CUANDO TE 𝑪𝑶𝑵𝑶𝑪𝑰́ ESTABA 𝐶𝑂𝑀𝑃𝐿𝐸𝑇𝐴𝑀𝐸𝑁𝑇𝐸 𝐑𝐎𝐓𝐀. APARECISTE EN 𝑴𝑰 𝐕𝐈𝐃𝐀 EN EL 𝑴𝑶𝑴𝑬𝑵𝑻𝑶 MÁS 𝐈𝐍𝐎𝐏𝐎𝐑𝐓𝐔𝐍𝐎 PARA 𝑅𝐸𝑃𝐴𝑅𝐴𝑅 LO QUE 𝑶𝑻𝑹𝑶𝑺 HABÍAN 𝐑𝐎𝐓𝐎, 𝑺𝑻𝑬𝑷𝑯𝑬𝑵 𝐒𝐓𝐑𝐀𝐍𝐆𝐄.
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Angelique se quedó dormida, agotada por el llanto. Aquella noche durmió sola. Norman no se presentó en el apartamento. Decidió pasar la noche en el ático, comprendiendo que quizá ella necesitaba pasar un tiempo con su soledad, desconectar. Y no se equivocaba del todo, su intuición había conseguido que hiciera lo correcto, pero no por lo que él pensaba. A la mañana siguiente volvió a insistir, la volvió a llamar y al no recibir respuesta, se presentó por la noche en el apartamento descubriendo que la puerta estaba cerrada, bloqueada. Su llave entró, pero no giró.
—¿Angelique? —preguntó tras esta.
Tocó, insistió, pero ella no se pronunció. Sacó del bolsillo su teléfono y marcó su número. El tono sonó al otro lado de la puerta, donde ella terminó desmoronándose. Norman pudo escucharla tras la madera.
—Angelique, abre.
Ella negó en silencio, como si él pudiera verla. Dejó caer, arrastrar su cuerpo hasta terminar sentada contra la puerta. De nuevo se abrazó a sus rodillas, meciéndose con el taladrante y oprimente pensamiento de la amenaza de su hermano.
—Angelique —insistió—. Por favor, abre…
Tuvo que esforzarse por que su dolor no fuese audible, ni sus suspiros, ni su moqueo, ni siquiera la falta de aire en sus pulmones.
»—Sé que estás ahí, nunca sales sin el teléfono. Vamos, ábreme.
El silencio continuó siendo la única respuesta que recibió, y aquello ya empezaba a desesperarle. No era complicado que en una situación como aquella Él apareciera para sembrar el caos en su cabeza. Había muchas dudas, demasiadas cosas en las que pensar tras la reacción por parte de la chica. ¿Y si el Duende tenía razón? ¿Y si ella se había cansado? ¿Y si… había… otro hombre?
¿Ya? ¿Tan pronto?... No es posible…
Claro que es posible, viejo amigo… Yo diría incluso, que es bastante probable que se nos haya adelantado a los dos. Sólo se me ocurre una razón para que haya bloqueado esa puerta. Sólo una para que haya decidido encerrarse ahí dentro y no responda a tus llamadas. Aparece ese amiguito suyo, ese tal Hill, y de pronto desaparece… ¿No te pareció extraño que se pusiera tan nerviosa? ¿No crees… que es él quien puede estar escondido ahí dentro?...
Dos toques más, firmes, toscos.
—Angelique, abre.
En tu propio apartamento…
—Por favor, abre.
Te dije que se cansaría, ¿pero de ahí a reemplazarte por ese tipo?... Sabía que le gustaban mayores, ¿pero tanto? Eso sí que es caer bajo, Osborn. Incluso para ti.
Y entonces llegó el primer golpe contra la madera, sobresaltándole, derramando las lágrimas que se habían acumulado en sus ojos. Sus labios se despegaron húmedos, pegajosos. Hipó, asustada, y terminó por desquiciarlo.
¿Qué ha sido eso? ¿Es un gemido eso que he escuchado?...
—Angelique —insistió, perdiendo los nervios—. ¿¡Por qué no contestas a mis llamadas!?
¿Quieres que sea yo quien responda a eso? ¡Tumba la maldita puerta, Osborn!
—Contéstame.
Oh, sí, querida… Deberías hacerlo antes de que se vuelva loco…
—¡Angelique! —y ahí vino el segundo golpe. Todo su cuerpo contra la puerta.
Tarde.
Después del segundo vino el tercero, y después el cuarto. Podía escucharla tras la puerta, sabía que estaba asustada pero en absoluto se imaginaba por qué. En lo único que podía pensar era en aquello que Él acababa de implantar en su mente. No, no podía sacárselo de la cabeza, y mientras empujaba y asestaba contra la madera, lo único que podía era imaginar todo lo que habría pasado hasta el momento. La estaba viendo, maldita sea, podía verla desnuda; esa piel perfecta que había creído suya, sobre el cuerpo de otro hombre, ese hombre. Las venas en su cuello empezaron a palpitar con suma fuerza, al igual que sus músculos. Los dientes, apretados, amenazando con mutar de un momento a otro por los de su alter ego.
De pronto la madera dejó de vibrar contra su espalda. Angelique abrió los ojos, cogió aire y el instinto le dijo que se pusiera en pie y se alejara de la puerta. A paso lento, desconfiado e inseguro, se separó lentamente. Demasiado silencio…
Y soplaré y soplaré…
Y la puerta se derrumbó frente a sus ojos. Angelique soltó un grito, tapándose rápidamente la boca. La imagen furiosa del empresario le trajo demasiados malos recuerdos…
—¿Dónde está? —preguntó él casi sin mirarla, avanzando hacia el salón.
—Tienes que irte —respondió casi sin fuerzas. Pero ah… aquello sólo hizo que asquearle más. ¿Irse? ¿De su casa? No… Ni por un segundo…
Registró el apartamento, lanzando cosas sin importar dónde cayeran. Abrió los armarios, miró debajo de las camas, en cada habitación, e incluso en lugares en los que era más que evidente que no podía esconderse nadie. Volvió al salón, completamente fuera de sí, recogiéndola del suelo por los hombros, levantándola mientras la zarandeaba, marcándole los dedos en la piel.
—¡¿Dónde está?!
Pero la única respuesta por parte de ella fue llorar de forma desconsolada. Por supuesto no pensó en ningún momento que aquella acusación se debiera a la sospecha de una supuesta infidelidad, pues jamás se le hubiera pasado por la cabeza que él pudiera dudar de sus sentimientos. ¿Acaso pensaba que tenía ojos para alguien más? El resto del mundo había dejado de existir desde el mismo día en el que lo conoció. Incluso cuando ni siquiera creía tener esperanzas de que algún día pudieran llegar a lo que habían llegado. No… Angelique creyó, pensó que quizá él la conocía demasiado bien para saber lo que significaba todo eso. Para ella, “dónde está” se refería únicamente a una persona: su hermano.
Norman podía caer, ceder ante los caprichos del Duende, pero cuando la tenía delante, cuando la miraba a los ojos ningún veneno era más potente que lo que sentían. Ni siquiera el de su condena. Pudo ver algo que hasta el momento no había visto, algo en esa manera de desmoronarse, en esa forma de llorar que le dijo, que le gritó que estaba equivocado. Y gracias a eso, pudo percatarse de la marca de unas manos en su cuello. No era reciente, pero tampoco muy lejana. Ayer en la librería no la tenía, y él sólo había estado fuera un día, no hacía falta ser muy inteligente para saberlo.
—¿Qué te ha pasado?...
—Por favor, tienes que irte —se alejó, empleando sus manos como barrera para que no se acercara. Era más que evidente que él no iba a consentir aquello. Se acercó, forcejó contra ella, atrapándola. Las piernas le fallaron, estaba desolada, desconsolada. Norman evitó que sus rodillas impactaran contra el suelo, sosteniéndola.
—Quién te ha hecho eso.
Ella no respondió, bajó la mirada, envuelta en el llanto.
»—Dime quién ha sido.
Y casi como si el destino así lo hubiese querido, el momento de lucidez llegó a su mente en el momento idóneo. ¿Cómo había sido tan estúpido?... ¿Cómo no se había dado cuenta antes?... Volteó la mirada hacia la puerta, tirada en el suelo, comprendiendo lo idiota, lo irracional que había sido. Y el odio empezó a crecer en su interior en cuanto tuvo sentido. La soltó y se alejó de ella, frenando en seco en mitad del pasillo pocos segundos después. Se volteó de nuevo, mirándola en silencio. Apretó los puños con fuerza, sintiendo que el rencor y la venganza empezaban a abrirse paso en su cabeza. Se aproximó, inclinándose para abrazarla, colocando su cabellera sobre su pecho, meciéndola en silencio.
—Lo siento… —se disculpó, besando su cabeza—. Estaba preocupado por ti, no entendía nada… No… no me cogías el teléfono…
Ella se abrazó con fuerza a su cuerpo, enterrando su rostro en su pecho, aferrándose con fuerza a su camisa. Verla así lo destrozaba. La impaciencia lo estaba consumiendo, agotando su temple. La tomó despacio en brazos y la llevó hasta el sofá.
—Voy a prepararte algo, espérame aquí.
Para cuando volvió, traía consigo una píldora en su mano.
»—Tómatela. Te ayudará a descansar. Yo estaré aquí, a tu lado. No tienes que preocuparte por nada, ahora estás conmigo. No voy a dejar que te pase nada.
Calmarla llevó más tiempo del necesario. Parecía que el que la puerta de fuera ya no estuviera la ponía especialmente nerviosa, como si no viera a Norman capaz de defenderla de su hermano. ¿Cómo iba ella a saber que…?
Cuando finalmente cedió a tomarse la pastilla y empezó a tranquilizarse, él la llevó al dormitorio, tumbándola sobre la cama. La arropó y la acompañó hasta que se quedó dormida. Besó su frente, la contempló afligido y en cierto modo sintiéndose aún culpable por haber desconfiado de ella. ¿Cómo iba a engañarle? Si bien sabía lo mucho que había soportado por estar como estaban en aquel momento. Era absurdo, ¿verdad? A los ojos de cualquiera… Pero tener a eso en su cabeza, recordándole cada instante lo miserable que era y lo poco que merecía por las atrocidades que había cometido era otra cosa. Antes de levantarse sembró una suave caricia sobre los labios de ella. Ser él tenía tantas consecuencias como ventajas, y una de ellas eran sus contactos. A esas horas de la noche y en cuestión de minutos ya tenía solución al problema de la puerta, la cual fue reparada (o más bien reemplazada) en menos de dos horas sin que ella siquiera se desvelara. Quizá eso hubiera ayudado a disipar las pesadillas que la hubieran despertado en mitad de la noche de no ser porque su teléfono sonó sobresaltándolos a ambos. Angelique abrió los ojos con la frente perlada en sudor, agitada. Rebuscó entre la oscuridad la luz que provenía de la pantalla del celular hasta ubicarlo sobre la mesita. Lo cogió sin mirar.
—¿Sí?... Sí, soy yo. ¿Quién es?... ¿Qué? —y se puso en pie de pronto—. ¿Pero qué ha pasado? ¿Qué? ¿Dónde? Estaré allí en un momento.
—¿Quién es? —preguntó Norman aguzando los ojos, adormecido.
—Mi hermano está en el hospital. Ha tenido un accidente, no quieren decirme qué ha pasado.
Él la contempló; inquieta, desasosegada, abrumada. Se llevó las manos a la cabeza, intentando serenarse, despertarse. Cerró los ojos, suspiró, alzó la mirada y se encontró con su reflejo en el espejo, devolviéndole la tétrica imagen que esperaba.
…
—¡Señorita, ¿a dónde va?! ¡No puede entrar ahí!
—¡Angelique, espera!
Pero ella no escuchaba, era incapaz de centrarse en algo que no fueran sus acelerados pasos hacia la nada. Sus ojos buscaban el cartel de algo que desconocía. No sabía dónde estaba su hermano, pero no iba a esperar sentada a que fuera demasiado tarde. No le habían dado información al respecto, ni siquiera sabía qué le había pasado, y a decir verdad, el testimonio desesperanzador del servicio de urgencias al teléfono no había servido de mucha ayuda. “Está grave, pero estable.” ¿Y eso qué significaba? ¿Para qué entonces la habían llamado a esas horas de la madrugada? ¿Es que acaso de no ser de vida o muerte no habrían esperado a la mañana siguiente? No lo sabía, pero lo descubriría antes de que la locura la consumiera.
—¡Eh, a dónde va? ¿¡Quién es usted!? ¡No puede ir por ahí! —gritó una enfermera—. ¡Seguridad!
Pero Angelique no dejó de avanzar, cada vez con el paso más acelerado, tanto, que al girar uno de los pasillos se dio de bruces contra uno de los médicos.
—¡Eh, eh, eh! —la tomó rápidamente por los hombros, ceñudo. Le tomó unos segundos reparar en que esa chica no llevaba ningún uniforme, más motivos para arrugar más la frente—. ¿Quién es usted?... —preguntó aguzando la mirada, sin soltarla. Quizá aquello fue lo peor que hizo; mirarla fijamente, pues durante un segundo sus miradas parecieron conectar. Frunció aún más el entrecejo, como si algo extraño acabara de atravesarlo, y justo cuando estuvo a punto de increparla, una de las enfermeras gritó su nombre.
—¡Steven! La señora Hersh, ha entrado en parada.
Él volteó su mirada hacia la chica una última vez antes de soltarla para marcharse junto a la enfermera.
—Avisa a seguridad —informó al celador—. Quédate con ella hasta que lleguen. ¿Desde cuándo permitimos familiares pululando por ahí? —bufó, marchándose de allí junto a la enfermera.
Angelique se quedó quieta observándolos a ambos alejándose, mientras el celador se aproximaba. Si bien ella no había sentido lo mismo que aquel hombre al mirarla, sí había sentido que algo se removía en su interior. Algo que llevaba un tiempo dormido y que pareció hacer el amago de despertar. Un cosquilleo, como una brizna de aire que sacude la rama del árbol con la última hoja del otoño. Se había quedado ahí, quieta, paralizada viendo cómo se marchaba. ¿Por qué se había quedado mirándola así? ¿Es que acaso… la había reconocido? ¿Tanto se parecía a su hermano? ¿Significaba eso entonces que ese tipo ya conocía el estado de Nathan y que éste no era en absoluto bueno?...
—Señorita, no puede estar aquí. ¿A quién está buscando?
Y aunque tardó un rato en responder y en devolverle la mirada por todos aquellos pensamientos aturdiéndole la mente, terminó diciendo:
—A mi hermano.
...
Los días pasaban despacio, parecían interminables desde que su hermano estaba en el hospital. Ella lo visitaba cada día, desde que le habían asignado una habitación prácticamente no se marchaba de allí. Lo cierto es que necesitaba esos momentos, pasar tiempo “sola”, sin Norman, sin ir a clase, sin estar rodeada de gente. Parecía ser que su mente sólo podía centrarse en una cosa, y esa cosa era Nathan. No recordaba cuándo fue la última vez que estuvieron juntos tanto tiempo sin que no hubiera alguna discusión entre los dos. Estar a su lado y que todo estuviera tan tranquilo se le hacía extraño, tanto que dolía. «¿Por qué nunca pudimos ser felices juntos? ¿Por qué nunca pudimos ser normales?... Como el resto de familias.» Le había preguntado, pero él claro, nunca respondía. A ella le daba igual, eso era incluso mejor, porque normalmente él no le permitiría responder o recriminarle nada. Mucho menos abrazarle como ella lo hacía, tumbándose a su lado, acomodándose contra su cuerpo como hacía años que no lo hacía. ¿Había sido así acaso alguna vez? No lo recordaba, y eso era lo que más parecía dolerle. Ahí, abrazada a su cuerpo, sollozando, se preguntaba qué había salido mal, en qué momento las cosas se habían jodido de esa forma, y aunque tenía mucho tiempo para pensar, no logró dar con la respuesta. Había días en los que tan sólo lo miraba, observando cómo respiraba, otros en los que le abrazaba, y otros en los que expresaba todo lo que sentía. Hasta el momento sus discursos se habían basado en los buenos momentos que antaño habían pasado, hasta que una tarde, algo pareció cambiar. Había estado callada durante veinte minutos, hasta que llegó el momento. Se levantó del asiento y se colocó cerca de la ventana, cruzándose de brazos. Si no le miraba, podría decir todo lo que pensaba. Si no le miraba… podría decir todo lo que pensaba. Y lo hizo.
—Hay muchas cosas que no entiendo, ¿sabes?... Por… mucho que intento esforzarme, por mucho que quiera entenderlo… simplemente no me sale. Después de todo lo que has hecho, de cómo has sido… Mírame, aquí estoy. Cada maldito día, esperando a que despiertes como si fuera… lo único que necesito. Como si fueras… lo único que necesito —tragó saliva, cerró los ojos y las primeras lágrimas recorrieron sus mejillas. Se las limpió rápidamente, con enojo—. No te mereces que esté aquí cada maldito día. No te lo mereces. No te mereces que me preocupe, no te mereces que tenga… —y la voz se le rompió—… miedo a perderte. ¡Joder! —bufó, mordiéndose el labio en una mueca desolada—. No te mereces una mierda —se giró, por fin, enfrentando su imagen—. Y al final… —soltó una risa escéptica— al final estás consiguiendo lo que querías; al final me estás alejando de la única persona que me importa, la única persona que realmente necesito. Porque estoy aquí, cada maldito minuto que tengo. Y todo te lo estoy dando a ti. ¿Qué me has dado tú, Nathan? ¿Alguna vez me diste algo? —negó, irónica—. Has dedicado tu vida a martirizarme, asegurándote de que sembrabas el caos a mi alrededor. Control. Agresión. Posesión. Eso eres tú. El gran Nathan Baker —el labio le tembló, las lágrimas volvieron a caer. Se las limpió con rabia, volvió a darle la espalda y dejó que su corazón se desahogara—. Y todo porque sé que no tienes otro forma de irte que haciéndome más daño, destrozándome. Lo harás cuando me haya ido, ¿verdad? —se giró hacia él—. Te irás de este maldito mundo cuando yo no esté aquí para despedirme. Por eso estoy aquí cada maldito día, perdiendo el tiempo. Por si decides irte justo cuando no estoy aquí —la mandíbula entera le tembló. Parecía ser que, si se mordía el labio con suficiente fuerza, el llanto se detenía momentáneamente, y la mueca, esa mueca tan fastidiosa de dolor, se camuflaba ligeramente.
Quizá Nathan no podía ver el gesto de su hermana, pero hubo alguien que sí pudo verlo, y que además, se quedó un tiempo observándola.
El mismo doctor con el que se había chocado el primer día la contemplaba a través de la ventana del ventanal de la habitación. Cristine, su compañera, lo acompañaba, deteniéndose en su conversación al ver cómo él miraba a aquella chica. Stephen no tardó en preguntarle por ella.
—¿Por qué me lo preguntas? —respondió Palmer.
—Es una chica extraña. ¿No te lo parece?
—A mí me parece de lo más normal...
—Eso es porque sólo miras. No ves.
Los días pasaron, y tal y como Angelique había predicho, su hermano dio el último suspiro cuando ella estaba en mitad de una clase. Tuvo que salir corriendo, envuelta en llanto. Para cuando volvió al hospital, ya no pudo despedirse.
Un ataque de ansiedad, de pánico, obligó a los enfermeros y auxiliares a sujetarla, suministrándole un sedante que la dejaría en observación durante las siguientes horas. Los pacientes se iban marchando de la sala, pero ella seguía ahí, todavía ahí. Stephen, quien iba dando el alta a sus pacientes, no perdía ni una sola oportunidad de dedicarle una mirada, observándola de soslayo. Ella no se daría cuenta, tenía la vista perdida en algún punto de la pared. Hasta que la sala, se vació por completo. Se había quedado sola.
Una voz la despertó del trance. Pero no era la de Nathan en su cabeza, ni la de Norman. Era... Alzó la vista y lo vio, los ojos celestes y el uniforme de cirujano.