Viví en tu voz y tú, y tan sólo tú, extrajiste los tumores de mis dedos carcomidos, las ofrendas de nupcias ardientes que entregué a las estrellas cenizas. Y vi en tus cosmos mis delirios, mi dama de luz, me enfrenté al mundo gracias a ti; gobernado por tu gente.

Hará no mucho tiempo que el tiempo es tiempo. Hará no mucho que las almas son almas. Ingenuas, graciosas. Gracia de venia. Heraldos de amor. Unidas hicieron el amor entre los montes del destino. Con el arrullo de tus nombres.

Conmovido por la hambruna de la sabiduría conocida, tan sólo fuimos un puñado de recuerdos heridos por el poderío del sol. Ingratos ante la sutileza de la luz de luna. Acérrimos ante los quiebres del relumbre de la tierra.

Frágil fue nuestra historia. Devoto nuestro ingenio. Por un puñado de monedas te vendí y tú, en cambio, me diste un beso con la crudeza de una íntegra verdad. En esa prisión en la que me salvabas la vida como un árbol frondoso a su fruta favorita.

Porque era manzana, soy mandarina. Era naranja y al final simplemente me convertí en las uvas que lamiste entre tus dedos. Me aplastaste con el sigilo de un migrante que reúne entre sus pertenencias el gemebundo frío. El calor del lecho que compartimos.

Las estaciones, las catorce sangrientas, las quince tristezas de un astro a otro, conmovieron a todos lo que acudieron a verte bailar. Y te movías como una gacela, mi dama de luz. Como una presea. Como una ostia. Una saga de las profundidades.

También la glosolalia que manaban de tus senos nos permitía entrever que eras arenas de ayer y cenizas de mañana; esas con las que alguna una vez soñé cuando te soñé siendo mía.

¿Quién para soñarte sino yo?

Me relataste tanto de tu gente. De tu porte, de tus níveos espejismos. Y yo en cambio sólo te hablé del ayer, del hoy, del mañana. Soñándote como mi dama de las camelias, mi musa de azucenas y, con mi yugo presente y de mi lado, relumbraron las trompetas que los ángeles te entregaron, la maldición de los demonios del cambio a nuestros vástagos.

Coroné tus ojos entre maromas de tierna usanza. Coroné los espacios de tu virgen vientre, la ceguera de creación que edificabas. Desnudaste en cambio el orgullo de mi bajo vientre, la faena que tenía contigo de llorar dentro de ti.

Porque viví en ti y clamé tu nombre en un celestial éxtasis. Porque eras la cayena de mi alma, el cisne de mi mar de emociones, la grulla de mi lago de abrasadora lava. Me hechizaste como una sirena a un dios de un millar de corazones, hilados en ti, mi bien y tafetán. Entregué los espacios de mi morada a tu garganta, a tus lunares, a tus verrugas, a tu mórbida belleza.

Y entonces desperté. Y encontré el don de tu alborada entre mis brazos. Tu luz ardiente me hizo conocer el paraíso hasta que tu ectoplasma se unió con el mío, y nos convertimos así, en las leyendas de dioses secretos, sacerdotisas de arenas y cenizas.

En otras vidas fui tu caballero y te amé en la otra vida.

Y en esta me convertiré en el para siempre al que entregues a descansar cuando estés cansada de la buena nueva de nuestro lirio de plata edificado.

¿Quién sino para amarte sino yo?

Ruego por ti y rezo cada mañana en tu nombre. Ruego por ti cada tarde en la que te pienso.

En ese, mi propio calvario, me someto siendo un tan sólo un fantasma. Cada noche ruego al firmamento para que sigas siendo mía.

Mi aparecida doncella de lápidas y cementerios de sueños.

Tú y tan sólo tú. Desde mi etérea juventud.
Viví en tu voz y tú, y tan sólo tú, extrajiste los tumores de mis dedos carcomidos, las ofrendas de nupcias ardientes que entregué a las estrellas cenizas. Y vi en tus cosmos mis delirios, mi dama de luz, me enfrenté al mundo gracias a ti; gobernado por tu gente. Hará no mucho tiempo que el tiempo es tiempo. Hará no mucho que las almas son almas. Ingenuas, graciosas. Gracia de venia. Heraldos de amor. Unidas hicieron el amor entre los montes del destino. Con el arrullo de tus nombres. Conmovido por la hambruna de la sabiduría conocida, tan sólo fuimos un puñado de recuerdos heridos por el poderío del sol. Ingratos ante la sutileza de la luz de luna. Acérrimos ante los quiebres del relumbre de la tierra. Frágil fue nuestra historia. Devoto nuestro ingenio. Por un puñado de monedas te vendí y tú, en cambio, me diste un beso con la crudeza de una íntegra verdad. En esa prisión en la que me salvabas la vida como un árbol frondoso a su fruta favorita. Porque era manzana, soy mandarina. Era naranja y al final simplemente me convertí en las uvas que lamiste entre tus dedos. Me aplastaste con el sigilo de un migrante que reúne entre sus pertenencias el gemebundo frío. El calor del lecho que compartimos. Las estaciones, las catorce sangrientas, las quince tristezas de un astro a otro, conmovieron a todos lo que acudieron a verte bailar. Y te movías como una gacela, mi dama de luz. Como una presea. Como una ostia. Una saga de las profundidades. También la glosolalia que manaban de tus senos nos permitía entrever que eras arenas de ayer y cenizas de mañana; esas con las que alguna una vez soñé cuando te soñé siendo mía. ¿Quién para soñarte sino yo? Me relataste tanto de tu gente. De tu porte, de tus níveos espejismos. Y yo en cambio sólo te hablé del ayer, del hoy, del mañana. Soñándote como mi dama de las camelias, mi musa de azucenas y, con mi yugo presente y de mi lado, relumbraron las trompetas que los ángeles te entregaron, la maldición de los demonios del cambio a nuestros vástagos. Coroné tus ojos entre maromas de tierna usanza. Coroné los espacios de tu virgen vientre, la ceguera de creación que edificabas. Desnudaste en cambio el orgullo de mi bajo vientre, la faena que tenía contigo de llorar dentro de ti. Porque viví en ti y clamé tu nombre en un celestial éxtasis. Porque eras la cayena de mi alma, el cisne de mi mar de emociones, la grulla de mi lago de abrasadora lava. Me hechizaste como una sirena a un dios de un millar de corazones, hilados en ti, mi bien y tafetán. Entregué los espacios de mi morada a tu garganta, a tus lunares, a tus verrugas, a tu mórbida belleza. Y entonces desperté. Y encontré el don de tu alborada entre mis brazos. Tu luz ardiente me hizo conocer el paraíso hasta que tu ectoplasma se unió con el mío, y nos convertimos así, en las leyendas de dioses secretos, sacerdotisas de arenas y cenizas. En otras vidas fui tu caballero y te amé en la otra vida. Y en esta me convertiré en el para siempre al que entregues a descansar cuando estés cansada de la buena nueva de nuestro lirio de plata edificado. ¿Quién sino para amarte sino yo? Ruego por ti y rezo cada mañana en tu nombre. Ruego por ti cada tarde en la que te pienso. En ese, mi propio calvario, me someto siendo un tan sólo un fantasma. Cada noche ruego al firmamento para que sigas siendo mía. Mi aparecida doncella de lápidas y cementerios de sueños. Tú y tan sólo tú. Desde mi etérea juventud.
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