Capítulo I — El Reclutamiento de los Catorce Años

El pueblo se llamaba Småby, una palabra que en la lengua antigua del norte significaba “lugar pequeño”, y nunca un nombre había sido tan cruelmente apropiado. Småby era apenas un puñado de casas de madera oscura, apiñadas junto a un fiordo cuyas aguas grises reflejaban un cielo perpetuamente encapotado. Cada catorce años, esa neblina se teñía de rojo.

La Ley de los Catorce Años era simple: el Rey de las Tierras Altas enviaba a sus Cuervos de Acero —soldados con armaduras tan negras como el alma que se rumoreaba tenían— a reclutar a toda la juventud entre doce y dieciocho inviernos. No era un llamado a la gloria, sino una cosecha forzosa. Los aptos se llevaban para engrosar las filas de un ejército en eterna expansión; los que se resistían o eran considerados inútiles, desaparecían. Unos, bajo la tierra fría del pueblo. Otros, en el exilio, que en aquel paisaje de montañas infranqueables y bosques habitados por sombras era solo una muerte más lenta.

Capítulo II — El Escondite de los Amery

Elric Amery tenía catorce años, pero los huesos frágiles y la tos persistente le daban el aspecto de un niño de diez. Nunca había podido correr tras las ovejas, ni levantar un hacha para partir leña. Su mundo eran los libros viejos que el herrero, un hombre compasivo, le prestaba, y los mapas que trazaba en su mente de lugares que nunca pisaría.

Sus padres, Alaric y Solveig, lo escondieron en el falso fondo del gran arca de madera donde guardaban los granos de invierno. Le dieron una cantimplora, un trozo de pan de centeno duro, y le hicieron jurar que no tosería, “ni aunque el demonio se te suba al pecho”.

Los Cuervos llegaron al amanecer. Sus pasos resonaron como martillazos sobre la tierra helada. Registraron casa por casa. En la de los Amery, un soldado alto como un pino, con cicatrices que le cruzaban la cara, clavó su mirada en el arca.

—¿Granos? —preguntó, su voz un rugido sordo.
—Para el invierno, señor —tartamudeó Alaric.

El soldado no respondió. Golpeó el costado del arca con la empuñadura de su espada. El eco hueco traicionó el secreto. El segundo golpe destrozó la tabla falsa.

Capítulo III — El Abandono y la Pequeña Espada

Elric, encogido y temblando, fue arrastrado a la luz. El capitán de los Cuervos lo observó con desprecio.

—Este no alimentará ni a los cuervos de verdad —escupió—. Es una vergüenza para la raza. La ley es clara: inútil para el Rey, inútil para la vida.

Alaric se arrojó a los pies del capitán.
—¡No! ¡Exílienselo! ¡Por piedad, déjenlo en el Bosque de Hierro! ¡La naturaleza juzgará!

El capitán miró al niño enfermizo, luego al padre suplicante. Una muerte rápida allí mismo habría sido lo habitual. Pero quizá el Bosque de Hierro —un lugar del que incluso los Cuervos hablaban en susurros— era un castigo más ejemplar. Un mensaje: la debilidad no merece ni un tajo limpio.

—Sea —concedió con un gesto despectivo—. Que el bosque se lo lleve.

Solveig, llorando en silencio, corrió a la casa y volvió con un hatillo pequeño. Lo empujó en los brazos de Elric. Dentro había una muda de ropa raída, dos monedas de plata tan gastadas que apenas si se veía el rostro del Rey, y la espada.

Era más un cuchillo largo, en realidad. La hoja, corta y delgada, estaba forjada de un metal pálido que no parecía hierro. El puño era de cuero desgastado y guardaba el calor de las manos de su abuelo, un hombre del que solo conservaba esa herencia y la leyenda de que la hoja era de “acero de luna”, un metal que no se rompía. Para Elric, que apenas podía sostenerla, era un peso absurdo. Un símbolo de una fuerza que nunca tendría.

Capítulo IV — El Umbral del Bosque de Hierro

Lo dejaron en el lindero del bosque, donde los árboles normales empezaban a retorcerse y su corteza adquiría un tono gris metálico. El aire olía a musgo húmedo y a óxido.

—Si vuelves —le advirtió el soldado cicatrizado—, la siguiente vez no habrá bosque que te reciba. Solo una fosa.

Elric vio alejarse las siluetas negras. El viento helado le azotó la cara. Sintió el miedo, un nudo de hielo en el estómago. Pero, por primera vez en su vida, no había un techo, ni unas reglas, ni una tos que contener por miedo a ser descubierto. Solo él, el bosque impenetrable y la pequeña espada que colgaba de su cinturón, pesando más que su propio destino.

Miró hacia atrás, hacia la dirección de Småby. Luego, miró hacia adelante, a la oscuridad entre los árboles de corteza de hierro. La espada de luna, fría contra su pierna, pareció vibrar levemente, como si un hilo de plata en su sangre hubiera encontrado, por fin, un eco.

Capítulo V — La Muerte Blanca y la Voz en el Musgo

Un mes en el Bosque de Hierro era una condena dibujada en cicatrices. Elric sobrevivió a base de raíces amargas, larvas bajo la corteza de los árboles y algún pez ciego que lograba arrebatarle a las aguas turbias y gélidas del río Sin Nombre. La tos que siempre lo había acompañado se había transformado en un rasguño profundo en los pulmones; la fiebre era su único fuego. Ya no era un niño escondido, sino un espectro famélico que arrastraba su espada corta como un lastre.

La mañana en que se rindió, estaba arrodillado junto a un arroyo, viendo cómo el reflejo de su propio rostro—ojos hundidos, pómulos afilados—se disolvía entre las sombras del agua. El frío había traspasado sus huesos y una calma extraña, la antesala del final, empezaba a adormecerlo. Fue entonces cuando la escuchó.

No provenía del aire, ni del agua. Parecía brotar del musgo bajo sus pies, de la savia de los árboles de corteza metálica, una voz múltiple y a la vez única, como el susurro de un bosque entero.

"Elric… hijo de la tierra que niega a sus hijos…"

Alzó la cabeza, sin fuerzas para asustarse. Ante él, la luz se filtró entre las ramas formando una silueta translúcida, etérea. No era un espíritu de belleza clásica, sino la esencia misma del lugar: cabellos como líquenes plateados, piel con la textura de la corteza antigua, ojos que eran pozos de musgo verde y obsidiana. Era femenina en su fluir, pero antigua e indiferente como la piedra.

—Soy Íhunn, la memoria del bosque —dijo la voz, que era el crujir de las ramas y el rumor del río—. He observado tu lucha. No luchas contra las bestias, ni contra el hambre. Luchas contra el designio que otros tallaron para ti. Eso… es raro.

Elric intentó hablar, pero solo salió un quejido.

—Tu cuerpo es frágil —continuó Íhunn, flotando más cerca—. Pero hay un hilo en tu sangre que no pertenece solo a los hombres. Pertenece a los que están entre. A los que el reino de tu Rey desprecia porque no encajan en sus cajas de hierro y madera.

"Los que están entre". El abuelo de Elric hablaba a veces de ancestros que negociaban con espíritus, que eran puentes, no soldados. Sangre diluida, considerada una debilidad más.

—Te ofrezco supervivencia —dijo Íhunn—. Y el poder de ser lo que siempre fuiste: un umbral. Un lugar donde se encuentran los contrarios. Pero el precio es el pasado. Debes abandonar lo que eras, y también lo que eres en este instante. Debes convertirte en el presente perpetuo, en la posibilidad pura.

Elric, con la muerte acariciándole la nuca, no lo dudó. Asintió.

—¿Por qué yo? —logró articular con los labios agrietados.

—Porque la espada que cargas no es de acero de luna —reveló Íhunn, señalando la hoja corta—. Es de hierro del bosque, forjado con la esencia de este lugar. Solo responde a aquellos cuya naturaleza no es una, sino dos. Tu cuerpo fue siempre una contradicción: un alma que anhelaba correr en un frame que no podía caminar. Yo no voy a sanar esa contradicción. Voy a consumarla.

Capítulo VI — La Consunción Dorada

El ritual no fue de luz cegadora, sino de raíces. Lianas de plata luminosa emergieron del suelo, envolviendo a Elric en un capullo pulsante. Sintió cómo su esqueleto se reorganizaba, no con dolor, sino con la profunda y extraña molestia de la tierra moviéndose. Su estatura se afianzó en una forma compacta y eficiente. La grasa y la debilidad se transmutaron en músculos densos, en tendones de acero. El rostro se suavizó, los pómulos se afinaron.

Entonces, algo sorprendente: de su cuero cabelludo brotó una cascada de pelo, no oscuro como la noche de Småby, sino rubio como el corazón del abedul en otoño, un dorado pálido que brillaba con su propia luz tenue, creciendo hasta caer en ondas largas y espesas sobre sus hombros y espalda. Sus ojos, antes opacos por la enfermedad, se abrieron en un par de esmeraldas líquidas, verdes como el musgo más profundo del bosque, con destellos de hierro cuando la luz los golpeaba.

Su pecho se desarrolló, sus caderas se redondearon. Se convirtió, ante todos los espejos imaginarios, en una joven de belleza casi sobrenatural: rubia, esbelta, con ojos verdes que guardaban la memoria antigua del bosque.

Pero en el centro de su nuevo ser, algo permaneció. Su pene. Íhunn había hablado de "consumar la contradicción", no de eliminarla. "Eres un puente", había dicho. "Un umbral. Un Andrégina de Raíz. El poder que te doy reside en habitar el punto exacto donde lo masculino y lo femenino no son opuestos, sino fuentes de la misma fuerza. Cortar una parte sería negar la esencia del pacto. Conservarás el símbolo de tu origen, como el árbol conserva las marcas de su primer año, incluso cuando cambia su corteza y su follaje se vuelve dorado."

Cuando las lianas se retiraron, Elric—ya no Elric—se incorporó. Por primera vez en su vida, el aire no le quemó los pulmones. Lo inhaló y fue como beber energía pura. Notó su nuevo centro de gravedad, bajo y poderoso. Vio sus manos, más pequeñas pero surcadas por venas que latían con fuerza bestial. Su cabellera rubia cayó sobre sus hombros como una capa de luz, contrastando con el verde intenso de sus ojos.

Y entonces miró su espada. Ya no era la hoja corta. Había crecido, alargándose hasta convertirse en una espada larga de un solo filo, con el lomo ondulado como una rama. El metal pálido ahora brillaba con un tenue fulgor interior que parecía responder al oro de su cabello. La agarró. Pesaba como un yunque, pero su brazo—su nuevo brazo, delgado pero increíblemente denso—la levantó como si fuera de mimbre. Una sonrisa, la primera verdadera, asomó a sus nuevos labios.

Capítulo VII — Aldara, el Peso de la Tierra

Se miró en el reflejo del arroyo. Una extraña lo devolvía la mirada. Hermosa como un espíritu del bosque, con una melena rubia que parecía hecha de luz atrapada y ojos verdes que examinaban el mundo con nueva agudeza. Ya no podía ser Elric. Elric era el chico enfermizo, el secreto en un arca, la víctima. Este nuevo ser era algo hecho.

Recordó el nombre que su madre murmuraba en las historias de antes de dormir: Aldara, su bisabuela, una mujer que, según la leyenda familiar, había tenido el cabello como el trigal y ojos que cambiaban con las estaciones.

—Aldara —probó el sonido en su nueva voz, que era melodiosa pero con un ronquido terroso en la base—. Aldara Amery.

El pacto con Íhunn venía con un mandato postergado: "Te daré una misión cuando el bosque la necesite. Hasta entonces, sé. Vive. Aprende lo que significa ser un puente en un mundo de muros."

¿Qué hacía un puente? Permitía el paso. Conectaba lugares separados. Aldara decidió que, hasta que la llamada del espíritu llegara, conectaría su nueva fuerza con el mundo que la había desechado. Se volvería mercenaria. No por el oro—aunque las dos monedas gastadas eran su único capital—, sino por la prueba. Por ver de qué era capaz este cuerpo que pesaba casi cien kilos de músculo y hueso densificado, comprimido en un metro cuarenta y nueve de altura esbelta y atlética, coronada por una cabellera dorada que era un estandarte en la sombra del bosque.

Su primera prueba llegó rápido. Unos bandidos que merodeaban el lindero del bosque vieron a una "chica rubia y pequeña" y pensaron en un botín fácil. Uno de ellos, un bruto con una hacha, intentó levantarla del suelo para cargársela. Sus brazos casi se dislocaron con el esfuerzo. Aldara, sin apenas mover los pies, le propinó un golpe seco en el plexo que lo dejó sin aire. Desenvainó su espada larga y, con un solo movimiento circular, rompió las armas de los otros dos. No los mató. Solo los miró con sus ojos verdes, que en ese momento brillaron como gemas bajo la luz filtrada.

—Díganle a quien encuentren —habló, su voz serena pero imposible de ignorar— que en el lindero del Bosque de Hierro habita La Pequeña Gigante.

La noticia corrió. Aldara Amery, la Pequeña Gigante. La mercenaria rubia de ojos verdes que nadie podía levantar, cuya espada de rama brillante cortaba el hierro como la mantequilla, y que, en un mundo de hombres grandes y fuertes, demostraba que la verdadera fuerza no tenía que ver con el tamaño, sino con la densidad del propósito.

Y en lo más profundo de su ser dual, en el umbral entre lo que fue y lo que es, Aldara esperaba. Porque sabía que la misión de Íhunn llegaría. Y cuando lo hiciera, no sería solo una mercenaria la que respondería, sino el propio Bosque de Hierro, hecho carne, hueso, cabellera dorada y voluntad esmeralda.