Durante muchos años, la Navidad no había significado nada para Jaejun. Era una fecha que simplemente pasaba, silenciosa, sin adornos, sin música, sin el olor a tangerinas calientes ni las luces parpadeando en las ventanas. Cuando era niño, las fiestas duraban lo que duraba la paciencia de su padre: poco. El líder del Clan Sanren nunca tuvo interés por esas celebraciones. Para él, aquella época era solo una excusa para entrenar más duro, moldear a su hijo bajo disciplina férrea y recordarle que un Sanren no se permite distracciones. Los regalos eran reemplazados por ejercicios. Las felicitaciones, por órdenes. El calor familiar, por frialdad.
La única luz real de aquellas Navidades había sido su madre. Siempre encontraba la forma de suavizar el silencio del hanok: encendía una vela perfumada, horneaba algo aunque fueran restos de harina, o colocaba un adorno pequeño en la rama más alta del pino del jardín. Le enseñaba en voz baja que la Navidad era un recordatorio de amor, no de perfección, y que incluso en medio de la oscuridad, una chispa de alegría podía ser suficiente. Pero esas Navidades también se apagaron. Primero con la muerte de su padre en un ajuste de cuentas y después con la desaparición de su madre. Desde entonces, el hanok Sanren quedó congelado en un invierno perpetuo.
Pasaron años sin que Jaejun tocara una caja de adornos. El hanok, grande y silencioso, se volvió un lugar donde no se celebraba nada, solo se sobrevivía. Hasta este año. Hasta que Woonie llegó.
Esa mañana, por primera vez en mucho tiempo, el aire del hanok olía a algo distinto: a vida. Jaejun bajó las escaleras con Haneul pisándole los talones, tropezando con sus patitas torpes mientras él buscaba entre los armarios los adornos que no veía desde su adolescencia. Sacó cajas llenas de polvo, algunas cintas que su madre había comprado, pequeñas figuras que él ni recordaba haber tocado. Haneul olfateaba todo con entusiasmo, como si también entendiera que aquel día era especial.
Mientras montaba el árbol en el salón principal, Jaejun se sorprendió de sí mismo. No estaba cumpliendo una tradición ajena ni obedeciendo reglas antiguas. Estaba decorando su hogar porque, por primera vez, tenía a alguien con quien compartirlo. Cada luz que colocaba era un pensamiento para Woonie. Cada adorno que colgaba era un gesto silencioso de bienvenida para la nueva vida que estaban construyendo. El hanok, que durante años había sido un refugio frío, empezaba a sentirse nuevamente como un hogar.
Recordó de golpe las últimas Navidades con su madre: ella riéndose mientras él intentaba alcanzar las ramas altas del árbol, su mano cálida sobre su cabeza, diciéndole que algún día él crearía sus propias tradiciones. Nunca pensó que llegaría ese momento. Nunca imaginó que sentiría este tipo de paz mientras acomodaba guirnaldas y encendía luces. Pero ocurrió. Y todo gracias a Woonie.
Decoró cada habitación con mimo: el salón, la cocina, el pasillo que llevaba a la habitación que ahora compartían. No buscaba perfección, solo quería que, al llegar a casa, Ji Won sintiera el calor que él mismo no había tenido durante años. Quería que el hanok Sanren volviera a ser un lugar donde la Navidad se viviera con alegría, no con miedo ni con silencio.
Mientras colocaba la última estrella en el árbol, Haneul ladró suave, como celebrando su logro. Y por primera vez en mucho tiempo, Jaejun sonrió de verdad. Una sonrisa tranquila, cálida, llena de un afecto que apenas estaba aprendiendo a reconocer en su propio pecho.
Esa Navidad no era solo la primera que celebraba en años. Era la primera que celebraba con alguien que le había devuelto la luz que creía perdida. La primera en la que el hanok no se sentía vacío. La primera en la que su corazón tampoco lo estaba.
Porque este año, por fin, no iba a vivir la Navidad solo. La iba a vivir con Woonie…y con el cachorro que ya formaba parte de su nueva familia.