Dolrronanyena burló en ese tiempo la crudeza del invierno en nombre de su nombre. El desgraciado repiqueteaba entre sus dedos, cómo la poderosa suciedad que le cubría, desde su caída, a la palpable realidad en la que se encontraba preso de todos, preso de nadas. Por supuesto la suciedad lo cubría. Debía. Después de todo lo habían condenado a un cuerpo que él mismo mancillaba cada que podía.

Ya no existían más escondites para sus nombres, y, Dolronanyena conocía con la gratitud de un caballero, herido de corazón, cuál sería su condena si se dejaba ganar por Él y por todos los que carcomían sus huesos día a día, tarde a tarde, noche a noche.

Antes de que las auroras boreales coronaran los cielos, que se alzaban sobre su altar de pormenores y prudencias, había cazado otro, un ciervo en descomposición que le ofreció quiméricas ofrendas en el bosque en el que se había encontrado dormido. Hasta ahora.

Ay, del soldado de la revolución que existía, en nombre de un amante dormido para siempre. De un dios emperador que lo enviaba a reposar en ese mundo que no era mundo, sino un caro espejismo en el que debía vivir, hasta sabrá cuántos tiempos.

Él despertaba de un sueño de vivida grandeza, y, resultaba perfecta la solitaria carne recia con la que se aportaría nutrientes. Entrecerró sus ojos. No pensó en nada más, tan sólo en devorar la carne ataviada por gusanos y por profundas heridas, que había caído antes ante otro cazador. Entonces lamió la sangre seca, desgarró, engulló con los dientes todas esas acontecidas faenas, y, se alimentó, de los sueños que tuvo el ciervo una vez.

El ciervo rogó entre mesurados gritos un héroe que lo guiara a su descanso, pero nadie acudió. El ciervo rogó entre mesurados gritos un héroe que lo guiara a su descanso, pero nadie acudió. El ciervo rogó entre mesurados gritos un héroe que lo guiara a su descanso, pero nadie acudió.

Dolrronanyena se hizo con el alma lechosa del ciervo. La empozó en un recipiente junto a las pieles sobre las que dormía. Suspiró, se entretuvo, bebió de ella. Luego y sólo luego, palpó las heridas, y el ciervo habló, gritó, pidió ayuda, y él o más bien ellos, lo observaron pacientes a través de sus ojos dorados como manzanas de oro. Estaban allí otra vez: las voces que hablaban por él, en su cabeza, entre sus labios.

No eran voces cualquiera sino venidas desde las estrellas. Condenadas, como aguamiel y paraíso putrefacto. Voces venidas desde solariegos amores, que lo salvaron hará muchas eras atrás, y, Dolronanyena ya no pensó en nada más. Despertaba, y, eso, era lo importante.


https://www.youtube.com/watch?v=72KbtAK4z0k
Dolrronanyena burló en ese tiempo la crudeza del invierno en nombre de su nombre. El desgraciado repiqueteaba entre sus dedos, cómo la poderosa suciedad que le cubría, desde su caída, a la palpable realidad en la que se encontraba preso de todos, preso de nadas. Por supuesto la suciedad lo cubría. Debía. Después de todo lo habían condenado a un cuerpo que él mismo mancillaba cada que podía. Ya no existían más escondites para sus nombres, y, Dolronanyena conocía con la gratitud de un caballero, herido de corazón, cuál sería su condena si se dejaba ganar por Él y por todos los que carcomían sus huesos día a día, tarde a tarde, noche a noche. Antes de que las auroras boreales coronaran los cielos, que se alzaban sobre su altar de pormenores y prudencias, había cazado otro, un ciervo en descomposición que le ofreció quiméricas ofrendas en el bosque en el que se había encontrado dormido. Hasta ahora. Ay, del soldado de la revolución que existía, en nombre de un amante dormido para siempre. De un dios emperador que lo enviaba a reposar en ese mundo que no era mundo, sino un caro espejismo en el que debía vivir, hasta sabrá cuántos tiempos. Él despertaba de un sueño de vivida grandeza, y, resultaba perfecta la solitaria carne recia con la que se aportaría nutrientes. Entrecerró sus ojos. No pensó en nada más, tan sólo en devorar la carne ataviada por gusanos y por profundas heridas, que había caído antes ante otro cazador. Entonces lamió la sangre seca, desgarró, engulló con los dientes todas esas acontecidas faenas, y, se alimentó, de los sueños que tuvo el ciervo una vez. El ciervo rogó entre mesurados gritos un héroe que lo guiara a su descanso, pero nadie acudió. El ciervo rogó entre mesurados gritos un héroe que lo guiara a su descanso, pero nadie acudió. El ciervo rogó entre mesurados gritos un héroe que lo guiara a su descanso, pero nadie acudió. Dolrronanyena se hizo con el alma lechosa del ciervo. La empozó en un recipiente junto a las pieles sobre las que dormía. Suspiró, se entretuvo, bebió de ella. Luego y sólo luego, palpó las heridas, y el ciervo habló, gritó, pidió ayuda, y él o más bien ellos, lo observaron pacientes a través de sus ojos dorados como manzanas de oro. Estaban allí otra vez: las voces que hablaban por él, en su cabeza, entre sus labios. No eran voces cualquiera sino venidas desde las estrellas. Condenadas, como aguamiel y paraíso putrefacto. Voces venidas desde solariegos amores, que lo salvaron hará muchas eras atrás, y, Dolronanyena ya no pensó en nada más. Despertaba, y, eso, era lo importante. https://www.youtube.com/watch?v=72KbtAK4z0k
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