—Vamos, Rosmerta.—Syanna se inclinó sobre la barra de madera astillada.—¡Ni siquiera te pido que me pagues mucho!

Rosmerta siguió limpiando la jarra de cerveza vacía. Syanna la siguió desde el otro lado de la barra.

—Ten un poco de compasión.—suplicó.—Mi acogida se acaba en un par de años, necesito dinero, me da igual que me tengas limpiando los baños hasta el fin de los tiempos. Por favor...

—Sylvia, eres una cría... ¿qué tienes, catorce? No puedo dejarte trabajar aquí.

—Quince. Casi dieciséis. Y ni siquiera tienes que hacerme un contrato.

—¿Minerva está de acuerdo con esto?—inquirió la tabernera.

—Sabes de sobra que no. Pero el fondo de mi familia se acaba, y no quiero tener que tirar de su dinero.—exhaló un resoplido por la nariz.—Bastante han hecho acogiéndome durante todos estos años. Por favor...échame una mano.

Rosmerta echó una mirada de arriba a abajo a la menor; dejó la jarra sobre la madera y apoyó el peso de su cuerpo sobre las manos.

—Un galeón la hora más las propinas que puedas sacarte, si es que las sacas.—cedió por fin, a regañadientes.—Empiezas el viernes a las siete, ¡ni se te ocurra llegar tarde! Como dejes de rendir en el colegio, te echo.

Syanna se marchó de las Tres Escobas con una radiante sonrisa de felicidad.
—Vamos, Rosmerta.—Syanna se inclinó sobre la barra de madera astillada.—¡Ni siquiera te pido que me pagues mucho! Rosmerta siguió limpiando la jarra de cerveza vacía. Syanna la siguió desde el otro lado de la barra. —Ten un poco de compasión.—suplicó.—Mi acogida se acaba en un par de años, necesito dinero, me da igual que me tengas limpiando los baños hasta el fin de los tiempos. Por favor... —Sylvia, eres una cría... ¿qué tienes, catorce? No puedo dejarte trabajar aquí. —Quince. Casi dieciséis. Y ni siquiera tienes que hacerme un contrato. —¿Minerva está de acuerdo con esto?—inquirió la tabernera. —Sabes de sobra que no. Pero el fondo de mi familia se acaba, y no quiero tener que tirar de su dinero.—exhaló un resoplido por la nariz.—Bastante han hecho acogiéndome durante todos estos años. Por favor...échame una mano. Rosmerta echó una mirada de arriba a abajo a la menor; dejó la jarra sobre la madera y apoyó el peso de su cuerpo sobre las manos. —Un galeón la hora más las propinas que puedas sacarte, si es que las sacas.—cedió por fin, a regañadientes.—Empiezas el viernes a las siete, ¡ni se te ocurra llegar tarde! Como dejes de rendir en el colegio, te echo. Syanna se marchó de las Tres Escobas con una radiante sonrisa de felicidad.
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