló entre las sábanas, buscando el hombro, el brazo, la mano de Isabelle. Ésta, aun con los ojos cerrados, sonrió; mientras su mano, sus dedos, se perdía entre los de Tahara. Entonces, sus ojos marrones chocaron con los verdes de la chica de cabellos oscuros. *** No había clientes a esa hora del día, de todas maneras, tenían la habitación para ellas solas. Tahara había perdido las veces que casi rogó a Isabelle que fuese su modelo, tener un recuerdo de ella tal cual era y no únicamente retratos hechos de memoria. Ya habría tiempo cuando tuvieran cincuenta años y la vista comenzase a fallar. Y todas ellas, Isabelle se había negado. Hasta ese día. Sentada a los pies de la cama, en una simple pose con las piernas cruzadas. Cualquiera diría que ni tan siquiera posaba, simplemente esperaba que su chica terminase de hacer el dibujo que tenía entre manos. Podía ver la concentración de Tahara, cómo su mirada compartía tiempo entre ella y el papel que se sostenía en el caballete. Algo no estaba bien. —¿Has escuchado el sonido que hace el carboncillo sobre el papel? —¿Qué? —respondió Isabelle, sin comprender—. Es el sonido de siempre. —Sí —admitió la otra chica, dejando el carboncillo suspendido en el aire—. Pero, ¿lo has escuchado de forma consciente? ¿Te has concentrado en él? —No te entiendo. —Cierra los ojos —le pidió. —¿Por qué? Tahara soltó el carboncillo y se acercó a los pies de la cama. Sus manos estaban sucias, manchadas de la tinta del carboncillo. Las uñas ennegrecidas y las yemas ásperas; sin embargo, cuando ésta cogió la mano de Isabelle, la chica de ojos oscuros no sintió asco; todo lo contrario, algo en su corazón palpitó como venía haciendo cada vez que se rozaban. Cogió su mano, y la colocó sobre su pecho, sobre la enorme camiseta que solía ponerse cada vez que sacaba su lado más artístico. —Tú ciérralos. Ahora quiero que te olvides de todo lo demás, ¿de acuerdo? Olvídate incluso de ti misma, sólo existe el carboncillo. Imagina cómo son las líneas que estoy dibujando. Debes saberlo por el sonido —Tahara esperó, pero Isabelle no respondió nada—. ¿Qué sientes? —Tu corazón. —Pues ahora escúchalo a través de la mano. —Eso es imposible —rebatió. —¿Crees que una persona sorda no puede escuchar música? —inquirió con cierto aire de suficiencia, con cierto tono sarcástico e incluso con tintes de enfado. A su lado, —. Pues sí que puede. No con esto —con la mano derecha, señaló su oreja; mientras la otra, la izquierda, se acercaba lentamente y rozaba su piel, su brazo, su mejilla, sus labios—. Sino con esto. Con esto. Con todo su cuerpo. No necesita escuchar las notas para poder apreciarlas, simplemente las siente. ¿Sientes ahora mi corazón?
Me encocora
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